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Ybar, historia de la libre competencia, fines de la libre competencia, Chicago, Ordoliberalismo, Neobrandeis

Libre Competencia: Orígenes, Historia y Fundamentos

6.11.2024
CeCo Chile
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"La propuesta de este documento es que allí donde la economía no tiene una respuesta clara, en vez de abogar por el laissez faire, apelemos al fundamento de la democracia económica, que no es otro que el derecho de participar del mercado y a tener la posibilidad de prosperar en él bajo la seguridad de que el Estado de Derecho protegerá dicha libertad fundamental de la interferencia de terceros"

Abstract: Este texto analiza la historia del derecho de la libre competencia, desde sus orígenes hasta la actualidad. Se explica cómo los Estados Unidos y Europa crearon normativas especiales para proteger la competencia y reemplazar los principios generales del common law en la regulación del comercio. Se examina la evolución de estas normativas y su convergencia en torno al bienestar del consumidor como fundamento del derecho de la competencia. Se identifican cuatro corrientes principales en cuanto a los fundamentos y objetivos de la política de libre competencia: libertad de competir, bienestar del consumidor, ortodoxia de Chicago y neo-Brandesianismo. Finalmente, se propone un camino para compatibilizar las vertientes virtuosas (bienestar del consumidor y libertad de competir) con el fin de contribuir al desarrollo de un sistema de libre competencia que equilibre la máxima efectividad institucional con la presencia de barreras firmes de protección contra la arbitrariedad y el populismo.

Mario Ybar es Counsel en Garrigues. Abogado, Universidad de Chile. LL.M. University College London. Ex Subfiscal Nacional Económico.

"se trata de un valiente esfuerzo de Mario Ybar por entrelazar las diversas tradiciones y fundamentos del derecho de la competencia para que todo el proyecto responda mejor a sus orígenes democráticos y sea más eficaz en la protección de la competencia"

Tomando en serio a los neo-brandeisianos: Comentario sobre Mario Ybar

El populismo tiene profundas raíces en la política de antimonopolio de Estados Unidos. Como observó Matt Stoller, una voz prominente en el debate contemporáneo sobre los monopolios y el poder económico, en su libro Goliath: The 100-Year War Between Monopoly Power and Democracy, la ley de antitrust de EE. UU., cuando se arraigó en sus fundamentos populistas, nunca se limitó a promover la competencia o el bienestar del consumidor, sino a preservar la democracia evitando que el poder corporativo concentrado dominara tanto la economía como el sistema político. Los orígenes del populismo económico en Estados Unidos se remontan a finales del siglo XIX, durante una época de rápida industrialización y el auge de gigantes corporativos como la Standard Oil y los trusts ferroviarios. Estas corporaciones ejercían una enorme influencia económica, controlando industrias enteras y acumulando una gran riqueza, que utilizaban para influir en la política y lograr medidas a su favor. En respuesta, granjeros, obreros, propietarios de pequeñas empresas y otros estadounidenses de clase trabajadora comenzaron a organizarse, temiendo que los monopolios y los trusts representaran una amenaza directa a sus medios de vida e independencia. Fue en este entorno que la Ley Sherman se convirtió en ley en 1890.

Después de cuatro décadas de retirada, que se siguieron del surgimiento de la escuela antimonopolio de Chicago en la década de 1980, los defensores de un enforcement más estricto de la ley en los EE.UU., incluidos los miembros del llamado movimiento neo-brandeisiano, han clamado por un retorno a nuestras raíces antimonopolio. Así, promueven reformas que lleven el enforcement más allá del estándar de bienestar del consumidor que ha llegado a dominar, y que se centren en cambio en reducir el poder concentrado para proteger los valores democráticos. Este enfoque más agresivo de la aplicación de las leyes antimonopolio -que se ha llevado a cabo durante la administración Biden bajo el liderazgo de la presidenta de la FTC, Lina Khan, y del Assistant Attorney General de Antitrust, Jonathan Kanter, en el Departamento de Justicia- ha buscado limitar las fusiones y adquisiciones corporativas, desmantelar las empresas monopolísticas y reforzar la aplicación de la ley utilizando las herramientas disponibles para las agencias a nivel federal.

Es en este contexto que Mario Ybar ha escrito su artículo de ambición, Libre Competencia: Orígenes, Historia y Fundamentos, en el que identifica y analiza cuatro «corrientes principales» como fundamentos y objetivos de la política antimonopolio o de competencia moderna: la libertad para competir, el bienestar del consumidor, la ortodoxia de la escuela de Chicago y el neobrandeisianismo. Una vez hecho esto, Ybar propone un marco para reconciliar lo que él caracteriza como los hilos virtuosos (el bienestar del consumidor y la libertad de competir) de estos fundamentos y objetivos de una manera que contribuya a una aplicación efectiva, al tiempo que se protege contra lo que caracteriza como la «arbitrariedad y el populismo» de los neo-brandeisianos.  Si bien hay momentos en que creo que Ybar simplifica demasiado las ideas de ese movimiento, o se basa en caricaturas de los críticos, creo que ha hecho una contribución importante que lidia seriamente con las críticas que los neo-brandeisianos y otros han hecho con respecto al enforcement de las leyes de competencia desde el surgimiento de la escuela de Chicago en la década de 1980.

Ybar propone una investigación basada en el estándar de bienestar del consumidor como medio para conciliar los objetivos de eficiencia económica y protección del proceso competitivo, en el que el bienestar del consumidor actúa como un «límite» a la libertad de competir. El estándar que sugiere es el siguiente:

acreditado que una determinada conducta lesiona el proceso competitivo, erosionando la libertad de competir de otro agente económico, se presumirá legalmente el daño a la competencia. El o los acusados, por su parte, podrán revertir la presunción demostrando o bien que su conducta “fomenta un aumento sostenible de producción” o, al menos, que la misma “no disminuye la producción”, según cada sistema jurídico determine.

Esta es una sugerencia interesante para armonizar dos objetivos que, de otro modo, podrían tratarse como distintos.[1] Una crítica a las propuestas para reemplazar el estándar de bienestar del consumidor con el objetivo de proteger el proceso competitivo, por ejemplo, es que este último «confunde los medios con un fin» y que «no dice cuándo ese proceso está en peligro, o cuándo el proceso competitivo puede resultar en resultados de política favorables y cuándo podría resultar en resultados de política desfavorables».[2] El enfoque de dos pasos que propone Ybar podría proporcionar un mecanismo para abordar esta crítica, en la medida en que ayude a distinguir los resultados positivos de los negativos, al tiempo que coloca la carga de la prueba (como él dice) en la parte que tiene más probabilidades de poseer información relevante. Este es un tema que valdría la pena explorar conceptualmente con mayor profundidad.

