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Hay quienes sostienen que competimos porque es parte de nuestra naturaleza dialéctica. Nuestra cabeza trabaja confrontando premisas con la ilusión de expandir nuestro conocimiento sobre el mundo—esa idea hegeliana de que a partir de una tesis y su antítesis se deduce una síntesis que es, a la vez, una nueva tesis, formando así un espiral que “progresa” bajo la ilusión de que el tiempo transcurre. En la vida social también hay discordias —¿cómo repartir bienes escasos? ¿quiénes han de gobernar?— que decidimos resolver compitiendo. La gracia de esta fórmula es que supone reconocer que somos libres y que dentro de un radio predeterminado nos podemos confrontar sin que esa libertad peligre. Quizá por honrar ese espíritu es que los griegos antiguos inventaron los Juegos Olímpicos y por eso también es que hoy existen los mercados y el voto popular.
De ser así, es nuestra propia naturaleza dialéctica la que nos ha llevado a construir sistemas que valoran ciertas formas adversariales. De hecho, según plantea Andriychuk—académico que ha escrito sobre los fundamentos filosófico-normativos de la libre competencia[1], las democracias liberales son un constructo sociopolítico cuya característica distintiva es la competencia. Ello se observa en tres dimensiones: económica, política y cultural. Respecto de cada una, el marco normativo es el llamado a dibujar los límites dentro de los cuales podemos ejercer nuestra libertad. Sin ese marco es inviable poner coto a la naturaleza expansiva y coactiva del poder. A mi entender, esto significa que:
Primero, realmente habrá competencia económica si se diseña un sistema de libre mercado que permita desafiar a los incumbentes. Por ello, es menos importante la pregunta por la eficiencia que la pregunta por el proceso competitivo. Para que éste fluya, la soberanía de los individuos no debe verse reducida debido a desbalances de poder entre agentes económicos. Bajo esta lógica, tiene menos sentido desintegrar el poder ex-post (à la Brandeis) que diseñar un sistema adecuado de normas que prevengan que ese poder emerja. El derecho de la libre competencia es tan solo una de las herramientas legales encaminadas a ese fin. Otras son, por ejemplo, las que protegen la autonomía de los consumidores o las que regulan la forma de competir en determinados sectores industriales.
Segundo, realmente habrá competencia política si se diseña un sistema democrático de elección popular y en que, además, haya separación de poderes según el principio de checks & balances. Ello significa, entre otras cosas, asegurar la rotación de cargos públicos, evitar el nepotismo en los nombramientos directos y sancionar duramente la corrupción (cuya existencia legitima el argumento de quienes se resisten al aumento de impuestos para mejorar las condiciones de vida de todos). Y, por sobre todo, significa dar herramientas a la ciudadanía para que participe en la vida política sin verse seducida por la desinformación y el populismo.
«El Art. 1 del proyecto de Constitución que define a Chile como un Estado Social y Democrático de Derecho puede entenderse, por lo dicho, como un posible punto de partida para hablar de libre competencia.»
Tercero, realmente habrá competencia de ideas si se protege la libertad de expresión (tarea difícil en un mundo de fake news). Ello implica evitar que grupos de interés económico y/o político dominen la industria de medios. La solución no es la censura, sino la introducción de mayor competencia. Pero no en el sentido de mayor eficiencia, sino que de diversidad de actores. Dado que cuidar el pluralismo de ideas significa cuidar la democracia, se justifica la participación del Estado en su rol empresarial. Por eso hace sentido que ahí donde hay libre mercado haya medios de comunicación públicos.
El Art. 1 del proyecto de Constitución que define a Chile como un Estado Social y Democrático de Derecho puede entenderse, por lo dicho, como un posible punto de partida para hablar de libre competencia. Es donde se define un sistema democrático y que los seres humanos somos libres. Pero es también donde se establece que el Estado debe generar las condiciones necesarias para que las personas se integren en la vida económica, política y cultural. Sin dicha integración, los marginados sienten que el sistema económico es abusivo, que su voto no vale y, en última instancia, que ejercer violencia es una forma válida de expresión cultural. La sana competencia que respeta al adversario es así reemplazada por el desprecio del otro.
Pero generar condiciones mínimas para que sea viable la competencia no depende solo ni en primer lugar del Estado, sino de quienes son llamados —por razones de justicia distributiva— a cofinanciar las políticas públicas necesarias para que esa integración ocurra. Un sistema de educación pública de calidad y gratuita es, a mi entender, la única manera de asegurar la libertad sustantiva de todos. Educar —eso que la Constitución de 1980 relegó a segundo plano— es, en ese sentido, condición de posibilidad de un sistema de competencia en base a méritos. Resistirse a contribuir con ese fin —e.g., eludiendo el pago de impuestos o haciendo uso de paraísos fiscales— es también una forma de despreciar la libre competencia.
Si la Constitución de 1980 pecó por defecto (al no hacerse cargo de la concentración de poder económico), es de esperar que la nueva Constitución no peque por exceso (al permitir la concentración de poder político). La competencia —en tanto dispositivo atomizador del poder y, por ello, base de los sistemas democrático-liberales— debiera inspirar al texto constitucional en su conjunto. De ello depende no solo que en septiembre triunfe el apruebo, si no que en el largo plazo triunfe el libre mercado, la democracia y el pluralismo de ideas.
[1] Oles Andriychuk, The Normative Foundations of European Competition Law. Assessing the Goals of Antitrust through the Lens of Legal Philosophy, Edward Elgar, 2017.