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Spock versus Simpson

7.10.2019
Felipe Irarrazabal, Abogado Universidad de Chile
Felipe Irarrázabal Ph. Director CeCo UAI.

Spock es un personaje de Star Trek, mitad vulcano y mitad humano, consejero del comandante de una nave espacial que se ve enfrentada a innumerables riesgos. Es cerebral y frío como un pescado. Puede hacer complejos cálculos para decidir qué hacer y qué evitar y no titubea ni por un segundo.

Homero Simpson, por su parte, el padre de la serie Los Simpson, tiene poca capacidad de concentración y es impulsivo. Es descuidado, impredecible, grosero y flojo, pero cariñoso con su familia y amigo de sus amigos.

¿Qué personaje nos representa mejor?

Para los economistas neoclásicos, el ser humano es racional. Maximiza su propio bienestar, eligiendo consistentemente sus preferencias, bajo un escenario de escasez. Es sensible a incentivos, toma decisiones lógicas y es esencialmente individualista.

La construcción de este homo economicus le ha permitido a la ciencia económica modelar matemáticamente distintos escenarios posibles ante la toma de decisiones y empeñarse en predecir sus consecuencias. Gracias a ello, a partir del siglo XX, los economistas se han erigido como los principales expertos en políticas públicas.

La sicología, en cambio, discurre bajo las complejidades del homo sapiens de carne y hueso, con sus percepciones, motivaciones, vacilaciones, emociones y relaciones personales. Se aleja de la mentalidad computacional de Spock y se acerca a las humanos sesgos e imperfecciones de Simpson.

El derecho, por su parte, se concentra principalmente en su función normativa, en las consecuencias que le traerá a una persona la ejecución u omisión de ciertos actos, y no suscribe una imagen idealizada del homo sapiens, sino justo lo contrario.

Quizás –y repito, quizás- cada disciplina nos encasilla a un modelo mental determinado –nos impone un anteojo, telescopio o microscopio-, aunque sea evidente que la realidad tiene mayor riqueza, textura y complejidad.

Para enfrentar esta restricción natural, uno podría imaginar ficticiamente una complementariedad casi biológica, donde los huesos serían el derecho (con la rigidez necesaria para soportar instituciones), la sangre la economía (con sus transacciones e incentivos) y la sicología sería la mente (el raciocinio y las emociones).

A partir de los años 60´ fue surgiendo con fuerza en la Universidad de Chicago un movimiento que combinaba derecho y economía, y que conceptualizaba a las leyes como precios implícitos que modelan la conducta de la gente.

Tiempo después, se empezó a mezclar economía con sicología, y uno de sus pioneros, el profesor de Chicago Richard Thaler, relata la odisea de este movimiento en su libro “Portarse Mal”, un par de años antes de que le otorgaran el Premio Nobel por su aporte al estudio del comportamiento irracional del ser humano.

Thaler asegura que “la mayoría de los Humanos no tienen el cerebro de Einstein, ni el autocontrol de un ascético monje budista, sino que, por el contrario, tienen pasiones y telescopios defectuosos (…)”.

Así, se puede concluir que no somos tan racionales como suponen los economistas neoclásicos –alejándonos de Spock y acercándonos a Simpson– y que nuestros espacios de irracionalidad pueden incluso llegar a ser predecibles.

Acá van unos botones de muestra de esa irracionalidad –que las empresas pueden conocer y aprovechar-, y que usted debiera tener presente, en especial en el Ciberday que empieza mañana en nuestro país: nos ofuscamos cuando hay demasiadas alternativas y terminamos eligiendo algo que no es el óptimo; nos influenciamos con la forma en que se nos presenta la información (precios rebajados respecto de un precio ficticiamente alto); nos preocupamos más de las pérdidas que de las ganancias; elegimos alternativas por default, aunque no sean las mejores para nosotros; nos enganchamos con un producto con precio convenientemente bajo aunque luego de unos clics ese precio aumente bastante con extras (drip pricing); sufrimos de incontinencia temporal y miopía y nos comportamos en el corto plazo de manera contraria a nuestros intereses de largo plazo; somos malos para calcular probabilidades y para asumir costos de oportunidad y costos hundidos; tenemos una contabilidad mental rígida con bolsones de ingresos y gastos (aunque el dinero sea fungible); sobrevaloramos lo que tenemos y pedimos mucho más por venderlo de lo que estaríamos dispuestos a pagar por comprarlo, y nos preocupa la justicia y las normas sociales (aun cuando ello pueda ir en algo en desmedro nuestro).

Esta cuestión se puede complejizar bajo el mundo digital, en la medida que se llegue a utilizar el conocimiento que las empresas digitales poseen sobre cada uno de nosotros –incluida nuestras específicas limitaciones racionales- en las ofertas personalizadas que podríamos recibir.

¿Qué debiera hacer la autoridad?

A mi juicio, organismos como el Sernac, la CMF, la FNE y las superintendencias debieran reforzar una mirada conductual a su función de autoridad, incorporando equipos de profesionales multidisciplinarios. Esos equipos debieran partir por analizar los sesgos de la misma institución en que trabajan –para mejorar la eficacia y eficiencia de sus actuaciones-, para después revisar hasta qué punto las empresas podrían estar aprovechándose ilegítimamente de las limitaciones de racionalidad de sus clientes.

Esas limitaciones deben estudiarse y testearse cuidadosamente antes de vender cualquier pócima mágica de intervención o llamado de atención. Si el mismo mercado por sí solo no puede corregir la distorsión que la limitación de racionalidad trae aparejada –con intermediación, compras repetidas o existencia de un porcentaje de consumidores especialmente busquillas-, entonces la autoridad debiera evaluar medidas para conducir y mejorar el proceso de toma de decisiones de Simpson.

Ese giro requiere especial prudencia porque no se puede caer en complacer a Simpson como si fuese un niño malcriado –bajo un paternalismo populista-, impidiéndole adquirir la necesaria disciplina, destreza y rigor que se necesita para vivir en un capitalismo vibrante, en donde la creación de valor surge precisamente por la liberación de nuestros “espíritus animales”.

 

Publicado en El Mercurio, 6 de octubre de 2019.