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Esta nota corresponde a una traducción al español de esta publicación original de Promarket.org, de fecha 4 de noviembre de 2025. Esto se realiza en el marco de un convenio de re-publicación suscrito entre CeCo y ProMarket (Stigler Center, University of Chicago, Booth School of Business)
Eleanor Fox y Harry First sostienen que la búsqueda de hegemonía económica, la presión de generar crecimiento y la utilización estratégica de dicho crecimiento como argumento político, están poniendo en riesgo la neutralidad y el Estado de Derecho que sostienen al derecho de competencia moderno. Este artículo examina cómo esas fuerzas emergentes tensionan el derecho y plantea la necesidad de defender su independencia institucional.
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Eleanor M. Fox y Harry First advierten que las estrategias globales y las presiones políticas están debilitando un sistema de competencia neutral y basado en el Estado de derecho.
Este artículo forma parte de un simposio que examina el papel de las grandes empresas en una economía globalizada. En una era de competencia internacional cada vez más intensa, ¿pueden los Estados aplicar políticas y regulaciones destinadas a dispersar el poder de mercado y evitar la consolidación interna sin sacrificar su competitividad global? ¿Cómo puede el gobierno de Estados Unidos regular a las Big Tech y a otras grandes corporaciones dentro de su territorio sin obstaculizar su capacidad de competir a nivel internacional? ¿Cómo puede la Unión Europea construir sus propios Big Tech sin socavar sus protecciones digitales pioneras para los usuarios y la sociedad, ni permitir los daños derivados de la concentración de mercado?
Puedes leer las contribuciones de Xavier Vives, Eleanor Fox y Harry First (quienes escriben conjuntamente), Cristina Caffarra, Laura Phillips Sawyer y Beatriz Kira a medida que se vayan publicando aquí.
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Durante gran parte de la última década, una coalición bipartidista de responsables políticos volvió a abrazar la idea de que los mercados están demasiado concentrados, que las empresas poseen un poder excesivo y que el derecho de competencia debe emplearse de manera más agresiva para controlarlo.
Pero, al mismo tiempo, ha surgido una tendencia contraria que prioriza las políticas macroeconómicas, nacionalistas e, incluso, personales, ubicando al derecho de competencia como un instrumento subordinado al objetivo nacional “superior” de ganar en los mercados globales. Se argumenta que el derecho de competencia puede obstaculizar aquello que es beneficioso para un país en su aspiración de crecimiento y competitividad global. Este nuevo impulso favorece el tamaño y el poder de mercado por sobre la competencia, la aprobación de fusiones que no deberían aprobarse y la indulgencia ante abusos de poder o la imposición de remedios con poca probabilidad de alterar el status quo.
La premisa fundamental de esta nueva geopolítica es la suposición o creencia de que existe una tensión significativa entre el derecho de competencia y lo que conviene al país en los mercados globales. Los abogados de competencia suelen afirmar que esa tensión es imaginaria: que la competencia —y no la gran escala— es la mejor herramienta para fomentar el crecimiento y la competitividad, desatar la innovación e incentivar la inversión. Pero ¿qué ocurre si la tensión es real y sustantiva? ¿Qué ocurre si una aplicación adecuada del antitrust constituye, en efecto, una barrera al crecimiento y la competitividad global? ¿Debería la comunidad del antitrust hacer algo más que repetir el mantra de que un buen sistema antimonopolio equivale a una buena política económica nacional? Este artículo explora estas preguntas, así como los fenómenos estrechamente relacionados del nacionalismo hegemónico y la ganancia política personal.
La Parte I de este artículo analiza el contexto en el cual los objetivos macroeconómicos y el posicionamiento geopolítico han ingresado a la conversación del derecho de competencia, centrándose en la Unión Europea y el Reino Unido, donde la discusión ha adquirido especial prominencia. La Parte II examina cómo estos argumentos están emergiendo en Estados Unidos, poniendo atención a la creciente politización. La Parte III explora su impacto en la integridad del sistema antimonopolio.
El debate contemporáneo sobre derecho de competencia y geopolítica ha surgido con mayor fuerza en la Unión Europea (UE) y el Reino Unido (U.K.). En ambas jurisdicciones, líderes políticos han solicitado a las autoridades de competencia que apliquen las leyes de competencia de manera que promuevan objetivos macroeconómicos de crecimiento, inversión y competitividad. Para estos políticos, los objetivos macroeconómicos son superiores a la preocupación propia del derecho de competencia por mantener los mercados abiertos y competitivos, y justifican poner límites a su aplicación.
