Newsletter
Suscríbete a nuestro Newsletter y entérate de las últimas novedades.
"Los constituyentes, sabiendo que los textos que escriban y aprueben no serán las tablas de la ley grabadas en piedra e inamovibles, sino que ofrecen elementos e indicaciones para la realización del derecho en el futuro, procurarán crear un tenor literal escueto, sobrio, con términos tan claros y precisos como sea posible. Esos textos darían el marco para los criterios de que se valdrán jueces, administradores y letrados para que los legos puedan vivir lo suyo en un ambiente relativamente estable..."
En su texto “Elementos constitucionales del régimen económico” el destacado académico y jurista Jorge Streeter nos entrega interesantes lineamientos acerca del rol que cumple una Constitución y qué particularidades y desafíos deben tenerse en cuenta al determinar el régimen económico a partir de este texto normativo. El trabajo busca ser una orientación sobre la materia atendido el inminente proceso de creación de una nueva Constitución en nuestro país.
El abogado toma como punto de partida las características propias de un texto constitucional. Para el profesor Streeter, “la Constitución se crea como una obra política, pero después le damos aplicación como si fuera principalmente un texto jurídico”. Y, en tanto texto, “la constitución no determina, sino que indica un camino”: para el autor es fundamental entender que lo que nos entrega un texto constitucional son esencialmente elementos, fundamentos a partir de los que pueden descubrirse reglas jurídicas. Por ello, al redactar un texto constitucional resultaría indispensable estar convencidos de que lo que se escriba puede dar origen a diversas y contrapuestas reglas fundamentales a partir de un mismo escrito. Los constituyentes, sabiendo que lo que aprueben no serán las tablas de la ley grabadas en piedra e inamovibles, deben procurar “crear un tenor literal escueto, sobrio, con términos tan claros y precisos como sea posible”.
Muchas de las características propias de una Constitución pueden resultar problemáticas para un régimen económico. Las disposiciones constitucionales son susceptibles de variada inteligencia y la textura muy abierta del texto político es fuente de demasiada indeterminación e incertidumbre en lo jurídico. Según el profesor Streeter, “esa incertidumbre es nociva porque socava la seguridad que tanto se precisa para un funcionamiento eficiente del régimen económico”.
La paradoja se encuentra en que, el derecho justamente llama a la seguridad jurídica. Sin embargo, entiende Streeter, no se tendrá un grado aceptable de certeza a partir del solo texto constitucional. La fuente de la seguridad jurídica “más bien provendrá de la sensata aplicación que se haga del texto constitucional y de la ley aplicable en una jurisprudencia respetuosa de los precedentes”.
En relación a la técnica de redacción que ha imperado en nuestras Constituciones, el autor da cuenta de algunos defectos que debiesen evitarse. En los textos constitucionales de 1925 (tal como regía hacia 1971) y el de 1980 (en su redacción actual), aprecia que el constituyente se explayó en demasía en una serie de aspectos importantes del régimen económico, revelando desconfianza en el legislador del futuro y en los jueces. Ello, afirma, se explicaría porque “los redactores de la constitución piensan que, salvo escribirse en la constitución con mucho detalle, sus intenciones podrían ser desconocidas”.
El autor sostiene que esta no ha sido una buena técnica constitucional. Hay virtudes en los textos escuetos, claros y precisos, que se aparten de términos doctrinarios (como el de “subsidiariedad”), y de conceptos difusos o indeterminados. A juicio del jurista, los ejemplos que rigen en el sistema de Reino Unido y Francia, “muestran que el estado de derecho -hasta dónde es factible su realización- no se fortalece por la mera extensión de los textos, sino por su sensata y mesurada inteligencia y aplicación”.
En relación al régimen económico chileno, el académico explica que, desde hace ya tiempo, en Chile la asignación de recursos se hace mediante “el uso habitual y generalizado [pero de ninguna manera exclusivo] del mercado”. Sin embargo, la asignación de recursos en una economía de mercado no puede prescindir de una realidad tan elemental como es que nadie puede concurrir a un intercambio si no es un demandante solvente respecto de bienes y servicios de primerísima necesidad. Para Streeter, la asistencia que requieren estos individuos que no son demandantes solventes, es “la más clara afirmación de que hay, respecto de ciertas personas y en relación a ciertos bienes, un más allá de la oferta y la demanda”.
De allí que, para el profesor Streeter, el régimen económico que tendría sentido desarrollar atendida la realidad de nuestro país, no debería ser un régimen de mercado capitalista y liberal, ni tampoco uno de planificación centralizada. “Será un sistema de mercado, pero uno particular que se podría llamar régimen de ‘mercado guiado’”, señala.
El mercado guiado por el Estado puede ser uno que se extiende a todas las actividades económicas o tener carácter sectorial. Para el profesor Streeter, esta guía debería consistir “en una programación y organización de los recursos y de los actos del Estado, generalmente en unas pocas áreas o sectores, con el objeto de realizar una política pública que le habilite para servir a las personas más vulnerables en materias propias del área o sector en que se ha decidido actuar”. Así, señala que áreas como las de educación o salud, son ejemplos clásicos de ámbitos que deberían estar está más allá de la oferta y la demanda.
Por otra parte, el autor resalta el hecho de que, atendiendo a la historia económica chilena “ninguna estructura jurídica, por razonable y técnicamente satisfactoria que fuese, lleva por sí a una economía eficiente”. Por ello, para el profesor Streeter, “en esta materia al derecho le corresponde, antes que nada, no constituirse en un obstáculo”. A juicio del destacado abogado, la obstaculización no proviene del derecho mismo, sino de la aplicación que le pueden dar los operadores estatales y empresas en sectores clave.
De esta forma, a la Constitución y a las leyes les cabría entregar reglas claras, un grado suficiente de seguridad jurídica y ciertos instrumentos de acción. Estos últimos son, para el autor, un régimen de contratación sensato y un sistema estatal que permita defender a las personas vulnerables de abusos, vengan de personas privadas poderosas o del Estado mismo.
En otras palabras, Streeter sostiene que tener un sistema económico medianamente aceptable es también una cuestión de políticas de Estado. Implementar unas pocas políticas de Estado bien escogidas y llevadas adelante con perseverancia en sectores fundamentales para los grupos vulnerables (como salud, educación y previsión social) es clave para el académico. Sin estas, “el país va de crisis en crisis, con solamente algunos intervalos de lucidez y mejores resultados”.
Estas políticas también debiesen ser aplicables a los conglomerados empresariales. Al respecto, el autor recuerda la época del inicio de las privatizaciones en 1974 hasta las crisis bancarias de 1976-77, 1981 y 1983, cuyos efectos, señala, “fueron dramáticos haciendo a la nación un daño enorme”. Si estos conglomerados crecen en todas las direcciones, tendiendo como principalísima finalidad la obtención de beneficios, sin dar importancia a su situación en la comunidad, “las cosas se deterioran para todos”.
Streeter también llama la atención sobre la coherencia dentro del texto constitucional. Sobre este punto, sostiene, resulta indispensable que los elementos del régimen económico que se incorporen a la Constitución se combinen bien y se complementen con lo que se diga acerca de otros temas, como, por ejemplo, la juridicidad de la acción del Estado y de sus órganos, la legalidad de la potestad tributaria y las materias que son propias de ley.
Por otra parte, para lograr la ansiada seguridad jurídica, el autor afirma que, a diferencia de otras técnicas regulatorias que se han implementado en Chile, para otorgar un grado razonable de certeza en la aplicación del derecho resulta más eficiente: (i) exigir que las potestades de los órganos del Estado y las modalidades de su ejercicio estén contempladas expresamente en la Constitución y las leyes; y (ii) el respeto de los precedentes, de manera que los actos jurisdiccionales y los administrativos no se aparten sin razón suficiente de las decisiones adoptadas en casos anteriores.
Finalmente, el académico propone diversos elementos que podrían formar parte de nuestro régimen económico constitucional:
Para el profesor Streeter, un primer elemento correspondiente al “Régimen de las personas” debería ser el siguiente: “El Estado está al servicio de la persona, le reconoce su autonomía privada y ampara su ejercicio conforme a derecho”. De este primer elemento se derivarían los siguientes:
Lo que el profesor Streeter denomina como el “Primer elemento del régimen del poder estatal” debería indicar lo siguiente: “El Estado, sus órganos y sus funcionarios actuarán dentro de su competencia y en la forma que prescriba la ley. Someterán su acción a la Constitución y a las leyes dictadas conforme a ella. Ninguna magistratura, ninguna persona ni grupo de personas pueden atribuirse ni ejercer, ni aún a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad, potestad o derecho que los que expresamente se les hayan conferido en virtud de la Constitución o las leyes. Todo acto en contravención a este artículo es nulo”. Como consecuencia de este elemento sustancial del régimen estatal, la Constitución también debería incorporar el siguiente texto:
Son materias de ley en lo que interesa directamente al régimen económico:
Además, como un elemento sustancial común a los regímenes de las personas y del Estado, el autor propone el siguiente texto: “La discriminación arbitraria y el abuso son contrarios a derecho”.
Y, finalmente, como un elemento sustancial respecto a la revisión de los actos de la Administración, el autor estima conveniente suprimir el recurso o acción de protección establecido en el artículo 20 de la actual Constitución, y, de paso, “hacer realidad una disposición que ha quedado como meramente programática durante casi un siglo: crear tribunales administrativos de plena jurisdicción, a diferencia de nuestra tendencia a establecer tribunales especiales de jurisdicción restringida (como en materias de libre competencia y de protección del medio ambiente)”.
"Sería un error identificar la necesidad de más Estado únicamente con el reemplazo o sustitución de los particulares en la provisión de servicios de interés público, pues existe también la opción de un Estado cuya mayor fortaleza consista en fomentar, regular y controlar de mejor modo su quehacer. Quien se opone a la estatización de los servicios no se opone necesariamente a una mayor intervención del Estado para mejorar las condiciones de vida de los más vulnerables. Es preciso evitar estas críticas simplistas".
Un comentario de tres páginas obliga a centrarnos en lo esencial. Pienso que la principal discusión constitucional que se avecina en el orden económico y social se refiere al rol de la sociedad civil vis-à-vis el Estado en relación con la prestación de servicios de interés público. En los últimos cuarenta años, la respuesta a esta interrogante ha consistido en confiar estas actividades a la sociedad civil, bajo la regulación del legislador, y sujetas al fomento y exigencias de jueces o autoridades administrativas. De acuerdo con este modelo, la sociedad civil es la principal encargada de contribuir y participar en el bien común, como fuente de perfección y expresión de dignidad de quienes la componen, mientras que al Estado correspondería asegurar que dicha contribución y participación sea justa.
El actual ordenamiento constitucional contiene disposiciones expresas que resguardan este modelo. Estas normas impiden que el Estado sustituya a los particulares en la realización de aquello que le es más propio, salvo circunstancias excepcionales. De ahí que se garantice a los cuerpos intermedios una adecuada autonomía en el cumplimiento de sus fines específicos y que los verbos rectores utilizados por la Constitución para referirse a servicios esenciales consistan en “apoyar” más que en “sustituir” a los particulares.
Por ejemplo, en materia de educación, corresponde al Estado “promover la educación parvularia”[1], “financiar un sistema gratuito” de educación básica y media[2], “fomentar el desarrollo de la educación en todos sus niveles”[3], y “estimular la investigación científica y tecnológica”[4]. Asimismo, es deber del Estado “garantizar acciones de salud” en instituciones públicas o privadas[5] y, en seguridad social, “garantizar el acceso de todos los habitantes al goce de prestaciones básicas uniformes, sea que se otorguen a través de instituciones públicas o privadas”[6]. Además, la Constitución prohíbe el monopolio estatal de los medios de comunicación[7] e impide asignar privilegios normativos a las empresas del Estado que signifiquen ventajas anticompetitivas[8].
En materia de subsidios, esto último es consistente con las recomendaciones de la OCDE: “la necesidad de evitar financiamiento estatal de las empresas del Estado es comúnmente aceptada desde que la mayoría de los diseñadores de políticas reconocen la importancia de someter los negocios estatales a las disciplinas del mercado financiero”[9]. El más ejemplo claro de esto es Nueva Zelandia, que establece como tarea principal de sus empresas “operar como un negocio exitoso y […] ser lo más lucrativa y eficiente en comparación con los negocios que no pertenecen a la Corona”[10].
La necesidad social de mejora en la calidad y cobertura de prestaciones básicas (v.gr. salud, educación, seguridad social, vivienda, public utilities), expresada inter alia en la aprobación de un texto constitucional que recoja esta pretensión, exige ciertamente un mayor esfuerzo del Estado. Sin embargo, la principal discusión versará sobre el tipo de esfuerzo: ¿más Estado significa más fomento y regulación de los particulares o sustitución de los mismos? ¿más Estado significa que el Estado no sólo debe asegurar el bien común a cargo de la sociedad civil sino también realizarlo a nombre de ella?
