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Palacio La Moneda

(Sobre)vivir en Tiempos Complejos

4.11.2019
Felipe Irarrazabal, Abogado Universidad de Chile
Felipe Irarrázabal Ph. Director CeCo UAI.

Vivimos -y seguiremos así por un rato- tiempos de desconcierto y desasosiego.

Desconcierta el contraste. Por un lado, una marcha multitudinaria y pacífica, convocada por redes sociales, sin líderes visibles, de temática abierta pero destilando un profundo descontento de la clase media. Carteles caseros y diversos. Música mezclada con el sonido agudo de las cucharas azotando ollas.

Por el otro, incendios intencionados -incluso del medio de transporte estatal que nos une y nivela socialmente-, saqueos, barricadas, grupos organizados pero irreconocibles. Gritos, garabatos y rayados. Bombas lacrimógenas y perdigones, carabineros y camiones con militares. Denuncias de atentados a los derechos humanos.

Desconcierta también la intensidad. Un día éramos los campeones del barrio. Aparentemente sanos. Predecibles. Cumplidores. Al día siguiente, y en un par de horas, caímos enfermos. Cada articulación de nuestro cuerpo sufrió -de súbito- una inflamación que no hay remedio que controle. De Arica a Magallanes. El gobierno y los políticos quedaron pasmados. Sobrepasados. Sin saber, por largas horas, qué decir ni menos qué hacer.

El desasosiego y la zozobra -creo- vienen por la sensación de fin de ciclo, y por el temor que genera la incertidumbre de los nuevos tiempos. Nadie quedó impávido ante este terremoto social, en donde ni los perros alcanzaron a aullar para advertirnos lo que se venía. Ante eso, resulta natural no solo sentirse intranquilos sino asustados.

Tendrá que pasar algo de tiempo para aquilatar el proceso y revisar sus múltiples causas. De seguro, hay responsabilidades compartidas e indolencia por doquier. Me imagino que los agentes del Estado, en especial los políticos y los congresistas, los empresarios -con acento en aquellos que han sido condenados por abusos-, los medios de comunicación, y la propia ciudadanía, tendrán que analizar qué hicieron y qué no hicieron para que esto ocurriera en nuestro país. De ahí saldrán las necesarias lecciones para el futuro, que debiera permitirnos aprovechar esta crisis y seguir buscando una sociedad más armónica y justa.

Me gustaría acá concentrarme en qué orientaciones, a mi juicio, debiera seguir un agente del Estado, en sus actuaciones futuras, que le debiera permitir ejercer sus atribuciones y no fosilizarse con el ambiente arriba descrito.

Primero, escuchar y escuchar, y tratar de entender el contexto. Los signos de estos tiempos. Las pulsiones que afloran. Por algo -dice el refrán popular- Dios nos dio dos orejas y una boca. Pero ese proceso no puede ser eterno; mal que mal nadie espera -ni quiere- un monje contemplativo. Se necesita acción. Planes. Estrategias y tácticas. Movimiento.

Segundo, cumplir con la ley, con su verdadero sentido, incluida la Constitución. El agente público nunca debe olvidar que se debe a la ley. Puede sonar formalista y obvio, pero no lo es en estos tiempos “líquidos”. La ley no es una guía. La ley -valga la redundancia- es la ley: manda, prohíbe o permite. Está ahí para cumplirla. Es la base de la seguridad jurídica y la predictibilidad social. Puede ser buena, mala o más o menos, pero es la expresión racional de la representación democrática. Surge del Congreso y de los parlamentarios que todos hemos elegido. Es la regla que nos protege del capricho y la arbitrariedad del poder público y la que regula las relaciones entre los ciudadanos. Esto, que se llama principio de legalidad -o rule of law en la cultura anglosajona- es la esencia de las sociedades civilizadas. Si a uno no le gusta, tendrá que pedir que la cambien, pero mientras eso no ocurra, se debe seguir aplicando.

Tercero, el agente debe ser eficaz y eficiente, dentro de las alternativas que ofrece la ley en su interpretación. Ser eficaz significa que cumple lo que promete. No genera expectativas infundadas. Habla poco, pero hace la pega. Y lo hace en un tiempo acotado. Una errada decisión pero rápida puede ser menos mala que una buena pero tardía. Por su parte, ser eficiente significa que se debe priorizar y planificar. Debe tener estrategias de largo plazo, que sean institucionales y que perduren en el tiempo. Pero también debe armarse de tácticas para soportar los embates del día a día. Ahí sirve ponerse en los peores escenarios y tener planes de contingencia.

La priorización y la planificación responden a una realidad apabullante e incluso asfixiante: la escasez. Algo que en estas circunstancias solemos olvidar. La ciencia económica nos enseña que vivimos llenos de deseos y necesidades, pero los medios son limitados. Al igual que la fuerza de gravedad, nada se escapa a la escasez. Se debe elegir. Lo peor es no elegir nada y dejarse llevar por el ruido ambiental. Sin duda, esas elecciones deben encajarse dentro de las alternativas interpretativas que ofrece la ley, ser razonables y justificadas, e implican necesariamente que otras tareas podrían quedar postergadas por un tiempo.

Cuarto, las decisiones que se tomen deben basarse en hechos acreditados y evidencia empírica comprobable. El diagnóstico debe ser claro y concluyente, y es el resultado de un proceso racional. La intuición y las tincadas deben quedar recluidas a un plano secundario.

Por último, el agente público debe tener un buen “interfaz”. Hay que explicar en sencillo qué se está haciendo y por qué. Con lenguaje simple, sentido común y transparencia, para que lo entienda cualquier ciudadano. Esta traducción -bajar de la complejidad propia de una decisión tecnocrática a su explicación sencilla- no es fácil y requiere de esfuerzo, inteligencia y sensibilidad.

La institucionalidad chilena se ha ido construyendo desde tiempos inmemoriales. Ladrillo a ladrillo, por capas sucesivas. Cualquiera que sea la organización que nos demos como país a futuro -las rectificaciones innovadoras que hagamos al actual modelo económico o la profundidad de los subsidios que se acuerden-, se debe cumplir con la ley y se debe actuar de manera eficaz y eficiente -evitando derroches-, o de lo contrario, enfilaremos hacia la barbarie. Es la democracia misma la que está en juego.

 

Publicado en El Mercurio, 3 de noviembre de 2019.