En la UE, un documento clave que impulsa estas preocupaciones macro es el informe de 2024 del expresidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi: “The Future of European Competitiveness”. El informe observa que Europa ha quedado rezagada frente a buena parte del mundo (particularmente Estados Unidos y China) en productividad, crecimiento, niveles de vida e innovación. Europa, señala, se perdió en gran medida la revolución digital y debe ponerse al día: “Primero —y más importante— Europa debe reenfocar profundamente sus esfuerzos colectivos para cerrar la brecha de innovación con EE.UU. y China, especialmente en tecnologías avanzadas.”
El informe identifica numerosas reformas que podrían ayudar a fortalecer el perfil económico europeo, tales como reducir la fragmentación regulatoria, derogar regulaciones excesivas, agilizar y simplificar procesos regulatorios, y apoyar la investigación y el desarrollo. Respecto del derecho de competencia, el informe se pregunta “si una política de competencia vigorosa entra en conflicto con la necesidad de que las empresas europeas alcancen suficiente escala para competir con las empresas superestrella de China y Estados Unidos.” Señala que “la falta de innovación en Europa a veces se atribuye a la aplicación del derecho de competencia,” especialmente a la aplicación en materia de fusiones. “Aunque, en teoría, una competencia más intensa generalmente reducirá precios y fomentará la innovación, hay casos en que puede resultar perjudicial para la innovación.”
El informe propone que las autoridades de competencia consideren definiciones de mercado geográfico más amplias y den mayor peso a la innovación y el crecimiento. Introduce una defensa de innovación para fusiones, que permitiría la concentración de recursos para alcanzar escala, y solicita “plazos de evaluación extendidos” para prever los efectos de las fusiones sobre precios, calidad e innovación, acogiendo positivamente los compromisos de inversión. El informe también llama a favorecer las fusiones en telecomunicaciones, dadas las fragmentaciones geográficas del mercado europeo, y vuelve a destacar los compromisos de inversión. Con todo, reconoce que las economías de escala y los efectos de red pueden generar importantes barreras de entrada, desincentivando la innovación, y señala su rechazo a crear campeones nacionales “que puedan sofocar la competencia y la innovación”.
El Informe Draghi influyó en la carta de misión de 2024 que la presidenta de la Comisión Europea dirigió a la entonces designada Comisionada de Competencia, Teresa Ribera. En la carta se instruye a Ribera que:
Europa necesita un nuevo enfoque de la política de competencia—uno que apoye mejor la expansión de las empresas en los mercados globales, permita que los negocios y consumidores europeos obtengan todos los beneficios de una competencia efectiva, y esté más alineado con nuestros objetivos comunes [incluyendo la descarbonización, la resiliencia ante amenazas a la cadena de suministro y los subsidios desleales].
La Dirección General de Competencia de la Comisión Europea(DG COMP) ha tomado en serio las recomendaciones de Draghi. Al iniciar una revisión de las directrices de fusiones, ha emitido documentos de trabajo sobre eficiencias, innovación y competitividad, y ha encargado un estudio económico sobre los efectos dinámicos de las fusiones. Estas iniciativas sugieren que DG COMP busca comprender mejor cómo la competitividad, la innovación y la escala pueden contribuir tanto a una buena política de competencia como a los objetivos macro del informe.
Mientras tanto, en el Reino Unido, la Competition and Markets Authority (CMA) ha estado bajo escrutinio, aparentemente por la prohibición de fusiones internacionales y por la amenaza de prohibir una fusión interna en telecomunicaciones. En un caso de fusión entre dos empresas estadounidenses, la CMA se negó a aceptar conductuales que DG COMP ya había aprobado. El gobierno británico criticó este enfoque agresivo y vinculó la actuación de la CMA a la desaceleración de la inversión en el país. Funcionarios del gobierno interpelaron al director ejecutivo de la CMA, Marcus Bokkerink, sobre su compromiso con la agenda de crecimiento del Reino Unido. Él defendió la competencia, señalando que esta impulsa el crecimiento. Fue la respuesta equivocada. Bokkerink se vio obligado a renunciar. The Guardian informó:
Se entiende que la salida de Bokkerink pretende enviar una señal pro-crecimiento a las empresas, mientras [la Canciller del Exchequer] Reeves y [la Secretaria de Negocios] Reynolds asisten a Davos para reunirse con líderes empresariales globales. […] La CMA fue uno de los reguladores alertados en octubre [de 2024], cuando el Primer Ministro Keir Starmer prometió en la cumbre de inversiones del gobierno que “arrancaría la burocracia que bloquea la inversión” y garantizaría que cada regulador del Reino Unido “se tome el crecimiento tan en serio como esta sala”.
