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Como ya he sostenido en una opinión publicada anteriormente en este mismo espacio, para una convivencia armónica entre el Derecho de libre competencia y el Derecho penal, indispensable atendida la dedicación conjunta de ambas ramas del Derecho en relación con los carteles, es imprescindible que entre ellas se dé una mutua comprensión de sus diversos fines, principios y lógicas de persecución y atribución de responsabilidad[1]. En este sentido, esta contribución tiene por objeto hacer presente el contexto socio-cultural que, en general en la órbita de los países occidentales, gobierna la discusión político-criminal actual.
El Derecho penal surgido con la Ilustración tenía como uno de sus principales afanes la contención del aparato del Estado, de manera de garantizarle al individuo que había cometido un delito, que este sería tratado con pleno respeto de sus garantías formales y materiales. Siendo consciente de los excesos y abusos causados en épocas anteriores, esta rama del Derecho inició un recorrido histórico de paulatina pero creciente racionalización en beneficio del sometido a proceso y eventual condenado. Muchos de sus éxitos podemos valorarlos atendiendo al hecho de que actualmente nos parecen exigencias mínimas de justicia.
Así, de una parte, en cuanto a la vertiente procesal, de la mano de exigencias de debido proceso que basan su efectividad en el respeto de formas legalmente establecidas, se consolidaron garantías tan trascendentales como la presunción de inocencia y la eliminación de métodos inquisitoriales de averiguación de la verdad como la tortura. Por otra parte, en relación con las sanciones, la pena de muerte se encuentra abolida en la mayoría de los países y, en cuanto a la privación de libertad, en la panorámica histórica podría decirse que se ha mejorado en términos de duración y condiciones, aun cuando la situación carcelaria en nuestro país nos indique que queda un largo camino por recorrer antes de alcanzar parámetros razonables de dignidad y humanidad (y esta sola apreciación demuestra que nuestra aproximación es muy distinta a la que tenía la sociedad medieval).
Asimismo, y muy relevante para lo que se dirá a continuación, es pertinente señalar que una parte importante de los penalistas sostiene que el Derecho penal liberal e ilustrado debería idealmente reservarse para hacer frente a los atentados más graves en contra de bienes jurídicos individuales, como la vida, la integridad física, la libertad sexual y la propiedad, entre no muchos otros más. Esta autolimitación encuentra su fundamento en que no existe otro estatuto normativo que afecte tan gravemente los derechos de los ciudadanos como el Derecho penal. En efecto, éste dispone de todo el aparataje del Estado para perseguir ilícitos y, como mecanismo de sanción, contempla la afectación de intereses tan trascendentales como la libertad.
Sin embargo, lo cierto es que la realidad normativa actual permite poner en cuestión la vigencia de tal modelo clásico de Derecho penal, toda vez que, de entrada, es evidente que en su seno se procesan desde hace algún tiempo conductas que también afectan bienes jurídicos supraindividuales como el medio ambiente, la administración pública y la confianza en los mercados, solo por mencionar unos cuantos. Asimismo, la discusión pública, que frecuentemente se concreta en modificaciones legislativas, se encuentra gobernada por la pretensión de elevar penas, aumentar los plazos de prescripción (o derechamente eliminarlos), flexibilizar las garantías de persecución (por ejemplo, mediante el uso cada vez más creciente de medidas intrusivas durante la investigación y la aplicación de medidas cautelares que deberían ser extremas como la prisión preventiva), entre otras decisiones que tienen por objeto endurecer el tratamiento a los delincuentes y sospechosos de serlo.
Esta realidad de crecimiento cuantitativo y cualitativo del Derecho penal comenzó a ser evidenciada sobre todo en la década de los noventa del siglo pasado. En mi opinión, el autor que mejor ha descrito este fenómeno en nuestro entorno jurídico es SILVA SÁNCHEZ en su libro La expansión del Derecho penal[2]. En esta obra se describen una serie de factores que se habrían conjugado para arribar a una situación como la referida, entre los que cabe mencionar la aparición efectiva de nuevos riesgos debido a la complejización de la economía global, la creciente sensación de inseguridad alimentada por los medios de comunicación y los líderes políticos, la tendencia a identificarse con la víctima antes que con el autor del delito y el relativo consenso ideológico en cuanto a la ampliación del Derecho penal[3].
