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En el mosaico legislativo de Bolivia, un vacío notable resalta con claridad: la ausencia de una Ley de la Competencia. Este hueco no es meramente administrativo, sino un abismo que refleja una postura históricamente ambivalente hacia la idea misma de la competencia libre y justa. Bolivia se erige como uno de los pocos bastiones en América Latina que no cuenta con un marco legal dedicado a regular las prácticas de los agentes económicos y a sancionar las conductas que restringen la libre competencia. En su lugar, nos encontramos con normativas dispersas, insuficientes y, en ocasiones, francamente contradictorias, que más que guiar, confunden.
Desde 1994, con la Ley del Sistema de Regulación Sectorial de 1994,[1] hasta el Decreto Supremo Nº 29519 de 2008,[2] Bolivia ha esbozado intentos tímidos de abordar la competencia, siempre desde los márgenes, nunca de frente. La ironía de esta situación no puede ser más palpable: mientras el decreto reconoce la competencia como un principio rector económico y un bien jurídicamente protegido, la realidad legislativa del país cuenta una historia muy diferente. Una historia donde los monopolios no sólo han sido tolerados, sino institucionalizados, desde el monopolio de cerillos a principios del siglo XX[3] hasta el reciente monopolio en el sector de suplementos alimenticios destinados al desarrollo infantil bien entrado el siglo XXI.[4]
La Constitución de 1967 hizo un tímido intento de abordar el tema, declarando la no aceptación de monopolios privados y limitando las concesiones de servicios públicos.[5] Sin embargo, esta postura fue diluida en la Constitución de 2009, donde se abrió la puerta a la concesión de monopolios privados bajo el pretexto de “necesidad pública”.[6]
La llegada al poder de gobiernos de izquierda en las últimas dos décadas ha visto un retorno a las nacionalizaciones y a una inclinación por políticas estatistas, reviviendo la tradición de monopolios privados bajo el argumento de proteger el interés público. Sin embargo, la experiencia sugiere que la línea entre proteger el interés público y restringir la competencia es fina y a menudo traspasada.
Lo irónico de este panorama es que, en un mundo cada vez más interconectado y competitivo, Bolivia se mantiene aferrada a políticas que parecen desafiar el sentido común económico.
«La ausencia de una Ley de la Competencia no sólo es un anacronismo, sino una declaración de principios, una que parece sugerir una desconfianza inherente hacia el mercado y la competencia libre».
Con el actual marco político, poco optimismo cabe esperar en cuanto a avances legislativos significativos en este ámbito. La ironía, claro está, es que mientras más se intenta controlar, más se evidencia la necesidad de un sistema que promueva genuinamente la competencia y la innovación. Pero, en la práctica, parece que Bolivia prefiere mantenerse en una especie de limbo legislativo, donde los monopolios, ya sean por omisión o comisión, se convierten en la norma, no la excepción.
En este contexto, la pregunta no es si Bolivia necesita una Ley de la Competencia, sino cuánto tiempo más puede permitirse el lujo de no tenerla. La ironía, por supuesto, es que en su intento de proteger el bienestar público, el Estado podría estar haciendo exactamente lo contrario: limitando las oportunidades de sus propios ciudadanos y obstaculizando el desarrollo económico del país.
[1] La ley en su artículo 16 dice: “Las empresas y entidades que realicen actividades en los sectores regulados por la presente ley, quedan prohibidas de participar en convenios, contratos, decisiones y prácticas concertadas, cuyo propósito o efecto fuere impedir, restringir o distorsionar la libre competencia por medio de: a) La fijación conjunta, directa o indirecta de precios; b) El establecimiento de limitaciones, repartición o el control de la producción, los mercados, fuentes de aprovisionamiento o las inversiones; o c) El desarrollo de otras prácticas anticompetitivas similares.”
[2] El decreto reconoce en sus antecedentes que: “Que la competencia como principio rector del funcionamiento de los mercados permite, desde un punto de vista económico, maximizar el bienestar de la sociedad, dado que los consumidores se ven beneficiados con un mayor acceso a bienes y servicios, a precios accesibles y calidad adecuada”, y que: “Que la competencia es un elemento dinamizador de la economía nacional y la libre competencia es un bien jurídicamente protegido y de orden público, por lo que el Gobierno Nacional está en la obligación de su regulación, a fin de evitar que se obstruya la libertad económica controlando e impidiendo que personas o empresas incurran en actos de abuso debido a su posición dominante en el mercado nacional”, y encomienda en su artículo 16 a la Superintendencia de Empresas velar por la competencia.
[3] En 1906 se celebró el contrato con la National Match Factory of Bolivia Limited, incorporada en Londres, creando un monopolio y prohibiendo la importación de este artículo de primera necesidad para la población.
[4] En 2019 fue otorgado en monopolio a la empresa Industria Químico Farmacéutica Sigma Corp, constituida en Cochabamba.
[5] Al menos se incluyeron estas frases en el artículo 134: “No se permitirá la acumulación privada de poder económico en grado tal que ponga en peligro la independencia económica del Estado. No se reconoce ninguna forma de monopolio privado. Las concesiones de servicios públicos, cuando excepcionalmente se hagan, no podrán ser otorgadas por un período mayor de cuarenta años.”
[6] No debería sorprender que se sustituyó la frase anterior que criticaba los monopolios con otra que dice en el artículo 316, inciso 7, que es función del estado: “Determinar el monopolio estatal de las actividades productivas y comerciales que se consideren imprescindibles en caso de necesidad pública.”