Cada año, el Departamento de Negocios y Comercio del Reino Unido publica orientaciones para la CMA en un documento denominado Strategic Steer (la Orientación Estratégica). La edición de 2025 comienza señalando: “La misión principal de este gobierno es el crecimiento económico… La inversión es un motor crítico del crecimiento, y el gobierno espera que el enfoque de la CMA refleje de manera clara e inequívoca la necesidad de reforzar el atractivo del Reino Unido como destino de inversión internacional.”
El gobierno había anunciado su prioridad por el crecimiento meses antes de publicar la Orientación de 2025. En 2024, la CMA investigaba la fusión propuesta entre Vodafone y Three, dos de los cuatro principales operadores móviles del país. La CMA temía que la operación generara poder de mercado y aumentara precios, y dudaba de que remedios conductuales pudieran mitigar el poder de la entidad fusionada. El gobierno criticó la duración de la investigación. En diciembre de 2024, la CMA pareció cambiar de rumbo y aprobó la fusión con condiciones conductuales y regulatorias. Para abordar el temido aumento de precios, la solución incluyó un tope de precios de tres años para clientes minoristas y la fijación de condiciones para el suministro mayorista a operadores virtuales móviles, que dependen de la infraestructura física del operador.
Lo más destacado del acuerdo (para el gobierno) fue el compromiso de las empresas de invertir 11.000 millones de libras en el despliegue de una red 5G en todo el Reino Unido. Vodafone lo calificó como una “oportunidad única para transformar la infraestructura digital del Reino Unido”, que llevaría “una calidad de red muy superior a decenas de millones de consumidores y empresas a lo largo de todo el país.” La inversión, afirmó, “impulsaría la infraestructura británica a la vanguardia de la conectividad europea.” Un boletín de un estudio jurídico evaluó el acuerdo como “la apuesta de la CMA por las promesas de inversión y los topes de precios.” ¿Fue el acuerdo un pacto “fáustico”: sacrificar una competencia sana y real (que podría mantener precios bajos y estimular la innovación) a cambio de una promesa de inversión futura (sin duda, una gran promesa), junto con regulación tarifaria para compensar la pérdida de presión competitiva?
El 10 de septiembre de 2025, la CMA publicó un documento de discusión “para explorar cómo la competencia puede desbloquear la inversión y ayudar a las empresas a escalar en el Reino Unido,” en apoyo de la misión gubernamental de crecimiento.
La adaptación de la legislación de competencia británica a la agenda de crecimiento constituye un nuevo ejemplo de “bespoke antitrust”, un fenómeno en el cual las reglas generales de competencia se personalizan para ajustarse a una industria, a un actor o a una práctica en particular.
Estados Unidos aún no ha experimentado una revisión oficial del rol del enforcement del derecho de competencia comparable al Informe Draghi o al Strategic Steer. Hasta ahora, la retórica sobre la gran escala, crecimiento y poder o ventaja nacional no se ha manifestado explícitamente en la política de competencia. La seguridad nacional sigue perteneciendo al ámbito de otros instrumentos, especialmente el Comité de Inversión Extranjera en Estados Unidos (CFIUS). Por el momento, la aplicación del derecho de competencia continúa dirigida contra monopolistas consolidados que buscan excluir a nuevos rivales emergentes.
Un ejemplo destacado de esta continuidad en una aplicación enérgica del derecho de competencia —incluso contra empresas estadounidenses poderosas y exitosas— es la firme persecución por parte del gobierno de los casos de monopolización contra las principales plataformas de Big Tech: Google (tanto por búsqueda en línea como por tecnología publicitaria), Meta, Apple y Amazon. Hasta la fecha no ha habido acuerdos y la División Antimonopolio ha solicitado remedios fuertes (con resultados mixtos en los tribunales de primera instancia) en los dos casos contra Google en los que obtuvo una sentencia de responsabilidad.
