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El arte de la palabra en derecho

23.02.2022
Ma. Soledad Krause M Abogada, Universidad de Chile. Doctora en Derecho Penal y Ciencias Penales, Universidad Pompeu Fabra; Magíster en Filosofía, Universidad de Chile; Máster en Argumentación Jurídica, Universidad de Alicante. Actualmente es profesora en la Universidad Alberto Hurtado y la P. Universidad Católica de Chile. Trabaja como árbitro en la Cámara de Comercio de Santiago y como Consejera del Centro de Arbitraje de la Cámara de Comercio de Santiago.

El pasado 12 de enero don Jorge Streeter Prieto fue nombrado profesor honorario de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, reconocimiento que se concede a las personas “de la más alta jerarquía intelectual, científica y artística (…) que se hagan merecedoras de esta calidad por sus méritos y su contribución al saber superior”.

Al terminar la ceremonia nos ofreció un acercamiento a ese saber superior con su reflexión sobre “El arte de las palabras en derecho”, mostrándonos cómo la decisión práctica del juez en su sentencia es un arte que se desenvuelve en una dialéctica llamada a descubrir la verdad, como fin de lo bueno y lo equitativo.

El material del derecho son las palabras. Las más de las veces, las palabras ordinarias, las que todos usamos de manera corriente para referirnos a nosotros y al mundo, para describir las actividades y los procesos, para aprehender lo que sucede, comprenderlo y actuar. El derecho está en todos los aspectos en los que entramos en interacción con otros y por eso todo sector del quehacer puede quedar potencialmente sometido a él. Las normas están hechas de esas palabras y cristalizan un momento histórico, una relación de poder, una específica ponderación de intereses y valores que se comparten.

El lenguaje del derecho es vago y ambiguo como todo lenguaje, sobre todo cuando se refiere a conceptos, a valores, o a instituciones que son creadas colectivamente y que evolucionan. Mucho más si se refiere a esas instituciones que están en el trasfondo de nuestra cultura, y que nos constituyen. Es un reduccionismo pensar que hablamos de lo mismo cuando nos referimos a ellas, aunque necesitamos presuponerlo para comunicarnos y vivir en sociedad.

Esas palabras, defectuosas de por sí, se visten de nuevas dificultades cuando toca aplicarlas a una realidad más rica que cualquier imaginación. Y además, dado que sobreviven al mundo y la sociedad que las vio nacer, requieren ser modeladas frente a nuevas circunstancias. Cuando surgieron pudieron tener algún sentido que el tiempo ha borrado. O adquirieron con los años un alcance o una fuerza que nadie previó.

El material es dúctil y se inserta en una realidad colectiva en constante transformación. El trabajo de quien aplica las palabras en derecho es encontrarles un sentido dentro de una norma y una regulación, un significado que las vuelva comprensibles, razonables y coherentes en sí mismas y en relación con las restantes reglas que conforman la institución y el sistema jurídico. Portadoras del significado y de los valores que se cristalizaron en ellas y que se comparten, pero en una realidad que es única y las más de las veces, nueva.

Dar a cada una de esas piezas un sentido razonable en el caso concreto es todo un arte, como dice el profesor Streeter.

Pero a diferencia de un arte cualquiera, que se impone por su maestría o su belleza, y que por ella nos cautiva o somete, a las palabras del derecho les hemos dado una fuerza autoritativa: las normas nos dicen qué debemos hacer y qué no, cómo comportarnos en relación con otros, cómo se ponderan los bienes o intereses que entran en colisión en muchos aspectos y circunstancias. Viviendo en esta sociedad, esas palabras son guía obligada para nuestras interacciones futuras y están llamadas a ser cumplidas, incluso por la fuerza.

«La materia sobre la que el juez ejerce su arte no la ha escogido él, ni le toca modelarla a su arbitrio: la autoridad que se le ha conferido para aplicarlas tiene límites internos y externos, y solo en la medida en que se resguarden, tiene valor lo decidido y satisface la función que se le ha asignado.»

Los órganos encargados de aplicar esas palabras tienen un poder para transformar el mundo. Antes de pronunciarlas había un conflicto, una discusión, una disputa, en que cada uno de los intervinientes tenía su postura y sus razones, y había ofrecido antecedentes para convencer. Una vez que se dicta la sentencia, y cumplidos los demás requisitos para que esté firme, el mundo ya no es el mismo. Una persona concreta es absuelta o condenada, a partir de lo que ella dice surge una víctima y un responsable, el hecho sucedido adquiere un significado social de delito o de infracción, el condenado tiene que soportar una pena y con ello la privación de intereses fundamentales. O se redistribuyen bienes y cargas. El juez declara la verdad de lo sucedido, y en esa verdad está la justificación de decisiones prácticas que afectan a las personas.

A diferencia de cualquier arte, que no tiene más constreñimientos que la imaginación y la potencia del artista, las palabras del derecho, cuando las dice el juez, tienen el límite de su sentido posible, y de las demás normas. La materia sobre la que el juez ejerce su arte no la ha escogido él, ni le toca modelarla a su arbitrio: la autoridad que se le ha conferido para aplicarlas tiene límites internos y externos, y solo en la medida en que se resguarden, tiene valor lo decidido y satisface la función que se le ha asignado.

Por ello, también a diferencia del artista, el juez se viste de las normas, los procedimientos y las razones compartidas que subyacen a ellos. Esa autoridad lo dota del poder de transformar el mundo, pero también lo oculta como individuo. No son sus deseos peculiares ni su especial apreciación de las cosas las que deben expresarse: son aquellas que constituyen el derecho y que él aplica al caso concreto. Son las palabras de todos. Y es por ello que, al hacerlo, el juez debe adoptar decisiones y ofrecer razones que las justifiquen y que intersubjetivamente se comparten.

El derecho es un arte. Aplicarlo tiene el desafío de encontrar en las palabras y en las prescripciones que las contienen, la solución a los conflictos concretos. Soluciones que respondan a esas normas, pero también a los valores de las que son reflejo; soluciones que permanezcan en el tiempo y tengan la potencialidad de orientar a futuro, preservando la confianza y la seguridad. Pero no solo es un arte. Es autoridad y violencia, y en su ejercicio condensa el poder simbólico y material que es de todos: la sociedad lo ha entregado a los jueces, y frente a ella son llamados a responder.