Ybar reconoce de buena gana varias contribuciones importantes que el movimiento neo-brandeisiano ha hecho al discurso general. En primer lugar, señala, el movimiento ha centrado su atención en el «déficit democrático» del que suele adolecer el enfoque tecnocrático del derecho de la competencia. En segundo lugar, el movimiento ha reavivado el debate sobre la intensidad, o la falta de ella, de la aplicación de las leyes de competencia, en particular en un entorno social y político en el que los efectos nocivos del poder de mercado son cada vez más visibles. No hace falta mirar más allá de las enormes cantidades de dinero gastadas por los magnates de la tecnología para influir en las elecciones estadounidenses de esta semana. En tercer lugar, al desafiar el consenso de larga data de que el bienestar del consumidor es el único estándar para analizar los efectos competitivos, el movimiento neo-brandeisiano ha «allanado el camino para que volvamos a discutir de qué hablamos cuándo hablamos de competencia«. Tomar en serio estas críticas, incluso si no está de acuerdo con el proyecto neo-brandeisiano en general, contribuye significativamente a la fuerza general del artículo de Ybar.

Con respecto al «déficit democrático», por ejemplo, Ybar señala acertadamente que «la economía no es una ciencia exacta y en su actual estado de avance no es capaz de dar respuestas concluyentes sobre muchas de las estrategias competitivas utilizadas por las empresas». Para que la política de competencia se mantenga fiel a sus raíces, incluidos sus orígenes como parte de un proyecto democrático, la economía, afirma Ybar, «requiere un copiloto». Para ello, propone que

«allí donde la economía no tiene una respuesta clara, en vez de abogar por el laissez faire, apelemos al fundamento de la democracia económica, que no es otro que el derecho de participar del mercado y a tener la posibilidad de prosperar en él bajo la seguridad de que el Estado de Derecho protegerá dicha libertad fundamental de la interferencia de terceros».

Además, si bien Ybar critica el enfoque del neo-brandeisiano en las consolidaciones del poder económico y político por parte de los participantes en el mercado, y otros elementos de su agenda «populista», no se limita a ignorar estas preocupaciones. Más bien, sugiere que un enfoque en las libertades económicas, salvaguardadas por la protección del proceso competitivo como parte de su marco, es consistente con objetivos que incluyen «la dispersión del poder económico», entre otros.

Al fin y al cabo, se trata de un valiente esfuerzo de Mario Ybar por entrelazar las diversas tradiciones y fundamentos del derecho de la competencia para que todo el proyecto responda mejor a sus orígenes democráticos y sea más eficaz en la protección de la competencia.

Notas a pie de página

[1] Véase, por ejemplo, Jonathan Jacobson, Another Take on the Relevant Welfare Standard for Antitrust, ANTITRUST SOURCE (Aug. 2015) (argumentando que el estándar de bienestar del consumidor debería ser reemplazado por un objetivo de «proceso competitivo»), https://www.wsgr.com/PDFSearch/jacobson-0815.pdf.

[2] Véase Mark Glick, Gabriel A. Lozada, Darren Bush, Why Economists Should Support Populist Antitrust Goals, 2023 Utah L. Rev. 769 (2023), pág. 771 n.7.

Investigador de CeCo. J.D., Georgetown University Law Center; M.A., University of Wisconsin-Madison; B.A., University of Chicago. Director de Litigios de Antitrust Internacionales, CFM Lawyers LLP.

"La mayoría de las agencias de competencia, en mayor o menor medida, cuentan con grados de independencia en sus decisiones y están diseñadas para ser instituciones técnicas, ajenas a la representatividad democrática, precisamente para que sus decisiones se tomen al margen de las fluctuaciones políticas y así preservar su credibilidad. Por ello, debemos preocuparnos por agencias antimonopolio que se vuelvan excesivamente acomodaticias"

Competencia y Política Pública: Un Análisis del Texto de Mario Ybar sobre los movimientos pendulares en el Derecho Antitrust

El texto de Mario Ybar, Libre Competencia: Orígenes, Historia y Fundamentos (Centro Competencia, noviembre 2024), resulta sumamente oportuno, especialmente en el contexto actual, donde, como él sugiere, los especialistas en competencia económica y disciplinas afines estamos replanteándonos la pregunta esencial: ¿qué entendemos hoy en día por «competencia»? En diversas partes del mundo y por distintas razones, recientemente han surgido críticas que señalan que la ley de competencia es demasiado tecnocrática y de enfoque limitado, que no se ha integrado adecuadamente en una perspectiva más amplia de política industrial, o que su objetivo central debería ser el control del poder económico. Frente a estos y otros cuestionamientos, podríamos estar presenciando un cambio de paradigma en la aplicación de las leyes de competencia, lo que invita a una reflexión profunda sobre sus objetivos y fundamentos.

A lo largo de su análisis, Ybar describe cómo en el ámbito de la competencia económica, al igual que en otras ciencias sociales, se han dado movimientos pendulares. Estos oscilan desde un uso restrictive de las leyes antimonopolio, enfocado exclusivamente en la eficiencia en los mercados, hasta su aplicación como una herramienta con un mandato más amplio de corte redistributivo. Estos ciclos reflejan no solo cambios en las condiciones económicas y políticas de los países, sino también la evolución de las teorías económicas predominantes y las distintas tolerancias de la sociedad hacia la desigualdad y la influencia del poder económico en la vida pública.

En el caso de Estados Unidos, el texto ofrece un recorrido histórico que comienza con la creación del Sherman Act, la primera ley antimonopolio, que, aunque en un principio tuvo un impacto limitado, cobró relevancia tras la crisis económica de 1929. Esta crisis trajo consigo una preocupación política por limitar el poder de las grandes empresas, con el objetivo de evitar una distribución desigual de la riqueza y la corrupción asociada a la concentración económica. Luego, en la década de 1950, surgió un renovado interés en aplicar la ley de competencia, esta vez en respuesta a la concentración de mercado, bajo la premisa de que la estructura del mercado influye directamente en la dinámica competitiva posible dentro del mismo. Sin embargo, la política antimonopolio de esa época fue criticada por tener objetivos inconsistentes y, en algunos casos, por considerarse populista, ya que parecía orientada más a proteger a los competidores que a fomentar una competencia efectiva. Esta crítica condujo a un cambio significativo con la llegada de la Escuela de Chicago, que, a partir de la década de 1970, promovió la eficiencia económica —entendida como bienestar del consumidor— como el único criterio para intervenir en un mercado, desestimando otros posibles fines de la ley de competencia. En términos sencillos, una política de competencia centrado en el bienestar del consumidor propone que el rol de la autoridad de competencia sea evaluar si la conducta bajo análisis afecta a los consumidores en términos de precio, variedad, calidad e innovación de productos y servicios.