Decimos que esta será la principal discusión porque la social democracia ha adelantado que su respuesta a estas interrogantes se acerca al segundo tipo de solución: más Estado significaría un aparato público hacedor y prestador. Así se desprende del documento Bases y Fundamentos de una Propuesta Constitucional Progresista[11], que plantea que “[e]l Estado social y democrático de Derecho no es sólo un Estado regulador sino también un Estado gestor de servicios y de fomento, y empresario; pero que compatibiliza la actividad pública y privada en la economía y la sociedad. Luego el Estado social y democrático de Derecho es un Estado fuerte, con musculatura”[12].
Específicamente, la propuesta constitucional de este sector consiste en la atenuación o eliminación de algunos mecanismos de confianza de la prestación de servicios básicos a los privados. Por ejemplo, se indica que “se debe eliminar la referencia a la propiedad sobre bienes incorporales… lo más grave es que permite privatizar recursos naturales y mercados relevantes, como de telecomunicaciones, eléctrico, sanitario, financiero, portuario, inmobiliario, creando costos para la comunidad toda en beneficio de un solo sujeto, que es quién explota esos mercados”[13].
En materia de Estado empresario, junto con eliminar el condicionante de una ley de quórum calificado[14], se propone que los gobiernos regionales y las municipalidades podrán asociarse con otros órganos públicos o personas jurídicas de derecho público para el ejercicio de actividades económicas de servicio público y empresariales[15]. En algunos casos, la asunción de servicios por entes del Estado podría significar su extinción -por desventajas competitivas- o expropiación de manos privadas. En este último caso, a falta de acuerdo en el monto de la indemnización, el Proyecto de Nueva Constitución presentado por la Presidenta Michelle Bachelet propone eliminar el pago al contado, lo que permitiría el pago a plazo, en cuotas o bonos[16].
Sería un error identificar la necesidad de más Estado únicamente con el reemplazo o sustitución de los particulares en la provisión de servicios de interés público, pues existe también la opción de un Estado cuya mayor fortaleza consista en fomentar, regular y controlar de mejor modo su quehacer. Quien se opone a la estatización de los servicios no se opone necesariamente a una mayor intervención del Estado para mejorar las condiciones de vida de los más vulnerables. Es preciso evitar estas críticas simplistas.
Esta distinción nos parece fundamental porque, habiendo Chile sufrido las consecuencias de políticas extremas de corte neoliberal o estatista, queda claro que la solución al problema a los vicios de una no puede consistir en el paso radical a la otra ni viceversa. El reforzamiento del Estado no debe ser necesariamente sinónimo de estatismo asistencialista y monopólico sino de aseguramiento del bien común mediante el mayor apoyo y exigencia a los particulares en aquello que no pueden o no quieren hacer bien, dejando la opción de la sustitución y la afectación de la libre competencia, fuente de bienestar social, para casos excepcionales.
Dado que los derechos del hombre no constituyen sólo el límite sino el fundamento mismo del poder político (lex facit regem), sería injusto un esquema constitucional que pretenda asegurar los derechos de unos mediante la regresión de los de otros. Así lo dispone además el principio de progresividad de los derechos consagrado Convención Americana de Derechos Humanos (Pacto San José de Costa Rica, art. 26), del que Chile es país signatario. Al respecto, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha declarado que: “la obligación general de procurar constantemente la realización de los derechos económicos, sociales y culturales… implica a su vez la obligación de no adoptar medidas regresivas respecto al grado de desarrollo alcanzado”[17].
Esta idea parece también consistente con el ideal social cristiano resumido con estas palabras en el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia: “[e]n cualquier caso, la intervención pública deberá atenerse a criterios de equidad, racionalidad y eficiencia, sin sustituir la acción de los particulares, contrariando su derecho a la libertad de iniciativa económica. El Estado en este caso resulta nocivo para la sociedad: una intervención directa demasiado amplia termina por anular la responsabilidad de los ciudadanos y produce un aumento excesivo de los aparatos públicos, guiados más por lógicas burocráticas que por el objetivo de satisfacer las necesidades de las personas”[18].
La Convención Constituyente debería abordar esta discusión con racionalidad y sentido común, procurando acercar posiciones, evitando los extremos o dogmatismos.
[1] Art. 19 Nº 10.
[2] Ibíd.
[3] Ibíd.
[4] Ibíd.
[5] Art. 19 Nº 9.
[6] Art. 19 Nº 18.
[7] Art. 19 Nº 12.
[8] Art. 19 Nº 21.
[9] OECD, Ownership and Governance of State-Owned Enterprises: A Compendium of National Practices, 2018, p. 44. https://www.oecd.org/corporate/ca/Ownership-and-Governance-of-State-Owned-Enterprises-A-Compendium-of-National-Practices.pdf. Esta traducción y la de la cita siguiente es nuestra.
[10] Ibíd., p. 30-31.
[11] AA.VV., Bases y Fundamentos de una Propuesta Constitucional Progresista, Zúñiga Urbina, Francisco y Peroti Díaz, Felipe, Coordinadores, Octubre 2020. Disponible en https://www.diarioconstitucional.cl/wp-content/uploads/2020/11/PROPUESTAS-CONSTITUCIONALES_19.11.2020_VERSIO%CC%81N-DEFINITIVA.pdf
[12] Ibíd., p. 19.
[13] Ibíd., p. 28.
[14] Ibíd., p. 67.
[15] Ibíd., p. 76 a 78.
[16] Mensaje Nº 407-365, “Proyecto de reforma constitucional, iniciado en mensaje de S.E. la Presidenta de la República, para modificar la Constitución Política de la República”, ingresado el 6 de marzo de 2018. Boletín 11.617-07.
[17] Comisión IDH, Informe Nº27/09, Fondo, Caso 12.249, “Jorge Odir Miranda Cortez y otros vs. El Salvador”, 20 de marzo de 2009.
[18] Pontificio Consejo de Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 2004, Punto Nº 354.
"El diálogo abierto por el profesor Streeter, quien aborda en su estilo cada uno de estos aspectos, exige mirar el problema constitucional del régimen económico chileno teniendo en consideración las razones que explican la Constitución de 1980, que hunde sus raíces en las prácticas institucionales ocurridas bajo la Constitución de 1925, que los redactores del texto del 80 premeditadamente trataron de suprimir. La ironía ha demostrado que, bajo su vigencia, otras prácticas institucionales nos han llevado a una adecuación de sus contenidos y, nuevamente, a un desborde de sus límites."
El Centro de Competencia de la Universidad Adolfo Ibáñez me ha invitado a escribir una reacción al texto del profesor Jorge Streeter en el cual analiza los “Elementos constitucionales del régimen económico”. Aunque éste explica previamente algunas ideas de cómo comprender la Constitución, el argumento central es que ésta resulta esencial para el funcionamiento del “régimen económico”, al cual le atribuye algunas características, pero que en lo medular distingue entre el régimen de: (a) personas, donde se debe garantizar la elección de la actividad económica y las reglas que la regulan; (b) el de los bienes, como elementos que permiten su adquisición y la protección de la propiedad privada y (c) el del poder público, donde inserta las reglas de la política fiscal, el estado empresario, la definición de la política pública económica y las restricciones que enfrenta la potestad legislativa y administrativa al regular las hipótesis que él explica en (a) y (b).
Los comentarios que a continuación formularé no necesariamente son una crítica a la manera en que el profesor Streeter define sus argumentos, son más bien las reacciones que éste provoca al momento de evaluar las hipótesis sobre las cuales descansa su análisis, considerando especialmente el momento constituyente en el que nos encontramos.
Para eso creo conveniente despejar previamente tres cuestiones elementales para justificar mi enfoque.
La primera está vinculada al presupuesto o bases constitucionales. En general, entendemos, como lo hace el profesor Streeter acudiendo a la vieja fórmula liberal, que la Constitución, para que merezca la condición de tal, debe al menos disponer de dos criterios centrales, sin los cuales ésta no merece tal denominación: separación de poderes y la garantía de derechos. Aunque la fórmula es clásica[1], sigue siendo necesaria, pero hoy carece de suficiencia explicativa. La Constitución, además de lo anterior, puede, en el contexto temporal en que es redactada, establecer los umbrales mínimos que nos permiten disponer de las reglas para que la democracia opere en el largo plazo. El resultado natural de eso es que no todos los objetivos que consideramos importantes serán constitucionalizados. La democracia exige un espacio para adoptar sus decisiones, porque la Constitución supone un conjunto de reglas compartidas, que provocan acuerdos incompletos que requieren perfeccionamiento progresivo[2], uno de ellos, el tipo de desarrollo económico.
La segunda tiene que ver con la idea que subyace a la afirmación del “régimen económico constitucional”. El análisis del texto del profesor Streeter no le da demasiada importancia a una cuestión determinante en la construcción del Derecho Público del siglo XX y es el origen de la denominación “Constitución Económica”, una que fue tendenciosamente construida en nuestro sistema institucional bajo la Constitución de 1980[3]. La idea central de ella, nacida en la dogmática alemana, asumía que la Constitución debía regular no sólo el “orden jurídico de los bienes, fuerzas y procesos económicos”, también le correspondía hacerse cargo de las “normas programáticas relativas a la justicia o derechos sociales”[4]. Es el debate que subyace luego de la Ley Fundamental de Bonn de 1949, como la necesidad de un pacto social y los efectos que implicaría asumir un estado constitucional con un modelo de “economía social de mercado”, pero bajo la tensión, también ideológica, de una pretendida neutralidad constitucional en la opción económica[5], algo que se replicará en el constitucionalismo europeo tras las crisis de los 70[6].
La tercera se vincula a las prácticas institucionales. Como bien ha advertido Cane, un régimen jurídico debe tener en consideración tres elementos: un conjunto de instituciones, un sistema de normas y las prácticas que se dan en su interior, entendidas como “patrones no-normativos de conducta importantes para la distribución y el ejercicio del poder”[7]. Un concepto similar ha expresado Atria entre nosotros al señalar que, en los hechos, entre los llamados “operadores del derecho” (por ejemplo, escuelas de derecho, profesores, abogados, jueces, legisladores, funcionarios administrativos, etc.) hay ciertas prácticas o convenciones que demuestran cómo éstos entienden lo que la Constitución dispone[8]. La advertencia, sin embargo, provino de Rüthers, al indicar que esas prácticas ofrecen “una lección sobre la influencia jurídico-política y los riesgos de las profesiones jurídicas en tiempos de agitación”[9].
¿Por qué creo conveniente advertir estos tres supuestos? Porque el diálogo a que nos invita el profesor Streeter requiere comprender razonablemente bien cómo hemos llegado hasta acá y, en particular, la forma y modo en que fue construido nuestro sistema institucional en la Constitución de 1980, un modelo que no es posible advertir sin la discusión ocurrida bajo la Constitución de 1925.
Existe una amplia literatura que trata de acreditar cómo el sistema Constitución de 1925 buscó disponer de un régimen que permitiera la progresiva modernización de la función estatal[10], no sólo estableciendo reglas elementales de distribución del poder, sino que esencialmente habilitando para que con su intervención se garantizara un régimen elemental de servicios para la población. Para eso el proyecto constitucional de 1925 tuvo que enfrentar ciertos desafíos, varios se pudieron abordar con éxito, otros quedaron como un pacto interrumpido y en algunos derechamente fracasó.
Como es conocido, la Constitución de 1925 demoró en entrar en vigor bajo condiciones de normalidad institucional. Recién lo hizo en 1932. Bajo su amparo y la lógica del sistema de partidos, la distribución del poder entre el Congreso y el Presidente lograron un primer resultado tras la reforma constitucional de 1943. Tras ella la iniciativa en materia de gastos quedaría en manos del Presidente. A cambio, el Congreso acordó llevar la Contraloría General de la República a la Constitución para controlar el presidencialismo, su legalidad y la gestión de los fondos públicos[11]. A su vez, desde la década de los 60 las reformas sociales, especialmente aquellas que involucraron la propiedad como la reforma agraria y su impacto en los derechos de agua, dejaron en evidencia los efectos de la inexistencia de los tribunales administrativos que la Constitución había mandatado crear. Además, demostró que la ausencia de un sistema de solución de controversias entre el Congreso y el Presidente podía profundizar la crisis. Eso justificó la creación del Tribunal Constitucional (“TC”) en 1970[12]. Por su parte, el estatuto de garantías, la reforma constitucional que permitió la elección del Presidente Allende por el Congreso, explicitó los límites que irroga el sistema de derechos para garantizar bienestar colectivo[13]. Fue el último pacto constitucional antes del golpe.
Tras estas reformas la práctica institucional demostró que la omisión de tribunales administrativos incentivó el judicialismo de la Corte Suprema[14], es decir, que se reconocía competente aplicando las reglas del derecho común para resolver los asuntos de Derecho público. Pero, además, la pretensión de que el TC despejaría razonablemente bien las disputas entre el Congreso y el Presidente no fue efectiva. De sus 16 sentencias, buena parte de ellas estuvo destinada a resolver las controversias sobre gasto público y la defensa de la iniciativa exclusiva, es decir, defender la vigencia del pacto constitucional de 1943 frente a las arremetidas del Congreso[15].
