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Fue el mismísimo Andrés Bello, -ese venezolano residente por años en Londres, que modeló al Chile independiente-, quien agregó el concepto de la circulación de los bienes en su mensaje al Código Civil. Casi un siglo y medio después, la Constitución cristalizó esa idea en el derecho a adquirir toda clase de bienes que estén dentro del comercio humano y el derecho a desarrollar actividades económicas que no estén prohibidas.
Ese concepto es decisivo porque permite que la economía sea vibrante, no se estanque ni fosilice, y los bienes vayan circulando de mano en mano por quienes más los valoren. Con la fluidez de la sangre que recorre un ser vivo. Ahí, el derecho -los huesos, si se quiere- cumple un rol esencial, afiatándose con la economía, y entregando estructura y certeza.
La idea de un bien se puede percibir, desde la distancia, con relativa facilidad. La de un derecho, en cambio, requiere más imaginación. Por cierto, el asunto del valor de los bienes y derechos es algo, incluso para un observador distraído, de suyo fluctuante.
Si es así con ellos, mayor razón si hablamos de patrimonios. Lo próspero, por múltiples razones (propias o ajenas) puede mutar a insolvencia. Al revés también: se puede pasar de la insignificancia económica a la gloria, en relativo poco tiempo. Estas fluctuaciones están tendiendo a aumentar por el impacto de la economía digital, en donde pequeñas empresas pueden escalar sus negocios rápidamente y, -derribando a gigantes paquidérmicos-, convertirse en unicornios.
Nadie sensato desconoce que Chile ha experimentado un impresionante desarrollo económico desde los noventa. Basta darse una vuelta por nuestro continente o conversar con los adultos mayores para percibir ese salto. Pero no somos, como tampoco lo son los otros países del orbe, un paraíso en la tierra. Hay mucho por mejorar en derechos sociales, como la salud, educación y pensiones, y también hay, por cierto, desafíos en la distribución de la riqueza.
En ese contexto, es interesante indagar cuáles han sido los mayores patrimonios en nuestro país a partir del siglo XIX y si es cierto o no que ha habido efectivamente circulación, como proponía Bello.
Un punto de partida para buscar una respuesta lo podemos encontrar en el libro de Francisco Javier González y Jon Martínez sobre “Familias Empresarias y Desarrollo Económico en la Historia de Chile”, publicado el 2019.
Según una nota de Benjamín Vicuña Mackenna, aparecida en El Mercurio del año 1882, las mayores fortunas en Chile provenían de la familia Edwards, con su negocio principal en la banca. Luego venía Lambert y los Cousiño, en minería. También se mencionan a Brown, Matte, Irarrázaval y Subercaseaux, siendo sólo uno de ellos principalmente hacendado, lo que refleja la industrialización de la economía y el abandono al período colonial agrario.
De acuerdo a Mariano Martínez, a fines del siglo XIX, las mayores empresas industriales de Santiago estaban mayoritariamente en manos de inmigrantes, tales como Kupfer, Klein, Puissant, Raab, Bash, Youlton, Walker, Geppi, Heitmann, Dahl, Lecannelier, Girardin, Muzard y Moder.
Con el giro de nuestro país hacia una economía más estatista, a partir de los años 30, los naipes nuevamente se barajaron. Ricardo Lagos, en su citada memoria de grado, sacó la foto a los mayores grupos económicos a fines de los cincuenta, que se concentraban en la banca. Ahí aparecen los Alessandri, Matte y Salinas y Fabres en el Banco Sudamericano, siguen los Edwards con su banco, la familia Braun, García Vela del Banco Español, Furman, Pollack y Lamas del Banco Continental y Yarur, Said e Hirmas con el BCI y Panamericano.
A fines de los sesenta, según Garretón y Cisternas, el ranking lo lidera Edwards, Matte, Yarur, Said, Hirmas y Sumar, pero aparecen -y en puestos destacados-, los Vial, Larraín, Claro, Menéndez, Angelini, Briones, Ibáñez y Luksic. Una década después, el escenario cambia, y quien aparece liderando es el grupo Cruzat-Larraín junto al BHC de Vial. Sube Angelini y Luksic. Se mantiene Yarur y Said. Y se agregan Ábalos, Hochschild, Lepe, Piquer, Lehman, Mustakis, Briones, Schiess y Sáenz.
En sintonía con esta película de movilidad, la foto el 2012 es distinta. Los primeros lugares ahora son para los Luksic y Angelini. Matte se mantiene, pero no aparecen ni los Edwards ni los Cousiño. Surgen nuevos nombres, entre otros, Paulmann, Solari, Cúneo, Del Rio, Cueto, Von Appen, Saieh, Fernández León, Hurtado, Vial, Délano, Lavín, Calderón, Marín y Guilisasti.
Basta mirar estas listas para arribar a las mismas conclusiones de los autores. En las últimas décadas de Chile, ha cambiado mucho el mapa de las familias empresarias. Han surgido nuevas que han desplazado a otras. Sólo las menos se han mantenido, como los Matte, Yarur y Said. Pero la gran mayoría de las actualmente existentes -que a su vez ha experimentado un proceso de internacionalización- son relativamente nuevas y se encuentran en la segunda generación.
Quizás este dinamismo económico -que se evidencia en nuestro país al menos desde el siglo XIX-, explica por qué no tiene raigambre esa odiosa distinción entre old money y new money, tan usual entre los anglosajones y tan bien reflejada en el Gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald.
«Esta fluidez, -que dificulta adivinar cuáles serán las grandes fortunas que surjan en 20 años más-, es bienvenida y refleja, en cierta medida, una economía en algo vibrante y competitiva.»
Esta fluidez, -que dificulta adivinar cuáles serán las grandes fortunas que surjan en 20 años más-, es bienvenida y refleja, en cierta medida, una economía en algo vibrante y competitiva, en donde los innovadores entrantes debieran ir desplazando, cada vez en plazos más acotados y bajo la mirada de la autoridad, a los incumbentes ineficientes y poco innovadores, bajo un espiral de destrucción creativa que asegura el perfeccionamiento continuo de la economía de mercado.
Publicado originalmente en El Mercurio, 2 de enero de 2022, Economía y Negocios.