En el presente, Ybar destaca la aparición de un movimiento conocido como neo-Brandeisiano, el cual cuestiona la centralidad del bienestar del consumidor como único objetivo. Este movimiento propone nuevamente el control del poder privado y la reducción de la concentración económica como los pilares de la política de competencia. Herbert Hovenkamp, reconocido experto en derecho antimonopolio ha expresado recientemente que este movimiento podría ser algo pasajero y se pregunta si la comunidad de competencia le ha otorgado demasiada relevancia.[1] Ya sea que dure mucho o poco, Ybar señala que el movimiento neo-Brandeisiano al menos ha abierto el camino para una reflexión renovada sobre de que hablamos cuando hablamos de competencia.

El recuento del caso europeo es más breve, aunque también describe un giro en la política de competencia durante la década de los 90, cuando Europa se alineó a un estándar único basado exclusivamente en los efectos económicos. Este cambio marcó una transformación significativa en una jurisdicción que, hasta entonces, reconocía una mayor diversidad de objetivos y defendía tanto la importancia del proceso de competencia como el bienestar del consumidor en el análisis de libre competencia. Más recientemente, con la posible designación de una nueva Comisionada en Competencia, se escucha cada vez más que Europa necesita un enfoque renovado en su política de competencia. Este nuevo enfoque buscaría una integración más estrecha de esta con la política industrial, entre otras razones para apoyar a las empresas europeas en su expansión en los mercados globales y para orientar la política de competencia hacia objetivos de interés público, como la descarbonización o transición energética.[2]

Me imagino que Ybar se concentra en los casos de Estados Unidos y Europa porque sus leyes y su forma de aplicarlas son referentes para otros países. Sin embargo, hay más ejemplos a considerar. En el caso mexicano, una crítica recurrente sostiene que la política de competencia como se ha aplicado hasta ahora no ha sido capaz de desmantelar mercados altamente concentrados. Además, con la llegada del presidente López Obrador al gobierno en 2018, se ha propuesto que dicha política debiera orientarse a garantizar la competitividad de la industria nacional, especialmente en sectores donde el Estado tiene una participación directa en la economía.

Entonces, ¿qué entendemos hoy en día por «competencia»? Sin duda, como señala el autor, la aproximación puramente económica parece más sencilla de aplicar: es menos susceptible a falsos positivos, está más protegida de tentaciones populistas y, por lo tanto, tiende a brindar mayores grados de certeza legal. También es cierto que esta misma aproximación ha sido la causa principal de la aparente irrelevancia atribuida al derecho antitrust en años recientes. Sin embargo, ¿es posible encontrar un equilibrio que permita integrar objetivos sociales específicos en la aplicación de las leyes de competencia, sin comprometer los principios fundamentales de la política misma? ¿Se puede aplicar una política de competencia más alineada con la política industrial? No tengo una respuesta definitiva. En realidad, la cuestión no es si estos otros valores son dignos de considerarse, sino más bien si la política de competencia es la herramienta adecuada para alcanzarlos.

Para cerrar esta reseña y aportar a la discusión, hago aquí una anotación sobre las posibles repercusiones institucionales de asignar a una autoridad de competencia múltiples objetivos de política pública, que en algunos casos podrían ser contradictorios entre sí.

En general, las agencias de competencia alrededor del mundo tienen el mandato de promover la competencia en los mercados, evaluada mediante variables como precio, cantidad, calidad e innovación. No obstante, los objetivos industriales en la aplicación de la ley antimonopolio pueden incluir desde permitir la competencia de empresas con ayudas estatales significativas, la creación de excepciones sectoriales, la promoción de campeones nacionales, hasta permitir la coordinación entre empresas para lograr un fin común (como una reducción coordinada de precios o intercambio de información sensible para desarrollar un proyecto sustentable). La mayoría de las agencias de competencia, en mayor o menor medida, cuentan con grados de independencia en sus decisiones y están diseñadas para ser instituciones técnicas, ajenas a la representatividad democrática, precisamente para que sus decisiones se tomen al margen de las fluctuaciones políticas y así preservar su credibilidad. Por ello, debemos preocuparnos por agencias antimonopolio que se vuelvan excesivamente acomodaticias.

Asimismo, al no ser democráticamente electas, estas agencias no están equipadas ni diseñadas para asumir la tarea de escoger entre objetivos de política pública. En este sentido, si la aplicación de las leyes de competencia obstaculiza otras políticas prioritarias, me parece que les corresponde a los gobiernos electos tomar la difícil de priorizar estas políticas por encima de la competencia, y abordar tales decisiones con transparencia y deliberación, asumiendo el costo político de que sus decisiones pueden conllevar ciertos costos en términos de eficiencia.

Notas a pie de página:

[1] Ver publicación en LinkedIn del 2 de noviembre de 2024, en  https://www.linkedin.com/feed/update/urn:li:activity:7258481129115074561/

[2] Ver carta de misión de Úrsula von der Leyen, Presidenta de la Comisión Europea a Teresa Ribera Rodríguez, Vicepresidenta Ejecutiva designada en materia de competencia económica, del 17 de septiembre de 2024.

Afiliada Senior de la Escuela de Gobierno de la Universidad del Sur de California (USC Price School). De septiembre de 2013 a septiembre de 2021 fue Presidenta de la autoridad de competencia en México (Comisión Federal de Competencia Económica, COFECE).

"el Tribunal de Justicia ha afirmado de manera constante, ya desde sus primeras sentencias, que el objetivo de las normas de competencia del Tratado es únicamente económico, que la protección del proceso competitivo y el bienestar de los consumidores no constituyen objetivos enfrentados, sino intrínsecamente relacionados"

Libre Competencia: Orígenes, Historia y Fundamentos. Algunos comentarios sobre el Derecho de la competencia de la Unión Europea

En el texto “Libre Competencia: Orígenes, Historia y Fundamentos”, Mario Ybar analiza el origen y la evolución del Derecho de la competencia con el fin de identificar sus fundamentos y objetivos, para lo que identifica las que considera que constituyen las cuatro corrientes principales: libertad de competir, bienestar del consumidor, ortodoxia de Chicago y neo-Brandesianismo. Mientas califica de virtuosas a las dos primeras, considera como populistas las dos últimas.