Tras el golpe los autores de la Constitución de 1980 escribieron contra ese pasado. Sólo así es posible entender la lectura de los originalistas de la Constitución de 1980. La opción deliberada por un modelo económico sin pretender simular neutralidad, un acotado sistema de derechos sociales, una garantía para la provisión privada de bienes públicos, una deliberada restricción a la actividad empresarial del Estado y una rígida estructura para el gasto y el endeudamiento público[16].
Lo anterior tiene distintas manifestaciones pero quizá la más evidente, como bien ha explicado recientemente Agüero, es que la libre competencia se transformó en un eje estructural de la política pública y la aplicación de sus reglas a la Administración del Estado, bajo un propósito intencionado de garantizar un orden institucional para controlar la actividad estatal en un contexto normativo constitucional de orden neoliberal, aunque las prácticas institucionales la han progresivamente moderado[17].
El diálogo abierto por el profesor Streeter, quien aborda en su estilo cada uno de estos aspectos, exige mirar el problema constitucional del régimen económico chileno teniendo en consideración las razones que explican la Constitución de 1980, que hunde sus raíces en las prácticas institucionales ocurridas bajo la Constitución de 1925, que los redactores del texto del 80 premeditadamente trataron de suprimir.
La ironía ha demostrado que, bajo su vigencia, otras prácticas institucionales nos han llevado a una adecuación de sus contenidos y, nuevamente, a un desborde de sus límites. Porque son las coyunturas las que definen los textos constitucionales y sus significados[18].
[1] Para estos efectos el texto utiliza la referencia al artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789.
[2] Sunstein, C (2018), Legal Reasoning and Political Conflict, second edition, Oxford University Press.
[3] El desarrollo más completa de la construcción nacional de Constitución Económica en el Derecho Chileno se encuentra en Guerrero Becar, J.L (2020). La Constitución Económica chilena. Bases para el cambio, segunda edición, DER ediciones.
[4] Gordillo Pérez, L.I (2018) “Constitución Económica, ordoliberalismo y Unión Europea. De un derecho económico nacional a uno europeo”, en Revista de Derecho UNED, (23), p. 253.
[5] La explicación sobre los alcances conceptuales entre nosotros lo ha estudiado Zúñiga Urbina, F (2015) Constitución económica y Estado empresario. Revista de Derecho Público, (63), Págs. 339-374. doi:10.5354/0719-5249.2015.36299
[6] Para sus alcances en la redacción de la Constitución Española de 1978, la explicación de Martín-Retortillo, S (1988) Derecho Administrativo Económico I, La Ley, resulta la más completa.
[7] Cane, P. (2016) Controlling Administrative Power. An Historical Comparison, Cambidge University Press, p. 3.
[8] Atria, F. (1997) Los peligros de la Constitución. La idea de igualdad en la jurisdicción en la legislación nacional, Cuadernos de análisis jurídico N° 36, Escuela de Derecho, Universidad Diego Portales, p. 21 y 22.
[9] Rüthers, B. (2020), La revolución secreta. Del Estado de derecho al Estado judicial. Un ensayo sobre Constitución y método,Madrid, Marcial Pons, p.77.
[10] El trabajo más destacado se encuentra en Faúndez, J (2011) Democratización, desarrollo y legalidad, Ediciones Universidad Diego Portales.
[11] De La Cruz, A (2019) Contraloría General de la República: ¿Jurisdicción contenciosa administrativa?, DER ediciones, p. 38.
[12] Ley Nº17.284, Diario Oficial de 23 de enero de 1970.
[13] Ley Nº17.398, Diario Oficial de 9 de enero de 1971.
[14] Pantoja, R, (2001) “Estudios preliminares: La jurisdicción contencioso – administrativa. Decisiones legislativas al año 2001”, en: La jurisdicción contenciosa – administrativa, Fundación Facultad de Derecho, Universidad de Chille.
[15] Silva Cimma, E, (1977) Tribunal Constitucional de Chile (1971 – 1973), Editorial Jurídica Venezolana.
[16] Guerrero (2020) p. 25 a 74.
[17] Agüero, F (2021). El Tribunal de la Libre Competencia como un contencioso administrativo. Tesis para optar al grado de Doctor en Derecho. Facultad de Derecho, Universidad de Chile, pp. 9 a 17.
[18] Thornhilll, C (2011) A Sociology of Constitutions. Constitutions and State Legitimacy in Historical – Sociological Perspective, Cambridge University Press, p. 13.
"Streeter termina destacando la importancia de la seguridad jurídica para el régimen económico y propone exigir el respecto a los precedentes. Tal exigencia, sin embargo, está destinada a fracasar sin una reforma profunda a la Corte Suprema. Con una Corte tan grande, con competencias tan amplias y una integración tan inestable como la nuestra, el respeto a los precedentes es prácticamente imposible".
Una medida cierta del éxito de una constitución es que logre sustraer ciertos asuntos de la política ordinaria. Si en vez de estabilizar dichos asuntos, las normas constitucionales pasan a ser objeto de la refriega política cotidiana, tenemos un signo indubitable de su fracaso. En tal caso la constitución carecerá de la legitimidad que requiere para dar un marco pacífico a la disputa política. Una constitución exitosa divide a la política en dos: constitucional y ordinaria. La primera se hace presente cuando discutimos una nueva constitución, como en el momento actual. Alcanzado el consenso que se plasma en la constitución, la política constitucional se retira y reaparece solo cuando determinadas circunstancias obligan a revisar dicho consenso.
La política constitucional se desenvuelve entonces bajo la siguiente máxima: su éxito depende de que se posterguen aquellas cuestiones que difícilmente generarán consenso duradero. En vez de resolver estas cuestiones, la constitución debe proveer de procedimientos para su posterior discusión y resolución. Esto supone tanto la capacidad para identificar dichas cuestiones, como la disposición a entregarlas a la política ordinaria. Y esto vale especialmente para aquellas cuestiones sobre las cuales pueda existir cierto consenso en el momento constitucional, pero que por su naturaleza están llamadas a convertirse en objeto de disputa política. Esto no es fácil cuando la política constitucional está desbordada por expectativas de toda índole, muchas de las cuales se refieren a las condiciones materiales de vida de los habitantes del país.
Resulta entonces particularmente urgente preguntarse qué debe establecer la constitución en la relación con el régimen económico, que determina como ningún otro dichas condiciones. Para responder esta pregunta se debe tener especialmente presente qué cuestiones deben resolverse en la constitución y cuáles deben dejarse a la política ordinaria. En otras palabras, la pregunta por los elementos ‹constitucionales› del régimen económico debe distinguirse cuidadosamente de aquella por los elementos ‹jurídicos› del mismo régimen.
Elementos Constitucionales del Régimen Económico de Jorge Streeter comienza con algunas reflexiones sobre la constitución. Este comienzo es un buen augurio de que el autor es consciente de la necesidad de distinguir entre lo que él denomina elementos ‹constitucionales› del régimen económico y elementos legales y reglamentarios del mismo. Este augurio parece confirmarse cuando Streeter destaca la limitada capacidad que una constitución tiene para producir una economía eficiente. En sus palabras, «la Constitución no determina, sino que indica un camino». El autor atribuye esto principalmente a dos factores. Primero, a que una economía eficiente no solo es el resultado de un adecuado marco legal, sino también de adecuadas políticas, tanto estatales como empresariales. Por otra parte, Streeter destaca que entre el texto de una ley y el derecho existe una distancia significativa que difícilmente puede ser acortada, pues un texto no puede ser aplicado sin ser interpretado y la experiencia enseñaría que no existe una sola respuesta correcta frente a las preguntas interpretativas. El autor destaca un problema adicional en el caso chileno: la inseguridad que este fenómeno genera podría y debería ser compensada mediante una jurisprudencia estable, pero hasta ahora nuestra cultura jurídica se ha negado a aceptar el respeto a los precedentes.
Con todo lo cierto que pueda haber en estos puntos, ellos señalan límites propios del derecho legislado en general más que límites específicos de la constitución. En consecuencia, ellos en definitiva no proveen el esperado parámetro que ayudaría a responder qué aspectos del régimen económico deben abordarse en la constitución y cuáles deben dejarse a la legislación ordinaria. Esto no significa que las propuestas de regulación concreta que hace Streeter estén mal encaminadas. Tan solo significa que el texto no provee una respuesta satisfactoria a la pregunta que está en el aire y que parece urgente responder: ¿por qué no más?
Al referirse a la regulación del régimen económico, Streeter se manifiesta partidario de lo que propone llamar un ‹régimen de mercado guiado›. Este sistema reconocería que si bien el mercado asigna eficientemente los recursos, en él solo participan los demandantes solventes. El Estado debiera por tanto asumir la tarea de asistir a las personas vulnerables que están excluidas de los mercados. Destaca en particular los mercados sectoriales de la salud, educación y vivienda. Es curioso que Streeter nada diga sobre la consagración de derechos económicos y sociales, que se encuentra en el centro del debate constitucional y sin duda se vincula con la responsabilidad del Estado frente a las personas vulnerables. Hay sin embargo en el texto algunas claves para pensar sobre dichos derechos.
Streeter destaca que en el sistema económico los recursos del Estado son limitados y susceptibles de usos alternativos, de manera que resulta «indispensable hacer elecciones». También enfatiza que un sistema económico «medianamente aceptable es también una cuestión de política». Todo ello sugiere que el autor asigna un papel limitado a derechos constitucionales de carácter económico social: quizás un horizonte normativo que oriente la responsabilidad estatal hacia las personas vulnerables, pero no una definición constitucional de las políticas específicas en los señalados mercados sectoriales[1].
Streeter sí se manifiesta explícitamente a favor de mantener la autonomía del Banco Central en los términos en que se la consagraba antes de la reforma introducida por la ley 21253, de 30 de agosto de 2020. Tiene para ello en consideración que el Banco sólo pudo cumplir adecuadamente su función desde que se le dotó de dicha autonomía. A favor de esta posición cabe agregar lo siguiente: esta es una cuestión particularmente susceptible de un consenso constitucional. El manejo de las políticas monetaria, crediticia y cambiaria es particularmente difícil para la política democrática ordinaria. Políticas con efectos positivos en el corto plazo pueden tener efectos devastadores en el mediano y largo plazos. Los ciclos de responsabilidad política (particularmente en el régimen presidencial) son de corto plazo, de manera que resultan inadecuados para fomentar políticas responsables en estas áreas. Esto es algo que todos podemos reconocer y que no afecta ni beneficia a ningún sector en particular. Tenemos en consecuencia muy buenas razones para sustraer dichas políticas del juego democrático ordinario, y esto es algo que la autonomía del Banco Central ha logrado de modo ejemplar.
A propósito del régimen del sector público, Streeter propone suprimir el recurso de protección. Las razones de su osada propuesta se pueden colegir de su segundo elemento: crear tribunales administrativos de plena jurisdicción. Streeter ve en el recurso de protección una mala justicia administrativa (en rigor, propone suprimir el recurso de protección «como vía para la revisión judicial de la discrecionalidad administrativa», dejando abierta la cuestión de si debiera mantenerse entre particulares).
El recurso de protección es considerado una pieza fundamental del derecho chileno. Poco importa aquí su ‹(i)legitimidad de origen›. Y claro, esto se comprende cuando se considera que proveyó un mecanismo para la revisión judicial de la acción administrativa donde casi ninguno existía. Pero si el recurso de protección se compara con una verdadera justicia contencioso administrativa, no cabe duda de que es un pésimo mecanismo. ¿Qué justicia es esa en que la Corte Suprema resuelve 20 ó más apelaciones de protección en una audiencia, sin siquiera oír abogados? Y esto no es en absoluto culpa de la Corte, sino del diseño del recurso. Si la Corte oyera alegatos, los recursos no podrían conocerse y fallarse en un tiempo razonable y toda la Corte vería atrasado el despacho de las causas. Es fácil aplaudir el recurso de protección señalando sentencias que coinciden con el personal sentido de justicia de quien celebra. Pero sin gran dificultad es posible señalar tantas otras sentencias de protección que no se conforman a derecho o que son derechamente injustas.
La propuesta de Streeter es interesante, pues elude el fantasma del mandato constitucional que manda crear una justicia administrativa y que queda sin cumplirse. Para ello propone que la constitución determine transitoriamente aquellos lugares en que habrá tribunales administrativos de primera y de segunda instancia. La función de los primeros sería desempeñada por el primer juzgado civil del lugar; la de los segundos, por la primera sala de la respectiva corte de apelaciones. Estos tribunales pasarían a atender exclusivamente estas causas.