Uno de los condicionantes más determinantes de este proceso expansivo ha sido lo que se ha denominado como “populismo punitivo” o “populismo penal”, conceptos revisitados recientemente por CIGÜELA SOLA en un muy interesante artículo que paso a comentar de manera muy breve, con el mero objeto de invitar a leerlo y como contexto de la breve reflexión con la que pretendo cerrar esta columna[4].
El referido autor comienza señalando que el concepto “populismo penal” empezó siendo utilizado de manera contemporánea al proceso de expansión descrito previamente, como una forma de criticar el uso electoralista del Derecho penal. Una política criminal de este tipo se basa en agentes políticos que explotan las insatisfacciones sociales (principalmente la inseguridad), ofreciendo modificaciones normativas, de dudosa eficacia, en aras de endurecer el tratamiento a los implicados en la comisión de delitos, a cambio de garantizarse su elección y, de esta manera, su cuota de poder. Pertinentemente, el autor sostiene que el populismo penal es una forma de hacer política criminal que no tiene domicilio en una ideología política determinada. En otras palabras, existe populismo punitivo tanto de derecha como de izquierda.
La gran novedad del trabajo de CIGÜELA SOLA consiste en destacar que ese fenómeno descrito a fines del siglo XX, desde la perspectiva actual, se puede ver no solamente como una forma de hacer política criminal exclusiva de los políticos, sino que, principalmente, como una manera a través de la cual diversos actores sociales, no solamente los políticos que participan de elecciones populares, usan el potencial simbólico del delito y su castigo para lograr la hegemonía en una lucha cultural subyacente.
Las características de esta realidad serían las siguientes: (i) el crimen y el castigo se colocan en el centro de la guerra política y cultural como un arma que permite la polarización (estereotipando la realidad mediante conceptos binarios tales como nosotros/ellos; pueblo/élite; nacionales/extranjeros; etc.), en un contexto en que no se busca consensuar, sino, justamente, reforzar el antagonismo; (ii) se fomenta una mirada emotiva y simplificadora de la realidad criminal, en que se presentan como esencialmente vinculados conceptos que no necesariamente se conectan (por ejemplo, inmigración/delincuencia y violencia/masculinidad)[5]; (iii) se presenta al criminal como un “otro”, malvado e irreformable, al que se debe tratar de la manera más dura posible y no concederle indulgencia alguna; y (iv) como consecuencia, se produce, por una parte, una inflación desmedida del sistema penal como forma de solucionar conflictos sociales (y del encarcelamiento como consecuencia) y, por otra parte, el surgimiento de múltiples formas de justicia paralela, principalmente a través de los medios de comunicación digitales y las redes sociales (“back to basics”)[6].
En este contexto, la penalidad es un instrumento poderoso al servicio del programa populista, porque le dota de conceptos significativos como “prohibido”, “delito” y “delincuente”, que permiten potenciar la polarización, pues a la vez que excluye a los antagonistas, refuerza la cohesión del grupo social respectivo, que se percibe como víctima (tanto respecto de sus rivales como del Estado que los desprotege)[7]. Que esta forma de enfrentarse a los conflictos socio-culturales no tiene sede ideológica lo demuestra, en Chile, por ejemplo, la manera en que personas de muy distinta inspiración política se enfrentan a cuestiones sociales como las ilicitudes vinculadas a la inmigración, por una parte, y la delincuencia sexual por la otra. Si los principios son totalmente contrapuestos, las formas parecen ser muy similares[8].