Esta última equiparación me parece discutible. Las limitaciones (esencialmente metodológicas) de la ortodoxia de Chicago son evidentes, al menos desde la comprensión de la competencia como un proceso de descubrimiento que está justificado por la imposibilidad de conocer cómo las interrelaciones entre innumerables factores -muchos de ellos ignorados- determinan el comportamiento de los competidores y, en consecuencia, el resultado del propio proceso competitivo. Pero tampoco las demás corrientes están dotadas de las herramientas necesarias para analizar sistemas complejos. Y, al menos, la aplicación del Derecho de la competencia le debe a la ortodoxia de Chicago la introducción de un cierto grado racionalidad económica y de seguridad jurídica. Esa discusión, sin embargo, queda para otro momento.

Mi objetivo ahora es mucho más modesto. Pretendo, simplemente, realizar una pequeña aportación al panorama que se presenta en el texto comentado sobre la evolución y situación actual del Derecho de la competencia en la UE. De acuerdo con aquél, la influencia originaria del ordoliberalismo habría provocado la constitución de un sistema de defensa de la competencia en el que la teoría económica nunca habría tenido un rol predominante, ya que los objetivos perseguidos no serían sólo económicos, sino -más allá de la consecución de un mercado único- también jurídicos. En consecuencia, la existencia de una infracción podría ser determinada mediante presunciones formales basadas en la naturaleza de la conducta, sin necesidad de realizar un análisis caso a caso de sus efectos económicos.

Creo que semejante descripción merece algún comentario, especialmente en relación con el papel desempeñado por la Comisión y por el Tribunal de Justicia. Porque, a diferencia de la Comisión, lo cierto es que el Tribunal de Justicia ha afirmado de manera constante, ya desde sus primeras sentencias, que el objetivo de las normas de competencia del Tratado es únicamente económico, que la protección del proceso competitivo y el bienestar de los consumidores no constituyen objetivos enfrentados, sino intrínsecamente relacionados, y que, para analizar la licitud de una determinada conducta, no basta con atender a su forma o naturaleza, sino que siempre se han de tener en cuenta las circunstancias jurídicas y económicas de cada caso concreto (Société Technique Minière, 1966; Brasserie de Haecht, 1967).

Sirva como ejemplo, el caso de Consten y Grundig contra la Comisión. Nada más entrar en vigor en vigor del Tratado de Roma (1958), la empresa alemana de televisiones Grundig celebró un contrato de distribución exclusiva para el territorio francés con la empresa Establecimientos Consten, que incluía, además, una protección territorial absoluta. Grundig se comprometía no sólo a no nombrar otro distribuidor en Francia, sino también a impedir las importaciones paralelas de productos Grundig vendidos por sus distribuidores establecidos fuera de Francia (principalmente, los mayoristas alemanes). Según la Decisión de la Comisión, las normas sobre competencia protegen la libertad de las partes y la posición competitiva de los terceros, por lo que declaró que el acuerdo infringía el (actual) artículo 101.1 TFUE. Los posibles beneficios para el consumidor fueron examinandos (y descartados) únicamente en sede el artículo 101.3 TFUE. El Tribunal, por el contrario, entendió que el objeto de aquéllas es proteger la competencia en el mercado en beneficio de los consumidores, y anuló la Decisión en relación con la cláusula de exclusiva. Con excepción de la prohibición de las importaciones paralelas, consideró que la Comisión no había demostrado la ilicitud de la exclusividad en el caso concreto.

La jurisprudencia del Tribunal ha evolucionado desde entonces de manera incremental y, con frecuencia, excesivamente críptica. Ciertamente, en esa evolución ha influido la adopción del “more economic approach” promovido por la Comisión Europa. Inicialmente, en relación con el (actual) artículo 101 TFUE, con la publicación del Libro Verde sobre las restricciones verticales (1997) y la adopción del Reglamento único de exención (1999). Después, el procedimiento de control de concentraciones, mediante el Reglamento 139/2004. Por último, la prohibición del abuso de posición dominante, mediante las Orientaciones sobre las prioridades de la Comisión en la aplicación del (actual) artículo 102 TFUE (2009).

Es verdad que, desde entonces, la Comisión Europea -que reúne facultades propias del poder legislativo, del poder ejecutivo y de agencia de competencia encargada tanto de la instrucción como de la resolución de los expedientes sancionadores- se ha ido alejando de ese paradigma. En ese sentido, los objetivos relacionados con la eficiencia y el bienestar de los consumidores son minimizados (Modificación de las Orientaciones sobre el artículo 102 TFUE, 2023), o, incluso, expresamente abandonados (Reglamento de Mercados Digitales, 2022). La ilicitud, además, puede ser presumida de la forma o naturaleza de determinadas conductas sin necesidad de valorar las circunstancias jurídicas y económicas de cada caso concreto (Borrador de Directrices sobre abusos de exclusión, 2024), incluso cuando produzcan eficiencias que mejoren el bienestar de los consumidores (Reglamento de Mercados Digitales, 2022).

Paralelamente, sin embargo, el Tribunal de Justicia ha establecido que el bienestar de los consumidores constituye el objetivo último que justifica la intervención del Derecho de la competencia (Servizio Elettrico Nazionale, 2022). Por lo tanto, las empresas pueden acreditar que el eventual efecto de exclusión de su comportamiento puede verse contrarrestado, o incluso superado, por mejoras de la eficacia que benefician también a los consumidores (British Airways, 2007). De esta forma, no todos los efectos de exclusión falsean necesariamente la competencia. Por el contrario, las autoridades de competencia han de demostrar que, mediante el recurso a medios distintos de los que rigen una competencia entre las empresas basada en los méritos, la conducta analizada tiene por efecto real o potencial restringir la competencia excluyendo a empresas competidoras al menos tan eficientes (Post Danmark, 2012). Para ello no pueden recurrir a presunciones basadas en la naturaleza de la conducta (Intel 2, 2024), sino que han de tomar en consideración todas las circunstancias de hecho pertinentes (Tomra Systems, 2012;  Unilever Italia, 2023) y analizar los efectos de la conducta caso por caso, teniendo en cuenta el conjunto de todas ellas (Intel, 2017).

Afortunadamente, quedan jueces en Luxemburgo.

Profesor de la Universidad Carlos III de Madrid, en la que se doctoró con Premio Extraordinario y donde dirige el Curso online de Especialización en Derecho de la competencia. Ha asesorado a clientes finales y a despachos de abogados en asuntos relacionados con el Derecho europeo y español de la competencia, sobre el que ha publicado numerosos trabajos de investigación. antonio.robles@uc3m.es.