Esta propuesta tiene una virtud colateral. La discusión acerca de los derechos económico-sociales está hoy oscurecida por el alcance del recurso de protección, que parece dividir los derechos en un grupo privilegiado («derechos garantizados») y otro postergado. Lo cierto es que el recurso de protección, en los hechos, no es un genuino mecanismo de amparo de derechos, sino una acción informal que se utiliza para múltiples propósitos. Y actualmente se utiliza, con éxito, tanto para impugnar acciones de la Administración como para demandar prestaciones estatales. En ambos casos el recurso de protección genera efectos disfuncionales. Mejor sería eliminar derechamente las acciones constitucionales, confiando al legislador el diseño de tribunales, acciones y procedimientos para reclamar de la arbitrariedad en las acciones y omisiones administrativas.
Streeter termina destacando la importancia de la seguridad jurídica para el régimen económico y propone exigir el respecto a los precedentes. Tal exigencia, sin embargo, está destinada a fracasar sin una reforma profunda a la Corte Suprema. Con una Corte tan grande, con competencias tan amplias y una integración tan inestable como la nuestra, el respeto a los precedentes es prácticamente imposible. Aquí hace falta una propuesta tan osada como la eliminación del recurso de protección.
[1] Quizás esté proyectando en el texto de Streeter mis propias ideas, que he defendido en «Para Pensar los Derechos Económico-Sociales».
"A la hora de resolver el grave déficit de seguridad jurídica que resiente la economía, una solución a considerar es constitucionalizar el principio de buena fe. Esto es, replicar para efectos de los particulares, lo que ya existe para el ámbito público con la presunción de constitucionalidad de la ley y la presunción de legalidad del acto administrativo".
Agradezco la gentil invitación del Centro de Competencia de la Universidad Adolfo Ibáñez y su director, el profesor Felipe Irarrázabal, para comentar el atractivo artículo del profesor Streeter que aborda y propone bases para el complejo vértice entre constitución y economía.
Se trata el que comento de un trabajo de gran profundidad, con trazos de historia, ciencia política, economía y derecho constitucional. En la disyuntiva de intentar un comentario general al esquema que propone el profesor o bien tomar alguno de los tópicos específicos aludidos por él, profundizando en este, optaré por este segundo camino.
En efecto, el esquema general de análisis propuesto me parece correcto, con pasajes sumamente coincidentes con lo que he sugerido en otros trabajos, como, por ejemplo, con lo reseñado por Streeter bajo el título de “El Régimen del Poder Público” y sus componentes. En ese apartado, el profesor incluye el necesario marco constitucional para el Estado Empresario, temática que hemos desarrollado en términos muy similares[1]. Y así sucede con varios otros pasajes de su trabajo, de atractivo ritmo para la lectura.
En consecuencia, me propongo tratar aquí en específico el asunto de la seguridad jurídica, propuesto por el profesor Streeter como parte de la conexión entre constitución y economía.
La seguridad jurídica constituye uno de los dos objetivos primigenios del derecho, junto a la justicia. Siendo entonces valor fundante de todo ordenamiento jurídico, estimo que hoy se encuentra lastimada en Chile, menospreciada y herida. Disposiciones recientes de rango legal, sumado a gobiernos de signos diferentes que se alternan en el poder con idearios políticos reformistas, todo unido a un creciente desprecio por los precedentes jurídicos, parlamentarios, administrativos y, en menor medida judiciales, están llevando a la seguridad jurídica a una grave crisis.
Don Jorge Streeter nos dice: “A la incertidumbre respecto de eventos y hechos futuros puede agregarse la falta de certeza que proviene de la aplicación del derecho en el tiempo por venir. Esa indeterminación tiene como efecto un no saber a que atenerse que conspira contra la inversión y la buena administración de la empresa, sus recursos y sus operaciones” (p. 21).
El profesor es acertadamente elocuente al describir la inseguridad jurídica. La falta de seguridad no consiste exclusivamente en la incertidumbre sobre si el derecho será o no aplicado, sino cuál derecho lo será, con qué sentido y alcance y con qué dirección, respecto de aquellos parámetros en que lo viene siendo en el pasado.
La potestad dictaminante del Contralor, que carece de fuente constitucional[2], tiene su origen en antiguos cuerpos legales[3] de la década de 1950[4], y se ha venido convirtiendo en los últimos diez años en uno de los elementos más disruptivos para la seguridad jurídica, la legítima confianza y los derechos adquiridos. Creada originalmente con el propósito de dotar a la Administración de un criterio uniforme en materias funcionarias -aplicación del Estatuto Administrativo en cuanto a sueldos, montepíos, feriados y otros análogos- ha devenido hoy en transformar al ente contralor en una especie de superregulador multisectorial, que bajo apercibimiento de sumarios se impone sobre la potestad reglamentaria, los contratos ya celebrados por particulares y los actos administrativos firmes que afectan a éstos últimos.
¿Cuál es el origen del disruptivo efecto de los dictámenes del Contralor? Para enumerar sólo algunos, lístense los siguientes: a) Carece de una competencia clara sobre las materias que le cabe dictaminar, extendiéndose por tanto y eventualmente a todas, sin distinción de detalles, asuntos técnicos o científicos propios de la Administración activa; b) Carece de procedimiento legal justo y racional previsto en una ley; b) Opera sólo entre Contralor y funcionario público, sin convocar ni emplazar a los destinatarios privados de los actos administrativos o contratos públicos sujetos a revisión o posible invalidación; c) Carece de oportunidad de aportación de pruebas; d) Emana de un órgano unipersonal -Contralor- falto de cuerpos colegiados asesores o co-decisores (como lo es un tribunal de segunda instancia u órganos administrativos de moderna concepción, e.g. la CMF); e) Ejerce, sin embargo, atribuciones intrínsecamente jurisdiccionales, ordenando usualmente la invalidación administrativa de actos firmes que han producido efectos y emitiendo juicios de aplicación del derecho propios de los tribunales; f) Carece, sin embargo, de una división clara de competencias con los tribunales ordinarios de justicia y los especiales, siendo en la práctica débil y vaga la prevista en el artículo 8º de la Ley N°10.336. Este precepto excluye a la Contraloría de informar sobre “asuntos propiamente jurisdiccionales” o que se encuentren en conocimiento de los tribunales, un intento de división de aguas que en la práctica no ha operado a niveles mínimamente satisfactorios por razones que en esta oportunidad sería lato describir. Por último, g) Carece de plazos de caducidad, de prescripción o de cualquier otra institución que consolide situaciones jurídicas o derechos, pudiendo sorprendentemente emitir dictámenes muchos años después del respectivo acto administrativo.
En un Estado que ha crecido hacia tamaños que eran impensados en 1980, en que ya existen 11 superintendencias -eran tres en 1981-, 24 ministerios –existían solo 16 en 1981- y toda clase de nuevos órganos públicos con competencias nuevas y amplias como el Sernac, una Administración en que su interacción con los particulares es intensa y cada vez más próxima, la falta de una definición clara del rol dictaminante de la Contraloría, compatible con el estado de derecho y la seguridad jurídica de los particulares, resulta un primer e ineludible asunto a abordar en el proceso constituyente.
La situación de grave precariedad en que quedan los derechos de quienes han confiado en la Administración, que recibieron permisos, autorizaciones, adjudicaciones o que suscribieron contratos, cuando la CGR dictamina a posteriori que el acto respectivo ha vulnerado la juridicidad, justifica una revisión completa de su rol en la materia. Recuérdese que la ley orgánica constitucional de la CGR es la única que no ha sido dictada bajo el imperio de la actual Constitución, de entre las 18 que ordena la Carta de 1980. Así, el órgano sigue rigiéndose por su estatuto legal orgánico que data de 1952, con mínimas modificaciones.
Una nueva constitución tendrá que abordar con mucha mayor claridad -como lo hizo la actual con la toma de razón- la existencia de la potestad dictaminante, quizá eliminándola y reemplazándola por otra clase de potestad, acotada a una intervención exclusivamente referida a aspectos funcionarios que no alcancen los derechos de terceros. Estos sólo pueden resultar afectados por las decisiones emanadas de los tribunales de justicia, previa tramitación de procedimientos justos y racionales, conforme a los principios universales de separación de poderes y de exclusividad de jurisdicción.
El profesor Streeter nuevamente acierta cuando sugiere que, para servir a la certeza jurídica, debe exigirse que “las potestades de los órganos del Estado y las modalidades de su ejercicio estén expresamente contempladas en la Constitución”.
Pues bien, ello no sucede con la facultad genérica de invalidar actos administrativos que llegó el año 2003 con la Ley N°19.880 (D.O 29/05/2003), y que autoriza a cualquier autoridad administrativa que haya emitido un acto, a invalidarlo ella misma, cuando estime que es contrario a derecho. La actuación unilateral de la misma autoridad que cometió el yerro jurídico, los requisitos excesivamente genéricos que exige el artículo 53 de la ley -dos años y audiencia del interesado- junto a la ausencia de límites expresos en ese precepto -los derechos adquiridos-, hacen de esta potestad una negación sorprendente de la seguridad jurídica.
Las invalidaciones niegan la certeza del derecho, la estabilidad, y el principio básico de la buena fe que proviene del derecho romano “nemo auditur turpitudinem propiam allegans” (nadie será escuchado en su propia torpeza). Si la propia autoridad equivocó sus pasos, no puede hacer pagar a terceros su propio error. Y la combinación entre dictámenes de CGR que ordenan al funcionario invalidar o reparar un acto que el ente contralor estima ilegal, y la existencia de este procedimiento, hacen que esta dudosa institución repugne a la certeza a la que alude Streeter.
El asunto podría resolverse explicitando en la ley aquello que siempre ha sido una barrera a las retractaciones, el que la invalidación administrativa tiene como límite la confianza legítima de los administrados en los actos de la autoridad, sus derechos adquiridos y las “situaciones jurídicas consolidadas”. Así lo reconocían los antiguos dictámenes de la Contraloría[5] y así también lo hace expresamente el artículo 61 de la Ley 19.880 para efectos de la revocación por razones de bien común, pero lo omitió para la invalidación, lo que ha llevado a la jurisprudencia a criterios vacilantes en este trascendental punto de justicia y certeza[6].
Con todo, y pese a vacilaciones de tribunales, la Corte Suprema ha adoptado el sano criterio de entender que una vez abierto un procedimiento de invalidación, no puede éste iniciarse con un resultado predeterminado, aún si así ha sido instruido por la CGR[7]. La autoridad administrativa debe resolver conforme al mérito del procedimiento, en el que estarán los descargos de los interesados.
Como sea, la nueva Constitución debe enfrentar este nudo crítico de inestabilidad jurídica para las decisiones económicas, enmarcándola en un principio superior de seguridad jurídica y buena fe de la forma que se explica más adelante.
Una nueva forma de deteriorar la seguridad jurídica y económica consiste en traicionar -al aplicar un precepto- la intención precisa y escrita del legislador estampada sobre él en las actas del Congreso. Cuando los parlamentarios le atribuyen un determinado sentido y alcance al aprobarlo, daña la credibilidad futura del derecho que nace, el que administrador o cortes se aparten nítidamente de él al emitir un acto o resolver una disputa. Es una traición al espíritu y la buena fe del proceso legislativo y alimenta la incertidumbre de su posterior operatividad. Un ejemplo de esta situación se observó en el caso “Postes”, del Tribunal Constitucional[8].
Este fenómeno, más explicable y hasta legítimo si el tiempo transcurrido entre aprobación y aplicación es largo -décadas-, se torna decepcionante si ello ocurre en breve tiempo desde la entrada en vigencia del precepto respectivo. Nos parece que la historia de la ley, otrora elemento determinante de interpretación, viene siendo minusvalorado crecientemente por la vía de desentenderse del espíritu con que el derecho ha sido creado.
Un proceso legislativo más profesional, dotado de órganos asesores de máximo nivel, aumentado el control ciudadano a Administración y tribunales, todo concebido desde la Constitución, hará más nítido el sentido y alcance que el legislador imprimió a cada precepto y ello contribuirá a honrar de mejor manera la certeza jurídica.
Un último foco histórico de inseguridad jurídica para la economía consiste en el desprecio tradicional por el precedente, administrativo y en menor medida, judicial.
En el plano administrativo, lo decíamos, la llegada sucesiva de gobiernos de signos distintos al que los antecede, con agendas de gobierno antagónicas a él, han dañado como nunca antes la deferencia al precedente. Derogaciones reglamentarias, retiros de actos administrativos de la Contraloría, invalidaciones administrativas, modificaciones reglamentarias a poco de promulgarse los textos iniciales, entre otros, se han sucedido en forma inédita durante los últimos diez años. Ejemplo reciente de este fenómeno, y de alta connotación pública, fue el vía crucis que hubo de recorrer el derecho a la objeción de conciencia institucional a obligación de asistencia médica para la interrupción del embarazo en el Tribunal Constitucional, Contraloría y sucesivos reglamentos del Ejecutivo[9].
Otro tanto puede decirse de los cambios repentinos en el criterio contralor, a veces causada por la llegada de titulares distintos a esa alta sede, y otras provenientes del mismo titular que vuelve sobre sus propios pasos.
