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¿Sociedad de nieve o de moscas?

5.02.2024
CeCo Chile
Felipe Irarrazabal, Abogado Universidad de Chile
Felipe Irarrázabal Ph. Director CeCo UAI.

Parto en modo autoayuda: me van a tener que perdonar. La vida es dura. La personal y la colectiva. Las heridas son la norma y nuestra habilidad es saber cicatrizarlas. Las tragedias ocurren también en las sociedades: esa fina pátina llamada humanidad se puede descascarar y sacarnos lo peor de cada uno. El verano y el tiempo libre ayudan a que podamos pensar, sin la premura del día a día, en qué estamos metidos y hacia dónde vamos, tanto en nuestro proyecto personal como social.

La Sociedad de la Nieve es una película que recrea la sobrevivencia de los uruguayos que se estrellaron en 1972 en la cordillera de los Andes. La historia es conocida. El avión capota en el Valle de los Milagros de nuestro país, y ese puñado de rugbistas universitarios logran permanecer más de dos meses, cobijados en los rastrojos del fuselaje. El entorno es imposible por el frío y las avalanchas. El final es emocionante porque logran, sin ninguna ayuda externa, zafarse -al menos un tercio de ellos- de un destino seguro: la muerte.

La película, filmada como si fuese un documental, recrea los diálogos de los sobrevivientes y sus múltiples peripecias. Un hilo central es la decisión de hacerse de comida. Ellos la tienen clara y hablan de la regla de tres: tres minutos sin respiración, tres días sin agua y tres semanas sin comida. Ante cualquiera de esos escenarios, el resultado es el mismo y, por cierto, predecible.

Uno podría preguntarse, con ese espíritu de mirar las cosas con distancia (pero conscientes, como nos advierte Parra, que somos un embutido de ángel y bestia), cuál es la narrativa que actualmente predomina en Chile: la de la nieve o la de las moscas

Cuando empiezan a pasar los días, y se dan cuenta que los aviones que oyen no los van a ver en nuestro oleaje montañoso, empiezan a flaquear. Orinan negro. La solución está a la mano: son los cuerpos congelados e inertes apilados bajo la nieve. Los líderes, el capitán del equipo y un estudiante de leyes, se niegan: no se van a comer a sus amigos. Pero la realidad es cruda y evidente: no hay de qué alimentarse, ahí no crece nada. El estudiante de leyes dice que se requeriría un consentimiento previo, como si fuese una donación de órganos. Otros comentan que aquí lo que está en juego es la vida misma -la de ellos- y eso es un derecho fundamental y sagrado. Al final, y luego que dos de ellos se ofrecen para cortar la carne, cocinarla al sol y repartirla de forma anonimizada, el asunto queda a la conciencia de cada cual, mientras que los líderes aceptan sin decirlo.

El diálogo es sutil y humano. Se respira, en ese refugio maltrecho de fierros retorcidos, cariño y cooperación. No hay discursos vacíos ni ansias de poder. Hay tristeza, desesperación y honestidad frente a esa tragedia que amenaza tronchar lo que les queda de vida. Hay también humor, -ese termostato de humanidad que pasa por reírse de la propia miseria-, a través de diálogos cortos y payas.

El resultado es exitoso. Se salvan, pero como suele ocurrir en las tragedias humanas y en la vida real, con profundas cicatrices. Cada uno cargando una pesada cruz. Ese resultado se logra por la fe en Dios -los diálogos están teñidos de referencias religiosas- y en el trabajo cooperativo, en donde cada uno se esfuerza al máximo por aportar sus talentos al grupo, arriesgando incluso el propio pellejo.

Una tragedia similar -pero con un resultado opuesto- se respira en El Señor de las Moscas. La novela de posguerra del premio nobel, William Golding, llevada al cine en dos oportunidades, trata de un accidente aéreo, en donde los sobrevivientes son niños. El escenario es antagónico al de la montaña: una isla tropical, con fruta y cerdos salvajes.

Ahí, surgen dos líderes: Ralph y Jack. Ralph es elegido y congrega. Decide mantener un fuego permanentemente en la cima de una colina para que los puedan avistar. Ordena construir chozas y se dan ciertas reglas básicas. Exige trabajo y no solo diversión. Jack se opone: quiere pasarlo bien y quiere cazar cerdos. El miedo le gana a la esperanza. La competencia descarnada a la sana cooperación, como reacción a la tragedia.

Jack decide dar una ofrenda a la bestia: la cabeza de un cerdo macho, que pronto se rodea de moscas. En un oscuro capítulo del libro, titulado “Regalo a la Oscuridad” -omitido en las dos películas-, esa cabeza le habla a uno de los niños: “No hay nadie que te ayude. Solo yo. Y yo soy la Bestia. Vamos a divertirnos en esta isla”.

Los diálogos son ásperos. Se infunde el terror a una bestia escondida en la isla. Los constructores empiezan a perder terreno ante los guerreros que logran proveer de proteínas a la tribu. Siempre ha sido más fácil destruir que construir. Esa aspereza termina en la separación del grupo en dos tribus y en una guerra desatada, que acarrea dos homicidios y una cacería a Ralph, a diestra y siniestra.

La tribu de Jack inicia una cacería de Ralph, que ya no tiene quien lo acompañe. Incendian la isla por partes y justo cuando están a punto de atrapar a Ralph, aparecen los marinos al rescate. El oficial a cargo, luego de pensar en voz alta que son niños británicos, les pregunta: ¿Qué han estado haciendo? ¿Teniendo una guerra o algo así?

Uno podría preguntarse, con ese espíritu de mirar las cosas con distancia (pero conscientes, como nos advierte Parra, que somos un embutido de ángel y bestia), cuál es la narrativa que actualmente predomina en Chile: la de la nieve o la de las moscas.

Me temo que en estos últimos años la nieve se nos ha ido derritiendo -por causas adicionales al calentamiento global- y nos hemos ido llenando de moscas. Las moscas, creo, son la desconfianza parida, el alejamiento del sentido y el bien común, la anemia estatal y una histeria cortoplacista.

 

*Columna publicada en El Mercurio (28 de enero de 2024).