"la teoría de la escasez, entre otros desarrollada por Thomas Sowell ofrece un marco teórico complementario que puede enriquecer significativamente la propuesta de Ybar"

Los fines del Derecho de la Competencia: entre la Escasez y la Libertad

Introducción: La propuesta de Ybar

En su análisis sobre los orígenes, historia y fundamentos del derecho de la competencia -particularmente en los Estados Unidos-, Mario Ybar identifica cuatro corrientes principales respecto de los fundamentos y objetivos de la política de libre competencia: la libertad de competir, el bienestar del consumidor, la ortodoxia de Chicago y el neo-Brandesianismo. De estas cuatro, el autor considera virtuosas las dos primeras, mientras califica las dos últimas como expresiones del populismo jurídico y económico.

El trabajo del profesor Mario es particularmente relevante por su propuesta de conciliación entre las dos corrientes que considera virtuosas. Por un lado, Ybar reconoce la importancia del bienestar del consumidor como métrica económica, entendido como la maximización de la producción sostenible. Por otro, reivindica la libertad de competir como un derecho fundamental que merece protección por sí mismo, independiente de sus resultados económicos. La originalidad de su propuesta radica en sugerir que el bienestar del consumidor debe operar como límite a la libertad de competir, estableciendo un marco de análisis donde ambos objetivos pueden coexistir de manera armónica.

Específicamente, Ybar propone que cuando una conducta lesiona el proceso competitivo, erosionando la libertad de competir de otro agente económico, debe presumirse legalmente el daño a la competencia. Sin embargo, esta presunción puede ser revertida si los investigados demuestran que su conducta promueve un aumento sostenible de la producción o, al menos, no la disminuye. Este enfoque dual permitiría, según el autor, moldear un sistema de libre competencia que concilie el mayor grado de efectividad institucional posible con la existencia de diques sólidos de resguardo contra la arbitrariedad y el populismo.

Evitar la escasez: ¿Es el fin último del derecho de la competencia?

En este contexto, la teoría de la escasez, entre otros desarrollada por Thomas Sowell ofrece un marco teórico complementario que puede enriquecer significativamente la propuesta de Ybar. Y como dice Sowell, en Basic Economics:

The first lesson of economics is scarcity: There is never enough to satisfy everyone. The first lesson of politics is to disregard the first lesson of economics”

Para Sowell, la escasez constituye el fundamento del comportamiento económico: dado que los recursos son finitos mientras los deseos humanos son ilimitados, individuos y sociedades enfrentan constantemente decisiones sobre cómo asignar estos recursos limitados.

El diálogo entre ambas perspectivas revela importantes puntos de convergencia. Tanto Sowell como Ybar reconocen que un sistema de libre competencia debe promover la asignación eficiente de recursos. Para Sowell, esto es una consecuencia natural de la escasez; para Ybar, se refleja en su apoyo al bienestar del consumidor como métrica de eficiencia. Ambos, además, conciben la competencia como un proceso vital: Sowell como mecanismo natural para asignar recursos escasos, Ybar como derecho fundamental que debe ser protegido.

Y es que la pregunta sería si la escasez, siendo el problema económico por excelencia, podría ser un “faro” para pensar que, cualquier comportamiento que tienda, promueva o se dirija, a crear escasez artificial en un mercado, sería, por su efecto, ¿anticompetitivo? Todo comportamiento que genere un daño, debe ser indemnizado, si queremos tener una sociedad que aspire a crecer y desarrollarse. ¿Por qué no los daños que se generan por el comportamiento anticompetitivo?

La visión de Sowell sobre la escasez puede fortalecer el argumento de Ybar sobre la necesidad de un enfoque dual en el derecho de la competencia. La escasez fundamenta tanto la necesidad de eficiencias (aspecto económico) como la protección de la libertad de competir (aspecto jurídico), ya que en un contexto de recursos limitados, todos deben tener igual oportunidad de acceder a ellos. Esta complementariedad sugiere que ambas perspectivas pueden reforzarse mutuamente.

Sin embargo, el diálogo también revela tensiones productivas, particularmente respecto al rol del Estado y los objetivos de la política de competencia. Y aunque Mario propone un rol más activo del Estado como garante tanto de la eficiencia como de la libertad de competir, quizá probablemente en muchos escenarios, la regulación y el regulador, más que la solución, son “el problema en sí mismo”.

La teoría de la escasez puede servir como marco teórico para la propuesta de pensar en el crecimiento económico como el mecanismo necesario para promover la competencia y la libertad económica. La escasez, que puede ser natural a un mercado, justifica tanto la necesidad de eficiencia como la protección de la libertad de competir, y el bienestar del consumidor puede operar como punto de equilibrio entre estos dos imperativos derivados de la escasez. Evitar escasez en contextos de abundancia, cuando es el resultado de comportamientos torticeros, es el más simple mecanismo para entender los fines del derecho de la competencia.

Conclusión e invitación a la discusión futura

La teoría de la escasez proporciona un fundamento económico adicional, contrario, mas no contradictorio, con el marco dual propuesto por Ybar. Este diálogo teórico no solo enriquece nuestra comprensión de los fundamentos económicos del derecho de la competencia, sino que también ofrece orientaciones prácticas para su aplicación.

La síntesis de ambas perspectivas sugiere que un sistema de libre competencia efectivo debe considerar tanto la realidad económica de la escasez -que puede ser manipulada- como la necesidad jurídica de proteger la libertad de competir, utilizando el bienestar del consumidor como punto de equilibrio entre ambos objetivos. Esta aproximación resulta particularmente relevante en el contexto actual, donde la complejidad de los mercados y la evolución de las prácticas comerciales restrictivas requieren marcos de análisis sofisticados que puedan integrar múltiples dimensiones sin perder coherencia ni efectividad. Pero sobre todo: sin que dejemos de tener claro que, sin crecimiento económico no hay progreso.

Phd (Oxford), LLM (Harvard), MEcon (Javeriana) PhD Econ (candidato, IUOG). Socio, ECIJA Colombia, especializado en derecho de la competencia, tecnología, telecomunicaciones y regulatorio. Ex Superintendente Delegado para la Protección de la Competencia y Ex Director de la Comisión de Regulación de Comunicaciones (CRC).