La Corte Suprema aplicó un exigente y muy acertado test a los cambios faltos de motivación de los criterios del Contralor en la causa rol Nº 20.701, de 7 de octubre del 2020, “Coopeuch y otros con Contraloría General de la República”. Ahí el máximo tribunal, dejando sin efecto el dictamen Nº19.951, de 4 de junio de 2019, identificó una insalvable ausencia de explicaciones suficientes del órgano contralor sobre cuál es el precedente vigente en la CGR, sobre qué antecedentes nuevos que no estaban disponibles en ese momento harían necesario cambiar el criterio aplicado previamente y por qué, etc.
De esta breve explicación fluye que la constitución debe someter a los órganos del Estado a un trato respetuoso del precedente, como insumo esencial de las decisiones económicas.
A la hora de resolver el grave déficit de seguridad jurídica que resiente la economía, una solución a considerar es constitucionalizar el principio de buena fe. Esto es, replicar para efectos de los particulares, lo que ya existe para el ámbito público con la presunción de constitucionalidad de la ley y la presunción de legalidad del acto administrativo (art. 3º, ley 19.880).
Cicerón vinculaba la buena fe con la justicia, de la siguiente forma: “la buena fe, entendida como la fidelidad y sinceridad de los acuerdos, constituye el fundamento mismo de la justicia”[10].
La buena fe, entonces, no es un principio exclusivo del derecho privado. Así como el Código Civil construye toda su lógica sobre la buena fe y la autonomía de la voluntad, la Constitución exige al funcionario público honrar la probidad (artículo 8º) y reviste sus actos de validez. Pero se hace necesario construir un puente dogmático entre estos dos mundos, entre lo público y lo privado, cuyas tablas se soporten por el principio de buena fe.
La buena fe en esta dimensión pública consistiría entonces, en el deber de los órganos del Estado de estarse siempre a la validez de los actos y contratos otorgados por los particulares en la forma que ellos han sido otorgados, y los efectos de tales, tal como lo define el artículo 4º Bis del Código Tributario[11]. El compás jurídico inicial, la mirada potestativa estatal sobre los particulares será siempre entonces de deferencia, de respeto y no de sospecha, de valoración y no desprecio de lo obrado, lo que sólo puede ceder ante la prueba de la mala fe, ofrecida y sentenciada en un juicio ante un tribunal independiente.
Aceptar que el Estado inicie su mirada desde la presunción de mala fe hacia lo no estatal, repugna los principios democráticos de una sociedad sana. La mala fe es la excepción y deberá probarse en los casos que lo merezca, persuadiendo al juez respectivo.
La nueva Constitución deberá abordar entonces, impostergablemente, este vértice crucial para la economía. Al hacerlo, estaríamos siguiendo el camino de países como Alemania y Colombia, que han constitucionalizado el principio[12].
El artículo 83 de la Carta colombiana dispone explícitamente: “las actuaciones de los particulares y de las autoridades públicas deberán ceñirse a los postulados de la buena fe, la cual se presumirá en todas las actuaciones que aquellos adelanten ante éstas”.
Así entonces, un precepto constitucional como éste sería un enorme avance para la seguridad jurídica, puesto que ratificaría la estabilidad y presunción de regularidad que reviste la infinidad de actos privados que nutren diariamente el curso de la economía.
[1] Fermandois Vöhringer, Arturo (2006): “Derecho Constitucional Económico, Tomo I” (Ediciones UC, Santiago, 2°ed.).
[2] La genérica fuente que se invoca en los dictámenes de la CGR para respaldar la potestad dictaminante es el artículo 98 inciso primero de la Constitución, especificamente el pasaje que se le atribuye la función de ejercer “…el control de la legalidad de los actos de la Administración”. Sin embargo, esta sola frase no puede tenerse por suficiente titulo habilitante para una institución de la envergadura que ostenta dicha potestad. Los argumentos para rechazarla son varios, entre ellos, las constancias en la Comisión de Estudios de la Nueva Constitución (CENC) en sentido de excluir a la Contraloría de esta clase de verdaderos juzgamientos jurisdiccionales (Comisionado Ortúzar en Acta Oficial de la CENC, sesión N°319, de fecha 04/10/1977, p. 38). Como tambien, la frase del mismo artículo 98, en que la Carta Fundamental vincula el control de la legalidad únicamente con el mecanismo de toma de razón (“en el ejercicion de la función de control de la legalidad, el Contralor tomará razón (…)”).
[3] La Ley N°10.336, de 1952, contiene una fuente legal tan amplia como peligrosa para esta potestad, al facultar al Contralor dictaminar obligatoriamente sobre cualquier asunto relacionado “con el funcionamiento de los servicios públicos que constituyen la Administración Civil del Estado, para los efectos de la correcta aplicación de las leyes y reglamentos que los rigen” (art. 8vo).
[4] Ley Orgánica Constitucional N°10.336 de Organización y Atribuciones de la Contraloría General de la Pública (D.O 29/05/1952).
[5] Las nuevos dictámenes de Contraloría suelen afirmar que un acto administrativo ilegal no genera derechos, negando así la tradición de décadas de respeto a las situaciones jurídicas consolidades que tuvo el mismo órgano contralor. Sin embargo, olvida esta afirmación que es el mismo funcionario público forzado a la invalidación quién ha emitido primeramente el acto y el que ha apreciado su legalidad, alimentando la confianza del administrado. Ante esta refutación, se suele replicar en estrados -en defensa de la CGR- que tal o cual particular se encontraba de mala fe, sin probar ni ofrecer pruebas de tal afirmación, inviertiendo impropiamente el principio general del derecho de la buen a fe.
[6] Un ejemplo jurisprudencial relativamente reciente fue la Sentencia de la Corte Suprema en el caso “Mall Barón” rol N°15.561-2017 de 27 de diciembre de 2017, en la que se decidió dejar sin efecto el permiso de edificación del mall en Valparaíso; en el mismo sentido sentencia Corte Suprema causa “Edificio Botero” rol N°49.726-2016 de 2 de octubre de 2017; ver también: CS rol N°5980-2017 (18/12/2017) y CS rol N°6029-2017(27/02/2018). En contrario, la sentencia de la Corte Suprema, Tercera Sala, rol N°1853-2005 de 31 de mayo de 2005, conocida como “Caso Celco” constituye un valioso precedente en defensa de la seguridad jurídica, al dejar sin efecto el Dictamen N°20.477 de 2003 de la Contraloría, afirmando que los órganos del Estado no pueden invalidar ni revocar actos administrativos cuando estos han creado derechos para los particulares, so pena de vulnerar el citado principio universal de derecho.
[7] Ver caso “Parque Pumpin”: Corte de Apelaciones de Valparaíso Rol Nº2116-2017 y Nº2.992-2017, ambas de fecha 17 de abril de 2020.
[8] STC rol N°2069-2011 de 31 de julio de 2012.
[9] STC Rol N°3.729, de 27 de agosto de 2017, el derecho a objetar la realización de las prestaciones abortivas fue extendida también a las instituciones. Protocolos: En cumplimiento de lo dispuesto en el art. 119ter de la Ley N°21.030 se elaboraron sucesivos protocolos: (i) Primer Protocolo, Pdta Michele Bachelet por Resolución Exenta 61, 22-1-2018, numeral IV.2, excluyo a las instituciones de salud privadas que hubieren celebrado convenios con el MINSAL con objeto de prestaciones de obstetricia y ginecología; (ii) Segundo Protocolo: Resolución Exenta 434, marzo de 2018, que hizo extensivo el derecho a los establecimientos de salud privados sin distinción; (iii) Tercer Protocolo, DS Reglamentario N°67, de 29-6-2018 (Pdte. Piñera, publicado 23/10/2018). Reglamento dictado después del Dictamen N°11.781 de 2018 de la CGR, el cual concluyó que no se ajustaba a derecho la resolución exenta N°432 de 2018 del MINSAL. Así, se dictó un nuevo protocolo que repuso el texto original de la Pdta. Bachelet, en el que se especificaba que la objeción de conciencia sólo podrían ejercerla instituciones privadas, siempre y cuando no hubiesen suscrito convenios de salud regulados en el DFL N°36, de 1980, del MINSAL, o a las que, habiéndolos suscrito, no contemplaren prestaciones de obstetricia y ginecología. Luego, se presentaron requerimientos de inconstitucionalidad en contra del art. 13 del DS N°67 del MINSAL (por el cual el Pdte. aprobó el reglamento final sobre objeción de conciencia institucional), acumulados bajo el rol N°5562. La causa fue acogida por el TC el 18 de enero de 2019, dejando sin efecto la exclusión.
[10] “De Officiis”, 1,7,23. Traducción de González Méndez, Amelia (2001): “Buena fe y derecho tributario” (Marcial Pons, Madrid) p.22.
[11] Código Tributario, artículo 4º Bis: “El Servicio deberá reconocer la buena fe de los contribuyentes. La buena fe en materia tributaria supone reconocer los efectos que se desprendan de los actos o negocios jurídicos o de un conjunto o serie de ellos, según la forma en que estos se hayan celebrado por los contribuyentes”.
[12] La literatura también incluye a Alemania entre los países cuyo ordenamiento constitucional recoge implícitamente el principio de buena fe, el que se deriva de la cláusula del estado de derecho. Herrera Molina, Pedro y Chico de la Cuadra, Pablo (1998): “El Principio de Buena Fe en Derecho Tributario”, en Revista de Derecho Tributario Latinoamericano, Nº5, p. 91.
"No parece aconsejable restablecer el debate de los denominados tribunales contencioso administrativos, que constituyó una norma programática de la Carta de 1925. Es indudable que el recurso de protección (tal como ocurre con los amparos iberoamericanos) ha constituido una vía eficiente y eficaz para restablecer el imperio del derecho".
En un futuro texto constitucional, como muy bien expresa el profesor Streeter, deben establecerse los principios generales que conforman lo que se ha denominado en doctrina “La Constitución Económica” o las normas referidas al “Orden Público Económico”.
Las garantías de la libertad son parte esencial del texto constitucional como se expresa y concuerdo con la idea que deberían contenerse conceptos más bien generales, que deberían ser desarrollados después por el legislador y reglamento, materializando así las políticas públicas.
Por lo mismo, es muy cierto lo afirmado en cuanto a que la Carta Fundamental debe fijar un “camino”, disposiciones que obviamente deben ser interpretadas, especialmente por los jueces al resolver los conflictos de aplicación normativa en un caso concreto.
En ese sentido, más que consagrar un sistema económico específico (una economía social de mercado) debería incluirse las bases generales que deberían orientar las futuras políticas públicas, gozando de cierta esfera de libertad en consideración a las respectivas políticas gubernamentales que se implementen.
En este punto, no debe olvidarse que la Constitución de 1925 fue un texto más bien de carácter “neutro”, que permitió el desarrollo de diversos modelos de “planificación” (liberal, comunitario o centralmente planificado, como los categoriza Mario Góngora).
En cambio, la Carta de 1980 ciertamente es heredera de tiempos de la guerra fría y, por lo mismo, como consecuencia de las experiencias vividas en la década del 70, vigorizó especialmente el derecho de propiedad, garantía que es inviolable desde los primeros textos constitucionales. Aquí ciertamente se observa -como bien se anota- una evidente desconfianza respecto del rol del legislador como de los propios jueces.
Ahora bien, como se sabe, la actual normativa constitucional, en primer lugar, aseguró un nuevo derecho como es el “derecho a la propiedad”. Así, existe libre apropiabilidad de los bienes, salvo los bienes comunes y los nacionales de uso público. De esta manera, se consagra una amplia y fortalecida libertad, impidiendo el establecimiento de obstáculos abusivos o excesivos -sea legislativos o administrativos- para adquirir todo tipo de propiedades.
En segundo lugar, se ampara el derecho de propiedad, en sus diversas especies sobre toda clase de bienes corporales e incorporales. Esto último, supone la propiedad sobre todo tipo de derechos y acciones. La jurisprudencia lo ha extendido a cualquier beneficio de carácter patrimonial. Ello también importa limitaciones en relación a la retroactividad de las leyes, amparando los derechos adquiridos.
En tercer lugar, en el ámbito de las limitaciones a la propiedad, se consagra la función social de la misma, siguiendo la reforma constitucional de 1967. De esta manera, sólo la ley puede restringir la misma en consideración a circunstancias tales como el interés general de la nación, la seguridad nacional, utilidad pública, salubridad pública y conservación del patrimonio ambiental; conceptos que podrían ser calificados como “nociones confusas” en palabras del Profesor Streeter.
En tal sentido, es evidente que ciertas limitaciones pueden afectar severamente el derecho de propiedad y, por lo mismo, debería especificarse que también dan derecho a indemnización, lo que ha sido reconocido por la doctrina y jurisprudencia. Cierta doctrina habla incluso de las “regulaciones expropiatorias”.
Sobre el punto, el Tribunal Constitucional ha señalado que -en todo caso- siempre deben ser mesuradas y razonables, proporcionadas y no especialmente gravosas; a lo que debe añadirse que no importen privaciones o afecten el núcleo esencial del derecho.