La última expresión del fenómeno anteriormente comentado que quisiera destacar sobre el trabajo de CIGÜELA SOLA, que es muy pertinente de cara a la reflexión que realizaré a continuación, es que, en este contexto de polarización extrema, se exige tomar partido en un juego de suma cero sin espacio a medias tintas: o se está con las víctimas o se está con los delincuentes. De esta manera, cualquier argumento que suene a matizar o, peor aún, a proteger a estos últimos será también estigmatizado y calificado como un menosprecio respecto de los desprotegidos. “La idea es ‘o con nosotros, o contra nosotros y, por tanto, con ellos’”[9].
¿Qué lecciones pueden extraerse de este contexto cultural para la discusión político criminal sobre la defensa de la libre competencia en Chile?
Una reflexión tranquila acerca de estas dinámicas previamente comentadas puede servir a todos los agentes para estar conscientes de ciertos sesgos que pueden quitar racionalidad a sus posiciones, con el objeto de identificarlos y tratar de reducirlos al máximo posible. Así, en un extremo, la identificación de todo el empresariado con personas inescrupulosas que, no moviéndose por ningún otro estímulo que no sea el de maximizar sus ganancias económicas, abusan sistemáticamente del resto y se regocijan de ello, es una vinculación caricaturesca y, por tanto, injusta. En el otro extremo, una sobre reacción argumentativa que pretenda situar, al contrario, al empresariado como el paradigma moderno de la víctima de discursos populistas que ideológicamente se alzan en su contra, es también un juicio apresurado.
«Y, en segundo lugar, habrá que pensar bien hasta qué punto las propuestas de modificación al delito de colusión, sin que a la fecha aún haya podido verse en funcionamiento el sistema, no estarán contaminadas de este tipo de sesgos culturales.»
En el medio de esas dos posiciones extremas debe intentar racionalizarse la política criminal. En este sentido, creo que, en primer lugar, existen buenas razones para sostener que la decisión de criminalizar ciertos carteles en 2016 fue correcta, toda vez que algunos de ellos constituyen conductas que merecen y necesitan de prohibición y sanción penal, tal como pretendo sostener de manera algo más detallada en alguna columna venidera. Una posición radical que identifique al empresario como un miembro de una élite abusadora probablemente encontrará pocos límites para criminalizar cualquier conducta anticompetitiva que de ahí provenga (¿por qué no penalizar también todos los abusos unilaterales o los incumplimientos de los requisitos para una operación de concentración?) Y, en el otro lado, quien identifique al empresariado como víctima, observará en una decisión político criminal razonable como la criminalización de ciertos carteles, la expresión de una dinámica de persecución.
Y, en segundo lugar, habrá que pensar bien hasta qué punto las propuestas de modificación al delito de colusión, sin que a la fecha aún haya podido verse en funcionamiento el sistema, no estarán contaminadas de este tipo de sesgos culturales. ¿Son legítimas y efectivas las propuestas de -sólo por mencionar algunas- aumentar todavía más las penas, de establecer la posibilidad de procesos paralelos y de hacer obligatoria la interposición de querella[10]? Si no lo son, al menos de manera absoluta, será pertinente hacer el punto, pese a correr el riesgo de ser estigmatizado por ir en contra de propuestas que sus autores han etiquetado, por ejemplo, como normas “anti-abuso”.
***
Agradezco la lectura de esta opinión por parte del Dr. Javier Cigüela Sola, autor de la publicación comentada en esta columna, así como sus amables comentarios. El impulso a las reflexiones que aquí se expresan se deben a sus ideas, expresadas tanto en su artículo, como asimismo en un seminario llevado a cabo en la Universidad Pompeu Fabra el pasado 8 de febrero.
[1] Véase BELMONTE PARRA, Matías (2021), “Delación compensada: un camino a la comprensión recíproca”, CeCo, 3 de noviembre de 2021, en: https://centrocompetencia.com/belmonte-delacion-compensada-un-camino-a-la-comprension-reciproca/.