"El artículo de Mario propone una solución que invita a toda el área a una mesa común donde poder conversar en los mismos términos, por la vía de depurar el debate sobre los fines y valores del derecho de la competencia. Esto permite, en último término, avocarse a una cuestión fundamental pero dejada un poco de lado en estos días: la discusión concreta sobre el mérito sustantivo de la sanción de conductas anticompetitivas en casos específicos"

Una mesa común: Comentario a “Libre Competencia: Orígenes, Historia y Fundamentos” de Mario Ybar

Una de las características más fascinantes del derecho de la competencia radica en que sus hitos y épocas son fácilmente determinables. Se puede apuntar una época fundacional, comenzando en 1889 y 1890 con la Anti-Combines Act canadiense y la Sherman Act de Estados Unidos. Los cambios jurisprudenciales son fácilmente clasificables (en materia de fijación de precios de reventa, por ejemplo, la aplicación de la regla per se y la rule of reason en Dr. Miles y Leegin en Estados Unidos, respectivamente). Hoy en día, la evolución de las escuelas de Harvard, Chicago y Post-Chicago (incluyendo, quizás hoy, al movimiento neobrandesiano) constituyen episodios ya clásicos del canon.

Siguiendo esta idea, el artículo “Libre Competencia: Orígenes, Historia y Fundamentos” de Mario Ybar muestra esta periodificación histórica del derecho de la competencia, con el fin de explicar por qué hoy en día se sanciona lo que se sanciona y cómo este análisis puede ser mejorado. De lectura amena y pedagógica, el artículo muestra la evolución del derecho de la competencia como un proceso que no nace de la noche a la mañana, que se ha nutrido de tanto experiencias concretas como de la academia. En este contexto, existen algunos puntos del artículo que llaman la atención por la agudeza de su análisis.

En primer lugar, el hecho de que la actividad jurisprudencial y doctrinaria del derecho de la competencia “se ha regido por los principios económicos imperantes en cada época”, los cuales, naturalmente, han ido cambiando con el transcurso del tiempo. Así, el artículo es enfático en que la interpretación actual del derecho de la competencia dista de las ideas originales que dieron lugar a la Sherman Act. En efecto, para 1890, esta nueva regulación se basaba en la imposibilidad del common law para hacerse cargo de la entrada de trusts y monopolios a los mercados, donde se afectaba la libertad de comercio de otros competidores. Estas concepciones se acentuaron tras la Gran Depresión y el New Deal, las que implicaron nuevas teorías estructuralistas que, en algunos casos, tuvieron un mayor o menor correlato en controversiales pronunciamientos legislativos y jurisprudenciales (como la Robinson-Patman Act y, ya en los años 60’, el caso Brown Shoe). Posteriormente, nuevos aires desregulatorios propiciaron la adopción del estándar del bienestar del consumidor de Aaron Director y Robert Bork. Sin embargo, el (mal) uso de esta nueva variable, tanto desde el punto de vista doctrinario como de política de competencia, generó el cuestionamiento de la escuela de Post-Chicago. Finalmente, las nuevas corrientes neobrandesianas o neoestructuralistas han visto en el caso de los mercados digitales una situación de under-enforcement, debido a la aplicación irrestricta del estándar del bienestar del consumidor y al desconocimiento o negación de las leyes competencia como herramientas de dispersión del poder económico y de aseguramiento de condiciones democráticas.

En este sentido, una segunda temática que aborda enfáticamente el artículo radica en la caracterización y evolución del estándar del bienestar del consumidor. Lejos de concepciones que lo ubican como un dogma del derecho de la competencia, el artículo entiende el estándar como lo que es: un método de análisis que permite determinar la anticompetitividad de una conducta, especialmente en materia de conductas unilaterales. Y como todo método de análisis, puede estar sujeto a críticas. Estos cuestionamientos han consistido en argumentos tanto históricos como económicos, donde el artículo es enfático. Desde el punto de vista histórico, ya es un consenso que el estándar del bienestar del consumidor no existía al momento de la dictación de la Sherman Act. Desde la perspectiva económica, también es conocida la crítica de que Bork confundió en sus modelos bienestar del consumidor con bienestar general. En este contexto, el esfuerzo Post-Chicago y de corrientes actuales (reacias de posturas tanto libertarias como neobrandesianas) ha consistido en aplicar el estándar del bienestar del consumidor como una variable de análisis que puede generar un equilibrio entre la disuasión de conductas anticompetitivas y la promoción de prácticas eficientes. En otras palabras, una aplicación alejada de posiciones ideológicas extremas.

Esta “limpieza” del estándar del bienestar del consumidor ha permitido la clarificación de conceptos que permiten al mundo del derecho de la competencia debatir hoy en día, en palabras de otro artículo de Mario, sobre “de qué hablamos cuando hablamos de competencia”. Así, el artículo muestra que, hoy en día, existe una disyuntiva, ya como bienes jurídicos propiamente tal, entre eficiencia y libertad para competir. La primera aproximación es tributaria de la aplicación del estándar del bienestar del consumidor, pero en su forma “agnóstica”, como rigurosamente muestra el artículo. Sin perjuicio de lo anterior, puede entenderse de manera estricta (esto es, una restricción de output de cara a los consumidores) o de forma amplia (una restricción de output que impacte también a otros actores, como a proveedores). La segunda aproximación, en cambio, entiende la libre competencia como la protección de la rivalidad entre los competidores. Naturalmente, ambos bienes jurídicos pueden ser contradictorios entre sí. Se ha criticado a la primera postura por ser excesivamente tolerante con actores que incurren en conductas efectivamente anticompetitivas, mientras que la segunda aproximación ha sido históricamente cuestionada por el ya viejo adagio de que “protege a competidores y no a la competencia”.

Ante esto, el artículo propone una solución armónica: no hay problemas en usar el estándar del bienestar del consumidor como una herramienta de análisis, pero siempre en contexto de la libertad de competir. De esta manera, la afectación de variables competitivas de cara a los consumidores debe constituir un límite a la protección, a toda costa, de la libertad de competir. En concreto, una conducta que afecte la rivalidad entre competidores no debería ser sancionada si es que el actor imputado puede probar que no ha habido una restricción de output. A mayor abundamiento, en caso de dudas desde el punto de vista económico, a menor evidencia, debería privilegiarse la protección de la rivalidad. En caso contrario, la afectación a variables competitiva debería primar.