En cuarto lugar, la Carta Fundamental establece que el único mecanismo válido para privar del derecho de propiedad o de sus atributos esenciales es la expropiación. Se le otorga siempre al expropiado el derecho a ser indemnizado por el daño patrimonial y a reclamar judicialmente. No se divisan sí razones para no incluir también el daño moral, que en algunos casos puede ser muy relevante. A falta de acuerdo, la indemnización deberá ser siempre pagada al contado, evitando pagos a plazo inapropiados. No debemos olvidar que el Pacto de San José de Costa Rica asegura también el derecho a una indemnización justa.
Finalmente, se contempla la propiedad minera, en una redacción similar a la reforma de 1971, consagrando el dominio patrimonial de todas las sustancias mineras. Y, en materia de aguas, se refuerza la idea de la propiedad sobre los “derechos” de aprovechamiento. Esto última ha sido objeto de críticas, por algunos, pero corresponde sea desarrollado por el legislador.
En suma, cualquier nuevo estatuto del derecho de propiedad no debería olvidar los principios señalados y su jurisprudencia, que han otorgado certeza jurídica a los particulares y han limitado el actuar arbitrario y abusivo de la administración, como lo destaca precisamente el profesor Streeter.
Pero adicionalmente deben destacarse tres derechos que se encuentran íntimamente ligados con el respeto a la propiedad.
En materia tributaria, la Carta Fundamental alude a un conjunto de principios que son aplicables a los tributos. De acuerdo al principio de legalidad, los elementos esenciales de los tributos deben estar indicados en una norma de jerarquía legal. A su vez, los tributos deben aplicarse de manera igualitaria. En tercer lugar, se prohíben los tributos manifiestamente desproporcionados o injustos, lo que constituye una novedad constitucional. A lo que debe agregarse que los tributos no deberán tener un fin específico.
A su vez, como concreción de la igualdad ante la ley, se establece la igualdad en el trato económico, autorizando sólo a la ley a establecer beneficios o subsidios, evitando el arbitrio administrativo.
Probablemente el tema más debatido será el del Estado empresario. En efecto, junto con asegurarse la libertad económica, se limita la actuación del Estado empresario siempre que una ley (de quorum) lo autorice y sujetándose a la normativa aplicable a los particulares.
Finalmente, un aspecto en el que disiento es el referido a los mecanismos impugnatorios respecto de actos administrativos abusivos e ilegales. No parece aconsejable restablecer el debate de los denominados tribunales contencioso administrativos, que constituyó una norma programática de la Carta de 1925. Es indudable que el recurso de protección (tal como ocurre con los amparos iberoamericanos) ha constituido una vía eficiente y eficaz para restablecer el imperio del derecho. Incluso, respecto de derechos sociales no tutelados, se ha recurrido a la vía indirecta de protección a través de otros derechos, especialmente la igualdad ante la ley y el derecho de propiedad.
"Para que se regulen bien los mercados, entonces, la nueva Constitución deberá conservar, en calidad de virtud, la inclusión de ciertos conceptos de textura abierta en lo económico; conceptos que lejos de ser criticables por su ambigüedad, constituyen las verdaderas válvulas de equilibrio entre aquella esencial seguridad jurídica de la que nos habla el profesor Streeter, con la debida ductilidad que debe caracterizar a la Constitución para pervivir; pues seguridad no es sinónimo de rigidez. Y la permanencia requiere de flexibilidad".
La seguridad jurídica es una dimensión ontológica del Derecho, su fin a priori, al cual todo otro fin queda funcionalmente supeditado. Un Derecho que no implique en su esencia la intención pragmática de una cierta ideal seguridad, no es, propiamente, Derecho (Streeter, 2021).
[E]l tenor literal –sea de la Declaración, de una ley o de la misma Constitución– puede ser comprendido, interpretado y aplicado de diversas formas y es frecuente que así ocurra (Streeter, 2021).
En el contexto de la discusión de una nueva Constitución, la pregunta acerca de cómo combinar seguridad jurídica con la necesaria ductilidad interna que debe permitir la misma Constitución, para evolucionar conforme a las exigencias de la vida social y, así, regir de manera más estable en el tiempo, sin perder certeza, se hace esencial. Entre tantas otras materias, la invitación que nos hace el profesor Jorge Streeter a pensar los elementos económicos fundamentales de una nueva Constitución, insinúa cómo equilibrar, siempre con humanidad, estos valores de seguridad y ductilidad jurídica. Las palabras que siguen buscan aportar ciertos elementos a esa discusión. Presenté algunas de ellas en las Jornadas de Reflexión de las Profesoras de Derecho Constitucional, en 2014[1].
La llamada Constitución Económica, entendida normalmente como el núcleo de lo económico contemplado en la Constitución Política, se encuentra fundada esencialmente en términos de “textura abierta”, que requieren de una interpretación sustantiva para dotarlos de contenido concreto. Si tomamos como ejemplos los conceptos de los artículos fundantes en lo económico de la actual Constitución, en las “Bases de la Institucionalidad” y en la revisión de las garantías constitucionales en lo económico, nos encontraremos con conceptos tales como “orden público”, “discriminación arbitraria”, “intereses generales de la Nación”, “función social de la propiedad”, “utilidad pública”, “patrimonio ambiental”, “bien común”, “igualdad de oportunidades”, “adecuada autonomía”, entre otros. Todos ellos son conceptos abiertos, entregados a la comprensión de quien interpreta. Para cumplir con las exigencias constitucionales, deberá dotarse a esa comprensión –la que podrá ser distinta de caso en caso- de una adecuada fundamentación. Así lo ha entendido el Tribunal Constitucional (a título meramente ejemplar, la Sentencia del Tribunal Constitucional recaída en causa Rol 506-06, de fecha 6 de marzo de 2007).
El concepto mismo de “orden público económico”, piedra angular de la llamada Constitución Económica, y que muchos identifican incluso como el contenido fundamental del núcleo económico de la Constitución, tiene la característica de ser de textura abierta y, por tanto, de admitir interpretaciones diversas. Así lo pone en evidencia el profesor Streeter (2021). Mientras Raúl Varela (1941) lo definió como el “[c]onjunto de medidas y reglas legales que dirigen la economía, organizando la producción y la distribución de las riquezas, en armonía con los intereses de la sociedad”; Arturo Fermandois (2001), lo conceptualizó como el “[a]decuado modo de relación de todos los diversos elementos de naturaleza económica presentes en la sociedad, que permita a todos los agentes económicos, en la mayor medida de lo posible y en un marco subsidiario, el disfrute de sus garantías constitucionales de naturaleza económica de forma tal de contribuir al bien común y a la plena realización de la persona humana”.
Como lo decía hace ya décadas Streeter (1985), cuando nos enseñaba con brillante dedicación Derecho Económico en la Universidad de Chile, el mismo concepto de orden público económico admite interpretaciones distintas y hasta contradictorias. Se le puede considerar como uno funcional, que entrega su ejecución e interpretación de tiempo en tiempo a los propios órganos de la administración del Estado dependiendo de sus objetivos de política pública (en una mirada probablemente más cercana a la de Varela), o uno material, destinado a imponer límites en su actuación a los mismos órganos de la administración del Estado en base a ciertos criterios sustantivos constitucionalmente asentados (el de Fermandois o Cea, 1998). El mismo concepto, entonces, puede ser usado con fines potencialmente opuestos. Y esto es relevante cuando la Corte Suprema sistemáticamente sigue utilizando el concepto de orden público económico para fundamentar diversidad de sentencias en materias tan diferentes como la decisión de casos de libre competencia, de amparo económicos, o propios de lo que sería el contencioso administrativo.
La regulación económica en los últimos años ha ido migrando hacia una mayor regulación (guía, en palabras del profesor Streeter) de los mercados y una creciente limitación de derechos económicos, en materias tan distintas como el medio ambiente, los derechos de los accionistas minoritarios o la libre competencia, por nombrar algunas ramas del derecho, entre varias. Una posible explicación de lo que ha venido sucediendo es que, habiéndose apoyado el Congreso, y luego los tribunales, en los mismos conceptos de textura abierta de la Constitución Económica, haya reinterpretado el concepto de orden público económico y criterios tales como los de “discriminación arbitraria”, “intereses generales de la Nación”, “función social de la propiedad”, “utilidad pública”, “patrimonio ambiental”, “bien común”, “igualdad de oportunidades”, “adecuada autonomía”.
Y ello es entendible. Cuando analizamos el origen de la Constitución Económica y las razones que se tuvieron a la vista para su diseño, encontramos que ella –en una mirada de origen- se basó en una serie de paradigmas que estructuran sus preceptos, según se deriva de la lectura de las actas de la Comisión de Nueva Constitución. Esos paradigmas fueron los propios del liberalismo económico decimonónico: (i) la asunción de mercados sin fallas, y por lo tanto ausentes de problemas de oferta, demanda, asimetrías de información o costos de transacción; (ii) modelos de mercados construidos en base a los paradigmas de bienes de consumo (incluyendo como bienes de consumo a bienes tales como la educación, salud o pensiones); (iii) el entendimiento del administrado, esencialmente como consumidor y además en una dimensión de homo economicus o perfecto estadístico, dotado de plena racionalidad (con lo que aquello tiene de sobre representación al omitir de la comprensión del ser humano sus restricciones de racionalidad, su incapacidad de procesar toda la información y sus sesgos, entre otros; y al mismo tiempo con lo que tiene de sub representación de su dimensión ética, social o de sus intereses altruistas).
A más de 40 años de esa Constitución redactada en base a esos paradigmas, Chile ha mostrado un crecimiento notable, logrando incrementar su PIB per capita desde USD $2.680 en 1980 a USD$ 27.058 en 2020. Pero al mismo tiempo, en materia de distribución de las riquezas nos encontramos todavía en una dolorosa deuda. El coeficiente Gini nos muestra que el modelo económico y las premisas que sirvieron de base para nuestra Constitución Económica, han sido exitosos en la generación de riquezas, pero muy poco acertados a la hora de repartirlas. La situación de inequidad en la distribución del ingreso, junto a la dificultad de acceso a bienes públicos de calidad, como la salud, educación o pensiones para un grupo importante de la población (sobre lo cual vuelve una y otra vez el profesor Streeter), han permeado la deliberación democrática, en sus distintas vertientes, que ha ido reflejando los valores progresivos de la población en estas materias.
Ello ha ido de la mano con que varios de los paradigmas originarios de nuestra Constitución Económica se hayan puesto en entredicho, por la evolución de la literatura económica (v.gr. corrientes como las de la economía del comportamiento en representantes como Kahneman (2011), Ariely (2008), Tahler y Sunstein (2008)), que han combinado el estudio de la economía con el de la sicología y las neurociencias, revelando cómo el funcionamiento de las decisiones de los seres humanos resulta mucho más compleja que aquel que asumían los modelos de la economía neoclásica); pero también por la observación práctica del desempeño de los mercados en sociedades más complejas como lo es la del Chile de hoy. Las traumáticas crisis financieras que golpearon al mundo en la primera década del presente siglo, la crisis social que vivimos en 2019 y la actual pandemia que nos golpea, han puesto en evidencia la fragilidad del sistema económico imperante y las consecuencias que pueden traer aparejados los vacíos que le afectan. El diagnóstico ha sido que los mercados no han estado a la altura de la desregulación, y que los supuestos sobre los cuales se estudiaron los mercados por años, no se han reflejado en la realidad. Ilustradoras en este sentido fueron las palabras de Greenspan (2014), ex director de la FED durante el período de la explosión de la crisis económica de 2008 en los Estados Unidos, cuando, comentando un libro que escribió (“El Mapa y el Territorio”), señaló “[e]l período completo puso de cabeza mi visión de cómo funcionaba el mundo, los modelos fallaron cuando más los necesitábamos y el fracaso era generalizado”.
En ese sentido, a 40 años de la actual Constitución, se ha afianzado la idea de que: (i) los mercados no son perfectos, pues a menudo presentan fallas o externalidades (problemas de monopolios naturales, de asignación de recursos comunes, de acceso a bienes públicos, de externalidades negativas como las de contaminación o congestión o de externalidades de red); (ii) existen importantes asimetrías de información que afectan a la gran mayoría de los mercados, que distan de ser perfectamente transparentes; (iii) las personas no cuentan con una racionalidad perfecta para obtener la información, procesarla y adoptar decisiones perfectamente fundadas (limitaciones de orden cognitivo, carácter puramente teórico del buen estadístico, existencia de sesgos y otros problemas asociados a la racionalidad imperfecta de las personas), no siendo los modelos necesariamente buenos predictores del comportamiento humano particularmente cuando los mercados enfrentan ciclos de crisis; (iv) los contratos no son fáciles de evaluar ni de aplicar (existencia de costos de transacción); y, (v) las posiciones relativas de las partes no se encuentran necesariamente en pie de igualdad (pues en mercados masivos con pocos oferentes, la desigualdad de posiciones negociadoras ha pasado a ser más bien el estándar).