Sin embargo, no está claro que se pueda equiparar la ardua persecución del gobierno en los casos contra Big Tech con un arduo enforcement del derecho de competencia en general. En cambio, estas estrategias litigiosas pueden interpretarse como parte de un esfuerzo por defender y afianzar visiones de corte conservador. Críticos conservadores, tanto dentro de la administración Trump como entre sus partidarios externos, llevan años atacando a Big Techs por supuestamente perjudicar y retirar de sus plataformas a sitios y contenidos conservadores.
Además, comienzan a verse señales de que el Estado de derecho en la aplicación del derecho de competencia empieza a deshilacharse por la presión de dos fuerzas. La primera proviene de la promoción, por parte de la administración Trump, de su agenda “America First” y de su búsqueda de hegemonía económica global. La segunda surge de los intereses personales, clientelares e ideológicos de la propia administración.
Un ejemplo claro de la primera tendencia —la hegemonía estadounidense— se encuentra en la publicación del plan “America’s AI Action Plan: Winning the Race”, anunciado el 10 de julio de 2025. Este plan describe cómo Estados Unidos puede “ganar la carrera por lograr la dominación global” en inteligencia artificial. El documento afirma que “quien tenga el ecosistema de IA más grande establecerá los estándares globales de IA y obtendrá amplios beneficios económicos y militares.” El plan exige eliminar toda “regulación onerosa” y ordena “revisar todas las investigaciones de la Federal Trade Commission (FTC) iniciadas bajo la administración [Biden] anterior para garantizar que no promuevan teorías de responsabilidad que obstaculicen indebidamente la innovación en IA.”
Un ejemplo para la segunda tendencia —el political dealmaking o negociación política personalista— es el acuerdo de fusión entre Hewlett Packard Enterprise (HPE) y Juniper Networks. Este caso muestra cómo los grupos de lobby cercanos al poder pueden difuminar las fronteras entre el interés público nacional y el beneficio personal.
HPE y Juniper Networks eran el segundo y tercer mayor proveedor de redes inalámbricas locales para clientes como universidades estadounidenses. El Departamento de Justicia presentó una demanda para bloquear la fusión poco después de que Trump asumiera su segundo mandato. En su respuesta a la demanda, las empresas afirmaron que la fusión era necesaria para enfrentar a Huawei y “reducir el uso de tecnología china en infraestructura crítica a nivel global.” Sin embargo, Huawei no compite en el mercado relevante estadounidense —del cual está legalmente excluida— y las redes inalámbricas locales de universidades no son consideradas infraestructura crítica global. Las partes de la fusión recurrieron a abogados y lobistas cercanos al presidente y negociaron un acuerdo con la oficina de la fiscal general Pam Bondi, que autorizó la operación con desinversiones menos significativas y remedios de licenciamiento. Según reportes, las empresas también prometieron crear nuevos empleos en una instalación estadounidense. La abogada de la División Antimonopolio del Department of Justice (DOJ), Gail Slater, desaprobó el acuerdo propuesto y el hecho de que el gobierno trabajara con lobistas para diseñar soluciones. Bondi anuló la objeción de Slater, despidió a sus dos principales subalternos por “insubordinación” y forzó la aprobación del acuerdo.
Bajo el Tunney Act, el acuerdo entre HPE y Juniper debe recibir aprobación judicial. En sus presentaciones bajo dicho estatuto, el Departamento de Justicia no menciona el asunto de China (ni promesas de empleo), pero las empresas sí indican que hubo comunicaciones con el DOJ “sobre los intereses de seguridad nacional que favorecían una resolución consensuada.” Un reportaje de prensa también afirma que la “comunidad de inteligencia de EE.UU.” intervino para persuadir al Departamento de llegar a un acuerdo, citando a un “alto funcionario de seguridad nacional” que dijo que el acuerdo “sirve a los intereses de Estados Unidos al fortalecer capacidades domésticas y es crítico para contrarrestar a Huawei y China.”