Como puede apreciarse, esta propuesta propone solucionar un problema que no es ajeno en Chile y donde el estado del arte no ayuda mucho. A diferencia de los casos estadounidenses y europeos, nuestros hitos fundacionales (el Título V de la Ley Nº 13.305 de 1959 y el Decreto Ley Nº 211 de 1973) constituían eminentemente parte de políticas económicas más amplias, como el combate a la inflación y el establecimiento de un sistema de libertad de precios. Si bien existen menciones históricas a la “defensa” y a la “protección” de consumidores como objetivos legales y jurisprudenciales, es un error asimilar dichas ideas a la manera de Chicago. Hoy en día, si bien se cuenta con pronunciamientos de la Fiscalía Nacional Económica y el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia de que el sistema chileno “protege a la competencia y no a competidores”, la Corte Suprema, reproduciendo jurisprudencia de las antiguas comisiones, entiende (y ha fallado entendiendo) que existe una protección a todos los actores del mercado. Para sumarle más problemas, el tratado de libre comercio con Estados Unidos menciona expresamente la eficiencia y el estándar del bienestar del consumidor.

Ante el estado del arte, el artículo de Mario propone una solución que invita a toda el área a una mesa común donde poder conversar en los mismos términos, por la vía de depurar el debate sobre los fines y valores del derecho de la competencia. Esto permite, en último término, avocarse a una cuestión fundamental pero dejada un poco de lado en estos días: la discusión concreta sobre el mérito sustantivo de la sanción de conductas anticompetitivas en casos específicos. Al igual que otros trabajos de Mario que ya son lectura obligada en los cursos de libre competencia, el artículo se suma con honores a este catálogo de textos muy probablemente “canónicos” a futuro para el estudio del derecho de la competencia en Chile.

Abogado de la Universidad de Chile, asociado en Estudio Lewin Abogados.

"A fin de cuentas, la técnica (lo que Ybar denomina legal o económico) siempre obedece a una decisión sustantiva sobre qué se quiere buscar. Solo una vez que hemos decidido qué queremos (una cuestión política) nos fijamos en los medios para implementarlo (lo legal o económico)"

Siempre hay política en la política de competencia: Comentario al texto de M. Ybar

Debo partir señalando que participé de la edición de este libro de Mario Ybar (Ybar, 2024), y que ello me causó bastante satisfacción. No solo por el resultado final (el cual es 99,9% mérito de Mario), sino además porque el predecesor inmediato de este texto, un breve artículo titulado “De qué hablamos cuando hablamos de competencia” (Ybar, 2009) me fue muy útil como estudiante cuando me introduje al mundo de la libre competencia (hacía unos ya “lejanos” 5 años). Esta versión mejorada del texto probablemente será igual de útil para futuros estudiantes.

El texto de Mario Ybar constituye un aporte indudable a nuestra doctrina. Este nos permite encumbrar el vuelo teórico, y ver las discusiones con algo más de perspectiva. La discusión del día a día de libre competencia suele concentrarse en tal o cual test, y en los hechos de cierto caso. Pero si toda esta discusión ha de tener sentido, es porque creemos que es siquiera posible que la institucionalidad de libre competencia logre un objetivo valioso. Es sobre estos objetivos, y otras cosas, que trata el libro de Ybar.

Hasta aquí con mis sinceras loas. Ahora busco expresar mis igualmente sinceras discrepancias con el texto de Ybar. Estas no buscan opacar ninguna parte de su texto, sino que invitar a la discusión. 

Sobre el estándar propuesto por Ybar

Ybar propone un nuevo estándar para evaluar la licitud de conductas, que busca reconciliar el bienestar del consumidor con la libertad de competir (Ybar, 2024, p. 36). El test es el siguiente: “acreditado que una determinada conducta lesiona el proceso competitivo, erosionando la libertad de competir de otro agente económico, se presumirá legalmente el daño a la competencia. El o los acusados, por su parte, podrán revertir la presunción demostrando o bien que su conducta «fomenta un aumento sostenible de producción» o, al menos, que la misma «no disminuye la producción», según cada sistema jurídico determine” (Ybar, 2024, p. 35).

La segunda parte del test, la “defensa” del acusado, viene con un etiquetado engañoso. Ello, pues ésta nominalmente se refiere al bienestar del consumidor, pero sustantivamente no es el caso. Digo nominalmente, porque, a fin de cuentas, ella se refiere a la eficiencia asignativa. Lo que se busca es un aumento en el bienestar total, esto es, incluyendo tanto el excedente del consumidor como del productor, sin consideración de cómo se distribuye el excedente que conlleva ese aumento en la producción (ver nota CeCo sobre estándares de bienestar). Así, el test de Ybar es agnóstico respecto de si ese excedente es traspasado a los consumidores o los productores. Al mismo Robert Bork, quien originalmente propuso el test del bienestar del consumidor, se le critica que intenta hacer pasar un aumento en el bienestar total por un aumento en el bienestar del consumidor (Heyer, 2014, p. 20; Khan, 2017, p. 20). En mi opinión, Ybar replica ese error de etiquetado.

Sobre el asimétrico tratamiento que Ybar da a la escuela de neobrandeis vis a vis la escuela ordoliberal

Las críticas que dirige Ybar hacia los neobrandesianos son poco balanceadas si se las compara con las loas que dirige hacia la finalidad que promueve la libertad de competir. Al respecto, califica a la escuela de neobrandeis de “populista” y señala que tiene un sustrato mucho más político que económico (Ybar, 2024, p. 6). Luego destaca la dificultad de administración de un objetivo político carente de métrica de análisis (Ybar, 2024, p. 21).

Con todo, al mismo tiempo Ybar defiende la libertad de competir y la califica de virtuosa (Ybar, 2024, p. 6). Como comentario preliminar, valga decir que a la libertad de competir también se le puede criticar porla dificultad de administración de un objetivo político carente de métrica de análisis” (Ybar, 2024, p. 21).

Dicho aquello, Ybar considera valiosa la visión que protege la libertad de competir, cuestión que toma de la tradición ordoliberal (Ybar, 2024, p. 24). Con todo, para los ordoliberales, la competencia es el instrumento usado para controlar el excesivo poder económico, y su foco está en hacer posible la dispersión de dicho poder pues habría una relación positiva entre esto último y la protección de la democracia (Vatiero, 2015, pp. 293–295) (ver también nota CeCo “Bienestar para Todos: El Ordoliberalismo y la Competencia como Medio para una Sociedad Libre”). Esto es consistente con que, bajo esta visión, hay un importante énfasis en la protección del proceso competitivo, prefiriéndose bajo este modelo incluso un estado de cosas ineficiente pero libre de (o con menor) opresión político-económica (Monti, 2006, p. 43).

