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En el espacio de opinión que he tenido la fortuna de tener en CeCo, he dedicado mis mayores esfuerzos en mostrar las diversas relaciones entre el Derecho de libre competencia y el Derecho penal, área en que desarrollo mi investigación. El propósito ha sido evidenciar que la vinculación entre ambas ramas del Derecho está lejos de agotarse en el delito de colusión, incorporado a nuestro ordenamiento en el año 2016[1]. En efecto, subyacen en la realidad ciertas expectativas sociales acerca de las necesidades que el Derecho penal estaría llamado a satisfacer en la actualidad[2].
En el marco de un proceso de sostenida expansión que vive el Derecho penal desde hace algunas décadas[3], progresivamente se le ha ido confiando la persecución y el procesamiento de ciertos ilícitos que, además de no pertenecer a su núcleo duro (constituido por atentados graves contra bienes jurídicos personales tales como la vida, la integridad física y sexual, y la propiedad, entre otros), son objeto de otras ramas del ordenamiento, particularmente, del Derecho administrativo sancionador. Es el caso, sólo a modo ejemplar, de las infracciones contra el mercado de valores, los ilícitos medioambientales y la colusión.
¿Es esta expansión en todos los casos ilegítima? No necesariamente. A decir verdad, en el marco de una sociedad moderna, no sería nada razonable continuar considerando delitos solamente a aquellos ilícitos herederos del Derecho penal clásico. Por el contrario, el actual modelo de sociedad impone nuevos y complejos desafíos respecto de los cuales esta rama del Derecho puede cumplir un rol como mecanismo de control social. Sin embargo, también es cierto que deberíamos ser conscientes de que el Derecho penal, debido a la grave restricción de derechos con que amenaza y sanciona, debería ser reservado a los ilícitos más intolerables, so pena de perder todo valor expresivo y quedar relegado a un puro símbolo.
¿Por qué, en general, la discusión acerca de criminalización se da en relación con los carteles y no con otros ilícitos anticompetitivos como, por ejemplo, los abusos unilaterales?
¿Qué criterios deberían ser utilizados para adoptar decisiones de criminalización? No hay respuesta sencilla para esa pregunta, pero tiendo a pensar que las ideas de “merecimiento” y “necesidad” presentan la solidez y plasticidad indispensables para gobernar este tipo de determinaciones. Es decir, dados a pensar si cierto comportamiento indeseable debería ser transformado en delito, los antedichos criterios nos permitirían realizar una reflexión sucesiva de dos etapas: (i) en relación al merecimiento habría que preguntarse, por una parte, si estamos protegiendo un bien jurídico o una institución que tenga una esencial importancia para nuestra sociedad y, por otra parte, si el ilícito en cuestión afecta tal realidad de una manera intolerable; y (ii) el criterio de necesidad nos exigiría dilucidar si no existe otra rama del Derecho que pueda intervenir de una forma menos gravosa, tanto para el perseguido como para la sociedad en general (última ratio).
La discusión político-criminal actual evidencia que, por lo general, se obvia el criterio de merecimiento o, en el mejor de los casos, se le relega al segundo lugar. Si, por ejemplo, se revisa la discusión legislativa de las últimas decisiones de criminalización, se encontrará que el criterio primordial es la disuasión y, por tanto, la necesidad preventiva. Es decir, si el legislador observa que el resto de los mecanismos sociales no es suficiente, acude al Derecho penal. Así, la atención al merecimiento, reflexión que debería ser primordial, brilla por su ausencia.
Veamos qué sucede en el “Derecho penal de la libre competencia”. ¿Por qué, en general, la discusión acerca de criminalización se da en relación con los carteles y no con otros ilícitos anticompetitivos como, por ejemplo, los abusos unilaterales? La respuesta debería ser: “porque los primeros parecen tener mayores razones para superar un test de merecimiento y necesidad que los segundos”. Sin embargo, si nuestra discusión político-criminal sigue dejándose gobernar de forma exclusiva por la necesidad de disuasión, nada garantiza que el Derecho penal se contenga en la protección de la libre competencia.
Expresión de lo anterior es un reciente trabajo de PAREDES CASTAÑÓN, catedrático español de Derecho penal, en el que se analiza la posibilidad de regular las restricciones verticales a la competencia[4]. Por una parte, el autor realiza una interesante labor de concretar ciertos conceptos relevantes, tales como el mercado y la competencia, en su dimensión supraindividual objeto de regulación y protección por parte del ordenamiento jurídico y que sirven para cualquier definición en este ámbito de estudio[5].
Por otra parte, el autor sostiene que restricciones verticales a la competencia como ciertos acuerdos de exclusividad, señalamiento de precios, paquetización e integración vertical pueden, en algunas circunstancias, afectar el bienestar social, generando efectos de colusión y exclusión, que ameritarían su regulación, prohibición y sanción. Más aún, en ciertos casos, por razones de justicia correctiva, distributiva y/o política, deberían regularse ciertas conductas incluso en casos en que éstas no produzcan una afectación directa al bienestar social.
