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Allá por el 2015 la idea sonaba bien. El precio de los medicamentos ha sido y es un tema sensible, ciudadano. Las municipalidades, quienes tienen contacto cercano con sus vecinos, entendieron el mensaje -y la necesidad- y se les ocurrió una solución que se percibía genial: tener farmacias populares para vender remedios baratos.
No faltaron los pesimistas. Esos tecnócratas -que se han ido depreciando por los nuevos aires que soplan-, insistieron en esa mala costumbre de angustiarse por los detalles y por la viabilidad en el largo plazo. Aguafiestas y poco visionarios. Dijeron que “hay mucha política en esto”, que la farmacia popular “va a tener una vida corta”. Incluso un especialista se preguntó, me imagino con un dejo de cinismo: “¿Va a ser sustentable en el tiempo o estamos engañándonos, armando una maquinaria que responde al incentivo político inmediato?”. (La Tercera, 11/07/16).
La idea prendió y se materializó en una asociación variopinta de municipalidades que actualmente llegan a casi 100, cuyas farmacias populares no tienen que pagar impuestos de primera categoría. Pero no quedó ahí. ¿Por qué restringirse sólo a las farmacias? Surgieron -y siguen surgiendo- ideas sobre empresas municipales. Librerías Populares. Ferreterías Populares. Empresas Constructoras Populares. Supermercados populares. Y ahora: Balones de Gas Populares. El cielo es el límite.
Al menos en la versión de este viernes -cuestión que podría cambiar en estos días- uno de los candidatos presidenciales propone la creación de empresas municipales o entre municipios “para proveer productos, bienes y servicios que representan derechos sociales”. Da ejemplos: servicios de acceso a electricidad, agua e internet. También incluye mayores subsidios fiscales a las “inmobiliarias populares”, y el financiamiento para farmacias populares. Así se podría “devolver el carácter público” de estos bienes y servicios que hoy en día son otorgados por privados. Tampoco suena mal. ¿O no? De lejos, al menos.
Pongámonos ahora más acuciosos.
La economía de mercado es una sofisticada forma de organización social en beneficio de los consumidores que supone dos grandes actores. Por un lado, las empresas privadas que buscan su propio lucro proveyendo de bienes y servicios a la sociedad, pero debiendo respetar las leyes y la ética. Por otro, la autoridad que regula la actividad de los privados y sanciona a quienes se porten mal, por ejemplo, si se coluden o abusan de su poder de mercado. Este sistema permite utilizar recursos escasos de manera eficiente y producir bienes y servicios al menor precio y de la mejor calidad.
Así las cosas, el sistema descansa en la contraposición de estas dos fuerzas y es necesario que ambas gocen de buena salud. Las empresas pueden hacer trampa -y darle la espalda a la economía de mercado, como se ha visto en ciertos casos de los últimos años-, pero también la trampa puede venir del Estado, y dejarse capturar por intereses mezquinos de los que lo operan. Sin duda, nos alejamos de este virtuosismo si las empresas -en especial los grupos económicos- intentan capturar al Estado (capitalismo clientelista) o si el Estado trata de incursionar en la producción de la mayor cantidad de bienes y servicios, en reemplazo de los privados.
La cancha de la competencia debe ser pareja. Igual para todos. La competencia debe ser dura entre las empresas competidoras, encaminada a lograr eficiencias legítimas y no prebendas o regulaciones que favorezcan a unos u otros.
Si el Estado se focaliza en la producción de bienes y servicios -en vez de arreglar las fallas que encuentre en mercados específicos, para lo cual requiere de autoridades empoderadas- empieza a concentrar más y más poder y se va diluyendo este natural check and balance. La tentación está a la vuelta de la esquina: beneficiar a las empresas estatales por sobre las privadas, con alguno de los múltiples instrumentos con que cuenta el Estado. Si eso ocurre, el mercado se empieza a desertificar, se va perdiendo la diversidad y podemos desembocar, aunque no lo queramos -la pendiente es resbaladiza- en una economía centralmente planificada. Por otro lado, el Estado usualmente carece de sofisticación en asuntos logísticos -algo que naturalmente han perfeccionado las empresas privadas- y dedicarse a empresario trae un evidente costo alternativo.
¿Alguien cree, de verdad, que las Municipalidades están preparadas para emprender exitosamente excursiones empresariales, sin que eso los desconcentre de lo que deben hacer (y que hacen a medias)?
Este entusiasmo estatista no puede mermar el principio de la neutralidad competitiva y debe estarse alerta al riesgo de que los bienintencionados subsidios, ayudas estatales, privilegios de financiamiento, exenciones tributarias y normativas y protecciones ad hoc no terminen, en el largo plazo, siendo peor que lo que se quiere arreglar.
Por cierto, esto no impide que el Estado, en casos específicos y luego de un análisis riguroso, decida incursionar en alguna determinada área productiva. Si lo hace, debe ser quirúrgico y sujeto a un estricto control, según dan cuentas las experiencias regulatorias de Estados Unidos y Europa. Este entusiasmo estatista no puede mermar el principio de la neutralidad competitiva y debe estarse alerta al riesgo de que los bienintencionados subsidios, ayudas estatales, privilegios de financiamiento, exenciones tributarias y normativas y protecciones ad hoc no terminen, en el largo plazo, siendo peor que lo que se quiere arreglar, acompañados de ineficiencia y corrupción.
Según el país del norte, los privilegios e inmunidades deben estar limitadas por ley, circunscribirse su alcance, precisar el mecanismo de control y su duración, evitando en todo momento entregarle privilegios a la empresa estatal. Para el viejo continente, las ayudas estatales no pueden llegar a distorsionar los mercados y deben ser constantemente revisados por la autoridad. Una canción similar tararea la OECD.
Pongámonos ahora más serios.
Volviendo al experimento de las farmacias populares en Chile, las demandas de liquidación forzosa y las recientes investigaciones penales por estafa, giro doloso de cheques y cohecho, con supuestas exigencias de donaciones y bonificaciones a partidos políticos (El Mercurio, 1/12/21), debieran hacernos reflexionar sobre la sanidad y viabilidad de las incursiones estatales en la economía, mal diseñadas y sin apego a los estándares comparados.
El Estado no debiera descuidar sus roles esenciales e insustituibles, sobre los cuales hay mucho por mejorar: regulador y guardián de la competencia.
Publicado originalmente en El Mercurio, 5 de diciembre de 2021, Economía y Negocios.