[2] SILVA SÁNCHEZ, Jesús María (2011), La expansión del Derecho penal. Aspectos de la Política criminal en las sociedades postindustriales, 3ª ed., Editorial B de F, Montevideo-Buenos Aires. La primera edición de esta obra se publicó en febrero de 1999.
[3] En relación con este último factor, se expresa que la imagen histórica (simplificada, evidentemente) de una derecha preocupada del discurso de la seguridad pública frente a una izquierda más empática con quienes han cometido delitos, se vio en parte modificada una vez que se decidió también comenzar a perseguir penalmente cierto tipo de ilícitos cuya comisión tenía como responsables a miembros de las clases más privilegiadas. De esta manera, aunque con intereses diversos, se daría el consenso de acudir al Derecho penal como un buen sistema procesador de comportamientos indeseados.
[4] Sobre lo que se dirá, véase CIGÜELA SOLA, Javier (2020), “Populismo penal y justicia paralela: un análisis político-cultural”, Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, (22/12), en: http://criminet.ugr.es/recpc/22/recpc22-12.pdf. La publicación tiene el mérito de que, además de ser académicamente rigurosa, es atractiva porque con frecuencia aporta ejemplos concretos de las distintas características del fenómeno comentado, especialmente en EE.UU. y España. Así, se describen desde esta panorámica controversias sociales tan diversas como la inmigración, el tratamiento del coronavirus, la lucha contra la violencia machista y el independentismo catalán.
[5] Otra expresión de esta simplificación es que la voz experta se reprocha como elitista frente a la opinión de las víctimas, de “la gente”, “el pueblo” o, en términos chilenos, “la calle”.
[6] Es justamente este uno de los aspectos centrales del trabajo de CIGÜELA SOLA: la argumentación de que el fenómeno punitivo actualmente se ha expandido a la normalización de otros sistemas de control social informal que son vistos como más inmediatos, democráticos y eficientes que la justicia formalizada. En esta situación se encuentran, por ejemplo, el linchamiento público, el boicot y la “funa” en redes sociales.
[7] El uso de conceptos y frases a modo de símbolos que permitan simplificar al máximo la realidad es, en efecto, conforme a CIGÜELA SOLA, una estrategia populista descrita como “framing”, que se aprecia tanto en relación con el etiquetaje de leyes penales (“three strikes and you’re out” y “zero tolerance”, por ejemplo) como mediante el uso de eslóganes (“Black lives matter” y “#Me too”, por ejemplo).
[8] Incluso puede apreciarse la incoherencia aún más absurda de que, frente a una misma conducta, los distintos grupos sociales las valoren de una forma u otra dependiendo si afectan los propios intereses o los del “enemigo”, “piénsese, por ej., en los debates recientes sobre la libertad de expresión y el derecho a la ofensa, donde los diferentes grupos sociales beligerantes reclaman libertad o respeto no en función de juicios sobre las conductas sino de si el caso juzgado afecta a uno de ‘los suyos’.”, CIGÜELA SOLA (2020), p. 22.
[9] CIGÜELA SOLA (2020), p. 14.
[10] Adicionalmente, en relación con la delación compensada, si bien no ha habido propuestas de eliminarla, sí se ha planteado expresamente por parte de funcionarios del Ministerio Público, dudas acerca de su legitimidad y conveniencia, véase, por ejemplo, https://centrocompetencia.com/funcionarios-del-ministerio-publico-apoyan-nuevo-proyecto-de-ley-sobre-titularidad-del-delito-de-colusion/; y https://centrocompetencia.com/expertos-analizan-los-impactos-de-propuestas-legislativas-sobre-delito-de-colusion/. Esas dudas son inquietantes porque provienen de quienes tendrán que operar con este mecanismo en sede penal, y pasan por alto que, en definitiva, el objetivo que ambas ramas del Derecho comparten es cómo se disuade la formación de carteles. Ese objetivo debería ser la referencia teleológica ineludible para cualquier postura crítica sobre el diseño del sistema.