Por otra parte, se debe reconocer que existe la provisión de bienes públicos, en los que resulta al menos discutible que la regulación deba proveer mecanismos económicos de exclusión. Cuando se trata de bienes esenciales para el desarrollo de las sociedades, en los que las lógicas de rivalidad y exclusión no son las mismas que las de los bienes de consumo, debe entenderse que su provisión no necesariamente responde a lógicas de mercado; que a su respecto no es nada evidente mirar y tratar a las personas como meras consumidoras; y que en esos casos, debiera primar el rol de los valores de la colaboración, solidaridad, inclusión, altruismo y desarrollo de capacidades (Nussbaum, 2000). En esos casos, pareciera ser necesario rescatar nuestro sentido de lo colectivo, en tanto República y la vuelta a valores más clásicos de la democracia, independientemente de su dimensión económica.
Todo lo que se ha dicho ayuda a evidenciar la necesidad de tomar en consideración nuevos enfoques multidisciplinarios que, incluyendo al derecho como una de sus partes, ofrezcan mejores perspectivas y un mayor acercamiento a la realidad social y permitan una más adecuada interpretación de la Constitución que se dicte, en base a sus mismos conceptos de textura abierta, en miras a dictar regulaciones económicas que mejor satisfagan, en equilibrio, los distintos valores jurídicos en juego, en el contexto de formas más complejas de actuación. En palabras de Javier Barnes (2013), la: “[p]olítica regulatoria es considerada hoy día el ‘tercer brazo’ del Estado junto con la política fiscal y monetaria. Hacemos con ello referencia a una nueva disciplina basada en la ciencia política, la historia, la economía y el Derecho”. Luego, […] “[l]as estrategias regulatorias son muchas y variadas –expresión del arte de la mezcla- (…). Regular bien no es ya dictar normas inteligentes y ponderadas sino organizar estas nuevas formas más complejas de actuación”.
Para que se regulen bien los mercados, entonces, la nueva Constitución deberá conservar, en calidad de virtud, la inclusión de ciertos conceptos de textura abierta en lo económico; conceptos que lejos de ser criticables por su ambigüedad, constituyen las verdaderas válvulas de equilibrio entre aquella esencial seguridad jurídica de la que nos habla el profesor Streeter, con la debida ductilidad que debe caracterizar a la Constitución para pervivir; pues seguridad no es sinónimo de rigidez. Y la permanencia requiere de flexibilidad.
Ahora bien, dado que la interpretación de estos conceptos abiertos quedará entregada a los tribunales de justicia, y dado por lo tanto que en gran medida pesará sobre sus hombros el mantener esta ductilidad dentro de rangos de seguridad, será indispensable exigir el máximo rigor al razonamiento jurídico que justifique las decisiones de esos tribunales, la mayor calidad a nuestra doctrina jurídica en su rol de evaluar esas sentencias, así como será deseable acoger la sana propuesta del profesor Streeter (2021) relativa a avanzar en nuestro país en las instituciones de la deferencia y de los precedentes; y con ello, la consiguiente mayor carga argumentativa que nacerá en caso de alteración del contenido de una previa decisión jurisprudencial. En palabras del profesor Streeter: “La deferencia y el respeto a los precedentes, especialmente en temas constitucionales, dan una aceptable estabilidad que es compatible con las exigencias del estado de derecho”.
[1] En, “Constitución económica en contextos evolutivos: El rol de los operadores del derecho. Nuevas voces, nuevos ámbitos (Discurso inaugural del Seminario: La Constitución Económica)”.
"Concuerdo plenamente con estas ideas del profesor Streeter, en particular con su crítica a las doctrinas y categorías fantasmales del derecho chileno, entre las cuales destaca la subsidiariedad. Es de notar que la subsidiariedad ha mantenido su embrujo en parte de la doctrina constitucional chilena, aunque paradojalmente no aparece en el texto principal de la Constitución vigente".
Con gran alegría he aceptado la invitación a comentar el trabajo “Elementos Constitucionales del Régimen Económico” del profesor Jorge Streeter Prieto, que contiene valiosas indicaciones para el proceso constituyente que vive nuestra patria. Mi evaluación de su trabajo no puedo ser neutral, porque no puedo separarme de mi admiración y afecto por el profesor Streeter. En mis tiempos de estudiante recibí sus lecciones en su curso de Derecho Económico en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Luego, en mi ejercicio profesional, me beneficié de su guía profunda y original en las cuestiones más difíciles. Y en estos tiempos más recientes participo con el profesor Streeter de un intercambio académico que se enriquece por su generosidad y que siempre se agradece.
El texto del profesor Jorge Streeter comprende un texto principal que contiene diversas secciones numeradas que son: I. La Constitución; II. El Texto Constitucional, su inteligencia y aplicación; III. La Constitución no determina, sino que indica un camino; IV Constitución: Política y Derecho; V Una Prevención; VI. El Régimen Económico (1. El mercado asignador; 2. Más allá de la oferta y la demanda) VII. Qué comprende un régimen económico; VIII Elementos del régimen económico constitucional (El régimen del poder estatal y el Banco Central de Chile, sus operaciones y sus atribuciones; La revisión de los actos de la administración; Cuestiones de coherencia en el texto constitucional; El tema internacional; la seguridad jurídica).
A este texto principal se agregan cuatro apéndices. El primero lleva como título, El Estado al servicio de la persona humana. El segundo apéndice se titula Seguridad Jurídica y el tercero no lleva título, pero se refiere a la cuestión de la Organización Económica. El cuarto apéndice y final tampoco lleva título, pero está dedicado al tema de la legislación. En estos apéndices hay referencias muy directas a las materias constitucionales y la verdad, deben leerse en forma integrada con el texto principal.
Mis comentarios tomarán algunos de estos elementos que se explican en el trabajo y en ningún caso pretenden ser exhaustivos.
El profesor Streeter en su texto principal comienza con una explicación acerca de los elementos constitucionales del régimen económico, con un epígrafe que invoca el artículo XVI de la Declaración de los Derechos del hombre y el ciudadano que exige la separación de poderes como condición necesaria de toda Constitución. Según el profesor Streeter toda Constitución debe ser un texto escrito, debe ser norma suprema en su conocimiento y aplicación y debe contener los atributos del poder y las garantías de la libertad.
Estas exigencias se combinan en forma paradojal con la realidad de la divergencia, la disidencia y la controversia constitucional, cuestión que es de la mayor importancia y en la que se explaya el profesor Streeter a la luz de una serie de valiosas ilustraciones que comparan el régimen de la propiedad en Chile y Francia, advirtiendo sus principales diferencias. Este reconocimiento de la controversia constitucional como elemento consustancial al proceso constituyente y que seguirá al periodo de vigencia de la nueva carta fundamental es ya un primer aporte que es digno de destacar. El profesor Streeter llega a decir que estas controversias constitucionales se “padecen” pero en ningún caso pueden ignorarse y más bien debieran tenerse muy en cuenta al momento de pensar una nueva Constitución en Chile. La salida a esta dificultad, como es de anticipar, el profesor Streeter la encuentra en la filosofía antigua, en la idea de que la Constitución no determina un resultado, sino indica una guía un sendero o procedimiento que debemos transitar ante la desavenencia constitucional. Esta explicación filosófica se combina con la observación de derecho comparado que reconoce en la doctrina del precedente un modo de creación del derecho fundado en las decisiones previas que sirven de forma para enfrentar el futuro mirando los aspectos rescatables (inteligibles) del pasado.
La Constitución que propone el profesor Jorge Streeter se debe escribir con libertad, considerando las razones y las emociones que constituyen el pasado de nuestra patria y dejando para el futuro un espacio abierto que admita el cambio. La nueva Constitución debe abrirse a lo imprevisto de lo político, que es lo propio del gobierno libre, republicano y democrático donde persona o grupo alguno de personas puede anticiparse a todas las cuestiones que pueden presentarse en el futuro[1]. Traducido al lenguaje de hoy, la propuesta de Jorge Streeter advierte que la Constitución bien ordenada no es una hoja totalmente en blanco porque ya debe contener las experiencias de los precedentes racionales y emocionales del pasado. Tampoco puede pretenderse que la Constitución llegue a ser completada de una vez para siempre. Toda Constitución debe admitir la posibilidad del cambio y lo imprevisto, que es lo propio de lo político cuando se organiza en torno a la libertad.
Estas ideas tan sensatas se refuerzan en la sección “Constitución: Política y Derecho”, donde se anuncia que la carta fundamental surge como obra política y luego se convierte en derecho. Como si esto fuese poco, Jorge Streeter nos dice que el contenido de las disposiciones constitucionales supone una textura abierta que debe mantenerse dentro de un cierto rango de indeterminación, para no afectar la eficiencia del régimen económico. Agrega que hay una tensión latente entre lo político y lo jurídico en toda Constitución.
Y al constatar esta tensión, el profesor Streeter anuncia otro elemento de gran valor para el proceso constitucional y que resume así: “Hay virtudes en ser concreto, escueto, tan claro y preciso como fuese posible; apartarse de términos doctrinarios (como el de subsidiariedad) de estándares y conceptos difusos o indeterminados.” Esta idea de evitar la inflación en la locuacidad constitucional está ilustrada también con la equivocada híper regulación del dominio en la Constitución chilena, que se critica al compararla con las Constituciones contemporáneas de Weimar de 1919, Francia 1958 y España 1978. Jorge Streeter declara al concluir esta sección que: “el estado de derecho -hasta donde es factible su realización- no se fortalece por la mera extensión de los textos, sino por su sensata y mesurada inteligencia y aplicación”. Concuerdo plenamente con estas ideas del profesor Streeter, en particular con su crítica a las doctrinas y categorías fantasmales del derecho chileno, entre las cuales destaca la subsidiariedad. Es de notar que la subsidiariedad ha mantenido su embrujo en parte de la doctrina constitucional chilena, aunque paradojalmente no aparece en el texto principal de la Constitución vigente, salvo por la mención controvertida y tardía del artículo transitorio referido al Tribunal Penal Internacional.
En la sección siguiente, Jorge Streeter trata la cuestión del régimen económico, caracterizando los sistemas económicos actuales como sistemas de intercambio, división del trabajo, especialización y la ley no escrita pero siempre vigente que dispone que los recursos son escasos y las necesidades múltiples. Lo anterior también implica como corolario que los recursos del Estado son escasos. El profesor Streeter reconoce un rol habitual y generalizado del mercado eficaz y competitivo para asignar los recursos en Chile, sin embargo advierte, citando a Wilhelm Roepke, que el mercado supone un nivel de integración social y moral y un cierto componente de regulación estatal que lo ordena y organiza.
En esta ordenación y organización consiste el régimen económico que Jorge Streeter describe como formado por normas referidas a los siguientes temas: El régimen de las personas (la elección de la actividad económica y sus reglas), el régimen de los bienes (la facultad o libertad de adquirirlos y la tutela de las cosas ya incorporadas al patrimonio) y el régimen del poder público (que incluye: a. el Estado como sujeto económico que comprende sus ingresos fiscales, sus egresos o gastos y la recaudación, el presupuesto y las inversiones públicas; b. el Estado empresario; c. el fomento de ciertas actividades productivas; d. actividades de programación y coordinación a nivel nacional regional o sectorial; y e. restricciones, del tipo limitaciones y obligaciones al ejercicio de potestades legislativas o de regulación o normativas respecto de terceros). Este esquema de análisis propuesto por el profesor Streeter es de gran utilidad porque permite ordenar los contenidos constitucionales y eventualmente resolver si algunas de estas cuestiones deben entregarse al legislador y no ser resueltas a nivel constitucional.
Estas normas, según las explicaciones de Gerard Farjat y Georges Ripert, en la doctrina chilena se han denominado “orden público económico”, pero la evaluación y la crítica certera del profesor Streeter de esta categoría doctrinaria no se hace esperar y dice al respecto: “La denominación (orden público económico) llama a error porque la historia muestra a saciedad que no hay un solo orden público económico, sino que conocemos varios, a veces incluso de signo contrario, pero que coexisten en el tiempo creando desconcierto, incoherencia, ineficiencia y abusos”. Así, junto con su crítica de la subsidiariedad, esta observación sobre el concepto del orden publico económico muestra una reflexión profunda y refleja que en el orden constitucional debemos evitar el uso de estas categorías, idea que desde un tiempo a esta parte comparto con el maestro Streeter[2].