Si bien se comparte la idea de que muchas de estas infracciones sean -como efectivamente lo son- reguladas y prohibidas, no es para nada claro que el Derecho penal sea una rama del Derecho llamada a intervenir a este respecto[6]. En efecto, ya el criterio de merecimiento ofrece ciertas resistencias, toda vez que, si bien es cierto la libre competencia podría entenderse como, o reconfigurarse en, un bien jurídico digno de protección penal, no es para nada claro que los abusos unilaterales sean las infracciones más intolerables a su respecto. En tal sentido es claro que, al menos provisoriamente, los carteles duros son identificados universalmente como el atentado más grave en estas materias.
A continuación, y acudiendo al segundo criterio anteriormente señalado, tampoco es evidente que sea necesario echar mano al Derecho penal en el combate contra los ilícitos anticompetitivos unilaterales. Lo anterior, no solamente porque en Chile (y también en España) la institucionalidad de libre competencia parece contar con las atribuciones y exhibir un trabajo en el cual se puede confiar, sino que, además, porque es bastante discutible que el Derecho penal pueda ser más disuasivo que el Derecho administrativo sancionador en estas materias[7].
En definitiva, los criterios de merecimiento y necesidad pueden ser útiles para tomar la decisión de criminalizar ciertos ilícitos, de manera tal que, sin el objetivo de bloquear eternamente cualquier propósito expansivo del Derecho penal, sí permita mantenerlo acotado dentro de márgenes estrechos, como una forma de proteger su fuerza expresiva[8]. Es la única manera de que el Derecho penal no se vuelva meramente simbólico e indigno de toda confianza. Porque de crisis de confianza ya tenemos suficiente.
[1] Así, en este espacio he tratado, además de un análisis al delito de colusión, temas como la delación compensada, el whistleblowing, el compliance y el delito de administración desleal, entre otros.
[2] También tuve la oportunidad de comentar acerca de cómo en muchas ocasiones esas necesidades son creadas y/o reforzadas interesadamente por los agentes políticos. Véase BELMONTE PARRA, Matías (2022), “Populismo penal y su vertiente cultural: Lecciones para la Libre Competencia”, 2 de marzo. Ver nota aquí.
[3] Una lectura esencial respecto a este fenómeno es: SILVA SÁNCHEZ, Jesús-María (2011), La expansión del Derecho penal. Aspectos de la política criminal en las sociedades postindustriales, 3ª edición, Editorial B de F, Buenos Aires.
[4] PAREDES CASTAÑÓN, José Manuel (2019), “El mercado como objeto de regulación y protección jurídica: el caso de las restricciones verticales a la competencia”, Revista de Derecho penal y criminología, nº 22, pp. 107-158.
[5] Así, por ejemplo, señala que por “competencia”, como concepto normativo, deberíamos entender “una combinación de elementos cuantitativos y de elementos conductuales: de una parte, aquel nivel mínimo de concurrencia de empresas en un determinado mercado que permite asegurar que ciertas magnitudes económica y socialmente relevantes son mantenidas bajo control y optimizadas en dicho mercado; y, de otra, ciertos patrones de conducta (de interactuar) de dichas empresas, que contribuyen a dicha optimización”, p. 122.
[6] En este sentido, si bien es cierto que el trabajo de PAREDES CASTAÑÓN se refiere primordialmente al mercado y a las restricciones verticales como objetos merecedores de procesamiento y regulación jurídica en términos generales, lo que se comparte totalmente, en el resumen ofrecido al inicio de su trabajo señala como propósito del artículo el de “elaborar una definición clara y suficientemente precisa de la competencia como objeto de protección y de regulación a través del Derecho Penal económico”.
[7] A este respecto, véase GUTIÉRREZ RODRÍGUEZ/ORTIZ DE URBINA GIMENO (2017), “Conductas restrictivas de la competencia y Derecho penal”, en ROBLES MARTÍN-LABORDA (Coord.), La lucha contra las restricciones de la competencia: sanciones y remedios en el ordenamiento español, Comares, Granada, pp. 110-117 (los autores dan cuenta de que es un error considerar que la disuasión se contiene exclusivamente de la gravedad de la sanción, la que efectivamente sería más intimidatoria en sede penal, por ser la única que cuenta con la privación de libertad como recurso. Lo anterior, porque además sería imprescindible considerar la probabilidad de condena y la celeridad del procedimiento, indicadores que, según los autores, inclinarían la balanza a favor del Derecho administrativo sancionador).
[8] En este sentido, KINDHÄUSER (2011), “Personalidad, culpabilidad y retribución. De la legitimación y fundamentación ético-jurídica de la pena criminal” (trad. Juan Pablo Mañalich), en KINDHÄUSER/MAÑALICH, Pena y culpabilidad, Editorial B de F, Buenos Aires, pp. 26-28 (el autor da cuenta de que cada vez que el Derecho penal tipifica conductas de bagatela genera el efecto indeseado de hacer que el Derecho penal en general pierda seriedad ética y fuerza expresiva).