Otras decisiones recientes del DOJ en materia de fusiones sugieren que la aplicación del derecho de competencia está volviéndose cada vez más politizada. Tras abandonar su impugnación de la fusión entre American Express Global Business Travel y CWT justo antes del juicio, Slater declaró a la prensa que no fue presionada para desistir del caso contra la fusión, aunque las empresas fusionadas habían contratado a un lobista muy bien conectado. Y después de que el Departamento decidiera no bloquear la adquisición de Uscellular por T-Mobile, Slater emitió una inusual declaración de cierre explicando su decisión. Señaló que la fusión ofrecía a la “considerable base de clientes” de Uscellular la “esperanza” de una “red móvil más robusta,” pero lamentó que las adquisiciones en telecomunicaciones hayan dejado a la mayoría de los consumidores con la opción de elegir solo entre “los Tres Grandes” operadores nacionales. Escribió, paradójicamente: “los hechos contundentes de hoy requieren nuestra atención inmediata: juntos, los Tres Grandes representan más del 90% del total de aproximadamente 335 millones de suscripciones móviles en Estados Unidos.”
Además, el gobierno estadounidense ahora está adquiriendo participaciones en industrias críticas —como acero y semiconductores—, y amenaza con hacer lo mismo en industrias de defensa, exigiendo en ocasiones una participación en las ventas de empresas exportadoras, lo que evoca comparaciones con el capitalismo estatal al estilo chino.
¿Qué lecciones se extraen de estos ejemplos? ¿Entrará en juego el Plan de IA de Trump cuando Google o Microsoft busquen adquirir o invertir en startups prometedoras de IA? ¿Decidirá la administración que el derecho de competencia es una “regulación onerosa” que podría frustrar la aspiración estadounidense de dominación global? ¿Se preferirá la gran escala tecnológica por sobre la competencia en nombre de la (supuesta) salud macroeconómica del país? Trump ha atacado gratuitamente a la UE por regular a “nuestras” Big Tech, ha amenazado con represalias arancelarias después de que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea confirmara una multa de varios miles de millones de dólares contra Google por infringir el derecho de competencia europeo y ha amenazado con aranceles y restricciones de exportación a países que adopten regulaciones que él considere un “ataque a nuestras increíbles empresas tecnológicas estadounidenses.” Al mismo tiempo, Trump ha recibido millones de dólares en contribuciones a su campaña política por parte de empresas tecnológicas y ha solicitado apoyo económico a compañías del sector para ayudar a construir el salón de baile de la Casa Blanca. Altos ejecutivos han acudido a la Casa Blanca para elogiarlo y Trump ha felicitado al CEO de Google por el “muy buen día” que tuvo Google cuando el tribunal federal dictó su limitado remedio, negándose a ordenar la desinversión de Chrome o a impedir que Google pagara para ser el motor de búsqueda predeterminado.
Todo esto podría anticipar un cambio de rumbo en los casos contra Big Tech: quizás un acuerdo, o un sobreseimiento, o la decisión de no apelar un fallo adverso. Con todo, por decepcionantes que puedan ser estos resultados, no serían sorprendentes.
Hemos identificado tres objetivos que persiguen los políticos que intentan subordinar el derecho de competencia a agendas más amplias —o simplemente distintas—: (1) los objetivos macroeconómicos de crecimiento, inversión y competitividad; (2) la hegemonía global, o incluso solo mantener la posición del país en el mercado internacional; y (3) la política personal —ya sea ideológica o financiera—, a veces envuelta en el discurso de metas macro o nacionalistas. Estos tres objetivos requieren enfoques diferentes.
Los primeros —los objetivos macroeconómicos— son fines legítimos. Los expertos en derecho de competencia tienden a creer que un buen enforcement favorece esos objetivos; que permitir que el sistema de libre competencia haga su trabajo contribuirá más al avance de las metas macro que la intuición de que “relajar” su aplicación sería la receta adecuada. Pero no todos coinciden en que el antitrust y los objetivos macro estén siempre alineados.
El mejor camino para abordar estas afirmaciones se encuentra dentro del propio sistema de competencia, que se basa en hechos, análisis económico y decisiones fundamentadas. Es un hecho que, en ocasiones, un mayor tamaño es necesario para lograr economías de escala y de alcance; que mayores beneficios pueden ser necesarios para atraer innovación y sostener el crecimiento; y que las preocupaciones de seguridad nacional pueden considerarse legítimamente al diseñar remedios antimonopolio. Al mismo tiempo, incluso quienes favorecen a las “empresas superestrella” reconocen que se necesita la aplicación del derecho de competencia para impedir que dichas firmas repriman a innovadores emergentes.
