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Las leyes de competencia son esenciales para las economías de mercado. Si los países deciden liberalizar sus economías -como ocurrió en Chile desde fines de los 70-, y darle mayor espacio al emprendimiento privado en la provisión de bienes y servicios, entonces se debe contar con una potente y estricta ley de competencia.
Esa ley debe tener una orgánica precisa que le permita al Estado hablar fuerte -y claro- porque ni la moral de la clase empresarial ni su autorregulación son suficientes para contener la pulsión natural a actuar de espaldas al rigor que exige una economía de mercado.
Uno quisiera y esperaría que este pilar de la sociedad -la carta magna de la libertad económica- fuese perfectamente monolítico. Puro y casto. Claro, sino clarísimo. Sujeto a reglas precisas sobre lo que se puede o no hacer. Que estén escritas en piedra y que no admitan rendijas ni poros que den pie a interpretaciones tortuosas y odiosas.
Sin embargo, eso no es así, y el profesor de competencia de la Universidad de Oxford, Ariel Ezrachi, se encarga de aquilatar esa quimera de claridad y pureza en su paper “Sponge” publicado en el Journal of Antitrust Enforcement del año 2016.
Ezrachi sugiere que la regulación de competencia es una esponja, o sea, una suave, porosa y liviana sustancia absorbente, que puede ser impregnada por variadas y diversas políticas públicas, y que está conectada a los valores y contextos de cada país.
Así, por ejemplo, la Unión Europea establece como objetivos del derecho de competencia asuntos tan variados como la promoción de la eficiencia, el bienestar del consumidor, la protección de la estructura del mercado, la libertad económica, y como si lo anterior no fuese poco, la integración de los mercados.
En el año 1992 la Comisión Europea estableció que “competition policy cannot be pursued in isolation, as an end in itself, without reference to the legal, economic, political and social context”, lo que años después fue refrendado y sintetizado por la Comisionada Vestager así: “Competition is not a lonely portafolio”.
En Estados Unidos de América, el país pionero en el derecho de competencia, el foco -hasta ahora- ha estado en proteger el bienestar de los consumidores. Sus leyes nada dicen explícitamente sobre qué es lo protegido, pero a partir de la década del 70, la autoridad administrativa y sus tribunales se fueron focalizando en aumentar el bienestar de los consumidores, siguiendo los lineamientos de la Escuela de Chicago.
Incluso el influyente profesor de Yale, Robert Bork, en su citado libro “The Antitrust Paradox”, reconstruye la historia de las leyes de competencia estadounidenses, en línea con la tesis de un foco en el bienestar de los consumidores, algo que ha sido posteriormente controvertido por historiadores del derecho de competencia.
Por su parte, Ezrachi -luego de dudar de la supuesta uniformidad monolítica de “bienestar de consumidores” e incluso de “eficiencia”- apunta a las áreas de excepción de la normativa de competencia en el país del norte. Esas excepciones, que han sido el resultado de lobbies exitosos y que limitan el campo de acción del derecho de competencia, van desde la agricultura, seguros, ciertos productos de exportación e incluso ligas de baseball.
Si fuese cierto -como nos declara el profesor de Oxford- que el derecho de competencia está constituido bajo una elasticidad analítica (más que una pureza analítica, como se nos puede tratar de vender), entonces sería necesario buscar y encontrar las orillas que contienen la absorción de esa esponja.
Ahí Ezrachi introduce el concepto de “membrana”, que sería un tejido que rodea a la esponja de la libre competencia, y que filtra ciertas sustancias. Esa membrana estaría construida por la ciencia económica, que, junto a la necesidad de predictibilidad – entregada por el derecho en su sana obsesión por hacer administrables las reglas- limitarían esta capacidad casi infinita de absorción de una esponja.
Sin esos límites, se arriesga a caer en la instrumentalización del derecho de competencia, un botín por cierto atractivo por las drásticas sanciones que permite imponer ante una infracción.
Respecto a Chile habría que partir por reconocer que la plasticidad del derecho de competencia descansa en el concepto de “libre competencia”, que aparece mencionado -cual mantra- nada menos que 6 veces en nuestra ley, en el esencial artículo 3 del DL 211.
Ese concepto -la libre competencia- requiere ser escudriñado a fondo para conocer su verdadero alcance y sentido y no parece disparatado partir por la historia fidedigna de su establecimiento, como bien nos aconseja Andrés Bello en su artículo 19 del Código Civil.
De hecho, el proyecto de ley presentado por el ejecutivo que derivó en la Ley 19.911 de 2003 arrancaba con un artículo primero con el siguiente texto: “La presente ley tiene por objeto defender la libre competencia en los mercados, como medio para desarrollar y preservar el derecho a participar en las actividades económicas, promover la eficiencia y, por esta vía, el bienestar de los consumidores”.
En la discusión parlamentaria este texto fue desechado -luego de discutirse distintas versiones- y se reemplazó por mantener y fortalecer el concepto de “libre competencia”, sin hacer referencia explícita al objetivo de la ley.
La era digital está trayendo nuevos vientos al derecho de la competencia. Aún no sabemos, a ciencia cierta, hasta qué punto la casa conceptual del derecho de la competencia -y de su consiguiente teoría económica- podrá resistir ese impacto, y de qué forma. O si de vientos pasamos a huracanes.
Cualquiera sea su intensidad, al menos debemos estar preparados y esa preparación pasa por volver a mirarnos las caras y preguntarnos lo básico: ¿cuáles son los objetivos y fines del derecho de la competencia de nuestro país?
Ariel Ezrachi, «Sponge», Journal of Antitrust Enforcement 5, Issue 1, Septiembre 2016, 49–75, https://doi.org/10.1093/jaenfo/jnw011