El texto principal tiene varias referencias a la historia chilena y quizá la que llama la atención con más fuerza es aquella en que Jorge Streeter dice: “Si en la sociedad los conglomerados principales de mayor connotación se dejan coger por la fiebre de crecer en todas las direcciones y ponen como su principalísima finalidad la obtención de beneficios (en ocasiones, a cualquier costo) sin dar importancia a su situación en la comunidad las cosas se deterioran para todos. Me parece que algo así ocurrió en Chile desde el inicio de las privatizaciones en 1974 hasta las crisis bancarias de 1967/77, 1981 y 1983. Especialmente grave fue esta última; sus efectos fueron dramáticos haciendo a la nación un daño enorme. Tanto el Estado –incluyendo sus organismos de súper vigilancia y control- cuanto los principales actores de la economía privada fracasaron en forma estrepitosa”. Esta afirmación, tan dura como verdadera, no parece tener una propuesta específica que la recoja, pero es la que sirve de antesala a la especificación sobre el régimen económico constitucional que propone el profesor Jorge Streeter.
En la forma concreta en que se expresan los elementos del régimen económico constitucional se encuentran verdaderas propuestas de disposiciones que combinan normas ya vigentes o que son parte de nuestro régimen constitucional anterior a 1990 con nuevas reglas de una manera que es muy virtuosa en cuanto a su carácter astringente y por su claridad y certeza, lo que facilita su inteligencia y aplicación. Entre ellas hay materias propias de lo que hoy se conoce con el nombre de bases de la institucionalidad; otras referidas a las potestades públicas estatales; de las materias propias de ley del Banco Central. En la propuesta el profesor Jorge Steeter propone eliminar referencias al Consejo de Seguridad Nacional y las leyes orgánicas constitucionales, lo que también parece razonable, al menos en cuanto a su actual formulación.
Y quizá la gran propuesta orgánica del profesor Streeter es rescatar la idea de una justicia de lo contencioso administrativo para Chile, que, como sabemos, quedó pendiente en la Constitución de 1925. Esta propuesta supone restringir la Acción de Protección y reorganizar las potestades de los tribunales chilenos y parece del todo conveniente a la luz de resguardar a la ciudadanía chilena de los abusos del Estado. La propuesta de Jorge Streeter incluye una provisoria de organización de los tribunales administrativos que yo complementaría con la organización del Tribunal Constitucional, para que tenga competencia en estas materias a nivel superior, lo que supone aumentar sus integrantes hasta 21 y reorganizar sus salas.
Entre las advertencias finales de las excelente y valiosa contribución que nos hace el profesor Streeter está la idea de buscar la coherencia y armonía en el texto Constitucional y considerar también que los tratados internacionales suscritos por Chile, en muchos casos han dado un trato preferente a los inversionistas extranjeros. Esta sección termina con un excurso sobre la seguridad jurídica que por cierto rememora las famosas explicaciones del filósofo Jorge Millas sobre esta cuestión tan significativa y algunos profundos estudios del derecho francés.
Hay muchas más cosas que destacar en este trabajo y al terminar estos comentarios quiero hacer notar que en los apéndices se propone una forma de comprender las potestades públicas en torno a la idea de servicio, que nos recuerda la noción de Leon Duguit. Pensemos en la frase de hondo significado que expresa el profesor Jorge Streeter en uno de sus apéndices y que viene a unir su visión constitucional y política, con el derecho y también con un conocimiento profundo de la historia chilena que dice: “Dejemos a un lado la subsidiariedad; si bien le pareció natural a Jaime Guzmán E. y a Eduardo Soto K. invocarla, se trata de un concepto que es ajeno a nuestra manera de entender y de hacer las cosas, por lo menos desde el gobierno de Aguirre Cerda.”
Es sabido que el humo anuncia el fuego. Es sabido que el humo nubla la vista y no nos deja respirar. Entre tanto humo constitucional y constituyente y tanto auto denominado constitucionalista que vemos hoy en día en Chile, la propuesta del profesor Jorge Streeter adquiere mayor valor. Es que se trata de puro fuego constitucional del bueno, del que abraza y funde y da lustre y certeza a nuestras mejores ideas y prácticas. Este fuego que emana de los elementos constitucionales de Jorge Streeter puede iluminarnos en la noche y calentarnos en esos días de sinsabores y conflictos que seguramente existirán en nuestra futura Sexta Republica chilena. Por eso al gran profesor Jorge Streeter una vez más, por su valioso aporte se le agradece.
[1] Ver De Republica. De Legibus Cicerón, Cambridge y Londres, Loeb Classical Library, 2000, p.111-112
[2] Ver del autor de este comentario Principios constitucionales del Estado Empresario, Revista de Derecho Público, 2000, V.62, pp.48-65.
"Si bien Streeter no incluye algunos de los elementos que contiene el actual texto constitucional (como la igualdad en las cargas públicas y la no discriminación en materia económica), ni tampoco un principio de subsidiariedad como el que le ha imputado interpretativamente la doctrina, la propuesta de Streeter sigue en parte la orientación de la constitución económica de 1980, al incluir varias normas a favor del libre mercado ..."
En el texto “Elementos Constitucionales del Régimen Económico” el destacado profesor Jorge Streeter plantea su visión acerca de cuál debe ser la relación entre la (nueva) Constitución y la economía. En este comentario me gustaría abordar algunas ideas acerca del concepto de constitución económica para luego referirme a la Constitución económica de 1980, la comprensión de Streeter de los derechos sociales y su propuesta de regulación en la nueva constitución.
El concepto de constitución económica es usado para denominar al conjunto de normas constitucionales que se refieren al régimen económico de un país. Este concepto es relativamente nuevo, ya que la idea de que la constitución debe regular y establecer los aspectos básicos de la economía surge recién a principios del siglo XX, y con mayor fuerza durante la segunda mitad del siglo XX.
Esto no significa que con anterioridad a este proceso de regulación constitucional las constituciones fueran completamente neutrales al régimen económico. En alguna medida, el silencio que las primeras constituciones guardaban en relación a la economía se debe a la hegemonía social, cultural y política de la economía de libre mercado. El carácter hegemónico de ese modelo hizo innecesario atrincherar en la constitución ese modelo (Couso 2017). Por otra parte, puede sostenerse que desde su origen el constitucionalismo siempre tuvo un contenido económico, a través de la protección del derecho de propiedad privada y una comprensión de la libertad entendida especialmente en su dimensión económica (como libertad de emprendimiento y libertad de contratación). No es difícil afirmar que el constitucionalismo no solo va a la par con el surgimiento del capitalismo, sino que sirve a su consolidación: el derecho constitucional de propiedad privada es un derecho que no solo se extiende a los bienes de consumo, sino que también a la tierra y a los medios de producción.
Es como resultado de las críticas al capitalismo del laissez-faire y a la aparición del socialismo y comunismo como una alternativa no solo teórica, sino que real y existente, que muchas constituciones asumen un compromiso con la articulación de un orden económico sensible al bienestar de los ciudadanos, a través de la inclusión de derechos sociales y laborales y/o mandatos dirigidos al Estado para que actúe en la economía buscando un desarrollo sustentable que alcance a todos. Décadas más tarde, el colapso de la Unión Soviética llevaría a los países del ex bloque soviético a atrincherar en sus nuevas constituciones los aspectos básicos de la economía de mercado. La globalización y la importancia que a través de ellas han ganado las instituciones financieras internacionales llevaría a muchos países a consagrar a nivel constitucional normas relativas a la política fiscal y monetaria. Es así como, durante el siglo XX, la gran mayoría de las constituciones incorporarían normas de diversa índole relativas al régimen económico. Hoy en día la mayor parte de las constituciones contienen normas relacionadas con la economía.
En esta materia el caso chileno es interesante por varias razones. Sin embargo, el profesor Streeter omite referirse a la constitución económica de 1980. Si bien el enfoque de Streeter es normativo (y no descriptivo), es importante entender cuáles son los rasgos centrales de la constitución de 1980 en materia económica para luego preguntarse si estos determinaron la política democrática en algún sentido específico.
Hasta la Constitución de 1980, las constituciones chilenas mantuvieron un relativo silencio en materia económica. Si bien las constituciones anteriores consagraban el derecho de propiedad y la Constitución de 1925 por primera vez consagra derechos sociales, el contraste de ellas con la Constitución de 1980 es evidente: esta contiene un sinnúmero normas económicas que hasta antes de 1980 no existían. Así, la Constitución de 1980 regula aspectos básicos de la tributación y las cargas públicas (art. 19 N° 20); aspectos de la política monetaria (art. 108 y 109), la protección de los grupos intermedios (art. 1), el principio de no discriminación en materia económica (19 N° 22), la libertad de emprendimiento (19 N° 21). Si uno se detiene exclusivamente en el texto constitucional, puede sostenerse que la Constitución de 1980 no es una constitución mínima, ni tampoco neutral o abierta, sino que se asemeja a una constitución orientada al libre mercado. Esta orientación es identificada desde temprano por un grupo de constitucionalistas contrarios a la dictadura (el Grupo de los 24), quienes señalaban que “la nueva Constitución se define clara y tajantemente por un orden económico determinado, que persigue como ideal y con el cual se identifica: el capitalismo individualista de libre mercado. Esto se manifiesta, principalmente, en la fuerte protección a los derechos individuales de carácter económico y en el desconocimiento del rol del Estado y de las organizaciones sociales en materia económica”.
Sin embargo, la Constitución de 1980 va incluso más allá si uno atiende a la interpretación que se ha hecho de las normas económicas antes referidas: la doctrina tradicional, hegemónica al menos durante los primeros veinte años desde la llegada de la democracia, derivó de ellas un principio de subsidiariedad que fue entendido por ésta en base a una dicotomía entre mercado y Estado, y como un mandato de no intervención por parte del Estado en el caso de que existiera emprendimiento privado. A la luz de esta interpretación el principio de subsidiariedad no fue visto como una tercera posibilidad, frente a liberalismo del laissez faire y el socialismo, como se suele entender en el derecho comparado, sino que fue reducido precisamente hacia uno de esos extremos: el neoliberal. Así, pese a que la constitución de 1980 no consagra expresamente en su texto el principio de subsidiariedad, la doctrina lo derivó a través de una interpretación originalista y teleológica de las normas de la constitución.
El ámbito donde ha sido más evidente la operación del principio de subsidiariedad como principio neoliberal es con respecto a los derechos sociales: a la luz de este principio los derechos sociales se entienden como derechos a prestaciones focalizadas que atienden principalmente a personas de bajos ingresos, en contraste a las personas de ingresos medios y altos, que pueden satisfacer sus necesidades básicas adquiriéndolas en el mercado. Llama la atención que la visión de los derechos sociales de Streeter, de carácter asistencialista, pareciera no ser muy distinta. Para Streeter los derechos sociales se dirigen a “quien no es demandante solvente respecto de bienes y servicios de primerísima necesidad… Esa asistencia es la más clara afirmación de que hay, respecto de ciertas personas y en relación a ciertos bienes, un más allá de la oferta y la demanda” (el subrayado es mío). Para Streeter, entonces, los derechos sociales se entienden como derechos a que el Estado provea de prestaciones básicas a quienes no pueden acceder a ellas pagando (a quienes no son “demandantes solventes”). Bajo esta comprensión los derechos sociales solo tienen la función de aliviar las consecuencias más brutales de la pobreza (como es dejar sin acceso a educación a quienes no pueden pagar nada significativo por ella), mas no asegurar iguales oportunidades de desarrollo a todos, ni igual dignidad. Esta forma de entender los derechos sociales ha consolidado dos Chiles: el de los que se atienden en clínicas, van a colegios y cotizan en APV y el de los que van a hospitales, escuelas y tienen pensiones solidarias. Es en parte esta desigualdad la que ha sido con fuerza cuestionada por la ciudadanía con el estallido social de octubre de 2019, y es una de las cuestiones que si bien la nueva constitución no podrá modificar inmediatamente (porque se trata de estructuras sociales y sistemas de provisión), sí debe sentar las bases para que la política democrática se haga cargo de ella.
Por otra parte, la visión de Streeter acerca de cuál debe ser la relación de la constitución y economía no es mínima (como lo eran las constituciones hasta antes de la expansión de las normas constitucionales a materias económicas) ni tampoco “abierta” (es decir, que no especifica modelos económicos, ampliando el ámbito de la política democrática). Si bien Streeter no incluye algunos de los elementos que contiene el actual texto constitucional (como la igualdad en las cargas públicas y la no discriminación en materia económica), ni tampoco un principio de subsidiariedad como el que le ha imputado interpretativamente la doctrina, la propuesta de Streeter sigue en parte la orientación de la constitución económica de 1980, al incluir varias normas a favor del libre mercado (además de la consagración del derecho de propiedad privada): Streeter propone reconocer la libertad de empresa, los aspectos básicos de la política monetaria, la sujeción de la actividad empresarial del Estado al derecho privado, el derecho de propiedad sobre las concesiones mineras y de aguas, y, como vimos, una comprensión asistencialista de los derechos sociales. Uno podría seguir acá, como ideal normativo, la crítica que hiciera el grupo de los 24 constitucionalista a la Constitución económica de 1980, quienes señalaron que “una Constitución Política no debe identificarse con determinada política económica. Mientras aquella es permanente, esta última es necesariamente transitoria, sujeta a los requerimientos siempre cambiantes de las circunstancias históricas y a la voluntad mayoritaria del pueblo”.