El segundo objetivo —la política nacionalista— difícilmente puede considerarse un propósito legítimo del derecho de competencia. Este derecho es, en esencia, un sistema abierto. Prestamos atención a las fronteras nacionales o a la propiedad extranjera solo en la medida en que afectan nuestro análisis del funcionamiento de los mercados, no porque deseemos que un país o “sus” empresas “ganen.” Además, no es evidente que el éxito económico de una nación requiera relajar la aplicación del antitrust. Los temores retóricos (la “Carta China”: “Debes permitirnos fusionarnos o estarás entregándole el juego a China”) suelen ser exagerados o espurios. Nuevamente, el escepticismo está justificado, y las autoridades deberían exigir al menos alguna demostración de la supuesta necesidad de relajar el sistema antimonopolio y de la eficacia de hacerlo. Es importante denunciar afirmaciones que son infundadas o imposibles de verificar.
El tercer objetivo —la instrumentalización política o personal— carece totalmente de legitimidad. Es perjudicial para el país, para la democracia, para el Estado de derecho y para todos, excepto para una élite privilegiada y corrupta. Amenaza con erosionar y trivializar todo el proyecto antimonopolio, que pasaría a ser solo un instrumento de poder político. El camino correcto es claro: reconocer públicamente, condenar y resistir toda instrumentalización política. Pero no somos tan ingenuos como para esperar heroísmo constante de personas cuyos empleos están en juego.
Un tema recurrente en los argumentos examinados es que “lo grande es mejor, y necesario.” La respuesta desde el derecho de competencia es analizar esa afirmación de manera concreta. ¿Cuán grande es realmente necesario y a qué costo? ¿Tratar la gran escala como una virtud en una fusión que ya posee tamaño y características anticompetitivas realmente promoverá intereses macro (crecimiento, inversión) o incluso aspiraciones hegemónicas? Es mucho más probable que las defensas a favor de la operación sean oportunistas y sesgadas, y por tanto no legítimas. Por ello, debemos ser escépticos ante la afirmación de que la competencia global efectiva o el interés nacional requieren empresas cada vez más grandes. Deberíamos, como mínimo, exigir transparencia y colocar la carga de la prueba en las partes que desean fusionarse, para que acrediten su afirmación con evidencia convincente —si es que dicha afirmación es jurídicamente admisible.
Las presiones geopolíticas que hemos analizado estuvieron claramente presentes en tres discursos consecutivos pronunciados por los jefes de las autoridades de competencia de la UE, el Reino Unido y Estados Unidos durante una conferencia en Nueva York el 18 y 19 de septiembre de 2025.
La Comisionada europea y vicepresidenta ejecutiva Teresa Ribera habló sobre democracia y defendió las acciones contra Google, pero también argumentó a favor de “campeones del Mercado Único,” aunque “campeones olímpicos” que compitan entre sí dentro de Europa. La directora ejecutiva de la CMA, Sarah Cardell, comenzó reconociendo el cambiante contexto geopolítico y regulatorio. Enfatizó el énfasis del gobierno británico en el crecimiento y la importancia de fomentar scale-ups que puedan convertirse en “superestrellas globales.”
La asistente del fiscal general de EE.UU., Slater, destacó el “Plan de Acción en IA” de la administración Trump y el deseo de mantener la “dominancia” estadounidense en IA, al tiempo que manifestó preocupación por sesgos de punto de vista en plataformas digitales, IA y “mercados de noticias.”
Un hilo común en estos discursos fue la prioridad nacional sobre la competencia neutral. Sin embargo, no se abordó el punto sobre en qué medida el nacionalismo distorsionará una competencia imparcial entre naciones.
Hasta cierto punto, la aplicación del derecho de competencia puede legítimamente volverse “a la medida” (bespoke) para atender preocupaciones macroeconómicas genuinas e incluso intereses nacionales reales. Pero no puede legítimamente doblegarse ante intereses personales o autoritarios. Corresponde a la comunidad encargada de la aplicación del derecho de competencia actuar con cautela y transparencia en el primer caso, asegurándose de que se está sirviendo un objetivo nacional importante. En el segundo, nos corresponde a todos defender el debido proceso, la democracia y el Estado de derecho en materia de competencia.