Aquí es llamativo que, como el mismo Ybar sostiene, para los neobrandesianos hay un foco en “el riesgo de que la consolidación del poder económico alimente la concentración del poder político, y que un poder privado carente de control termine socavando y desbordando al Estado de Derecho. Por lo mismo, desde su perspectiva, el derecho de competencia tendría una finalidad mucho más relevante que servir de instrumento a la obtención de beneficios a los consumidores: en realidad, se trataría de una herramienta esencial para construir una sociedad sobre cimientos democráticos” (Ybar, 2024, p. 21). Pero realizada esa certera descripción, Ybar pasa a tildar esta postura como una que es populista y tiene un sustrato mucho más político que económico (Ybar, 2024, p. 6). Con todo, el ordoliberalismo que califica de virtuoso, y la escuela de neobrandeis que cataloga de populista, en sus cimientos tienen bastante en común (Wörsdörfer, 2023), como se pudo ver recién.

Ybar y neobrandeis, no tan lejos después de todo

Otro aspecto relevante es que el test que ofrece Ybar, en su primera parte, se asemeja bastante a lo señalado por los neobrandesianos. Como vimos, la primera parte de su test señala que “acreditado que una determinada conducta lesiona el proceso competitivo, erosionando la libertad de competir de otro agente económico, se presumirá legalmente el daño a la competencia” (Ybar, 2024, p. 35). 

Como señalé, esto se asemeja bastante a lo que han propuesto algunos neobrandesianos. Así, Lina Khan ha planteado que “deberíamos reemplazar el estándar del bienestar del consumidor por una aproximación orientada alrededor de preservar una estructura de mercado y proceso que sean competitivos” (Khan, 2017, p. 803). De manera similar, Tim Wu propone un estándar que se basa en la siguiente pregunta respecto de ciertas conductas: “¿es esta simplemente parte del proceso competitivo, o está destinado a ‘suprimir o incluso destruir la competencia’”?(Wu, 2024, p. 3). 

Así, pareciera que Ybar adopta (en parte) un estándar bastante parecido a aquel de la escuela de neobrandeies que tanto critica. Por supuesto, esta es solo la primera parte del test de Ybar, pero si el estándar de neobrandeis fuera tan poco razonable (por ser un objetivo político carente de métrica de análisis), entonces no debería jugar rol alguno en su propuesta.

Aún más, el mismo Ybar, citando a Blake y Jones, señala que la primera parte del test tiene un rol en “el sistema de checks and balances propiciado por la libre competencia”, que reemplazaría “el rol regulatorio que otros países entregaban preponderantemente al estado” (Ybar, 2024, p. 33). Esto, parece dar cuenta de que, a fin de cuentas, Ybar sí toma en cuenta las preocupaciones políticas que tienen en mente los miembros de neobrandeis (lo que no es sorprendente una vez que consideramos que tanto los neobrandesianos como los ordoliberales que Ybar admira tienen bastante en común). Así, Ybar cierra sugiriendo que: “apelemos al fundamento de la democracia económica, que no es otro que el derecho de participar del mercado y a tener la posibilidad de prosperar en él bajo la seguridad de que el Estado de Derecho protegerá dicha libertad fundamental de la interferencia de terceros” (Ybar, 2024, p. 37).

La posición de Ybar es tan política como la de todo el resto

Lo recién dicho me permite tocar un punto final sobre la crítica que dirige Ybar a los neobrandesianos. Este señala que la escuela de neobrandeis es viciosa porque sus propuestas “tienen un sustrato mucho más político que legal o económico” (Ybar, 2024, p. 6). Al respecto, primero, toda escuela de pensamiento tiene un sustrato político. A fin de cuentas, la técnica (lo que Ybar denomina legal o económico) siempre obedece a una decisión sustantiva sobre qué se quiere buscar. Solo una vez que hemos decidido qué queremos (una cuestión política) nos fijamos en los medios para implementarlo (lo legal o económico) (Peralta, 2022, pp. 459–464). 

Segundo, el mismo Ybar cae en esto. Así, señala que la razón por la que incorpora a su test la preocupación por la libertad de competir “(…) es más bien política. Un sistema anclado únicamente en la persecución de la eficiencia económica parece poco consistente con una democracia pluralista en necesidad de re-legitimar sus instituciones” (Ybar, 2024, p. 35). Así, Ybar parece terminar haciendo aquello mismo que reprocha al movimiento neobrandesiano. Y esto es inevitable, pues siempre toda decisión sobre qué ha de perseguir un régimen jurídico, se retrotrae a una decisión política.

Bibliografía:

Heyer, K. (2014). Consumer Welfare and the Legacy of Robert Bork. Journal of Law and Economics, 57.

Khan, L. (2017). Amazon’s Antitrust Paradox. Yale Law Journal, 126(3), 710–805.

Monti, G. (2006). The Concept of Dominance in Article 82. European Competition Journal, 2(1), 31–52.

Peralta, I. (2022). Los tecnócratas y su monopolio sobre la libre competencia. Latin American Legal Studies, 10(2), 1–25.

Vatiero, M. (2015). Dominant market position and ordoliberalism. International Review of Economics, 62, 291–306.

Wörsdörfer, M. (2023). The Shared Roots of (Neo-)Brandeisianism and Ordoliberalism Suggest How To Regulate Big Tech. Promarket. https://www.promarket.org/2023/10/23/the-shared-roots-of-neo-brandeisianism-and-ordoliberalism-suggest-how-to-regulate-big-tech/

Wu, T. (2024). Después del Bienestar del Consumidor, ¿qué sigue? El estándar de la ‘protección de la competencia’ en la práctica (I. Peralta, Trans.). Investigaciones CeCo, 1–16.

Ybar, M. (2009). ¿De qué hablamos cuando hablamos de Competencia? 1–12.

Ybar, M. (2024). Libre Competencia: Orígenes, Historia y Fundamentos. Investigaciones CeCo.

Abogado de la Universidad de Chile e Investigador CeCo UAI. Ayudante ad honorem de Filosofía de la Moral, Justicia Social y Teoría de la Justicia, de Derecho Penal en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile.
Fotografía de Sebastián Cañas O.

"A lo largo de la historia, en la tradición continental del derecho se encuentran múltiples prototipos de regulaciones que, no solo prohibían la colusión, sino también algunas conductas que podrían hoy entenderse como formas de abusar".

El (impopular) fundamento continental (y pre-moderno) de las normas de competencia ¿por qué queremos bienestar y eficiencia?

Una de las múltiples “fake news” que se difunden en la academia jurídica contemporánea (inevitablemente intoxicada por la modernidad y su sesgo presentista) es la suposición de que la primera ley de libre competencia es la Sherman Act de EE.UU.

No se pongan nerviosos. No quiero decir que sea falso que lo que hoy conocemos como derecho “antitrust” o “competition law”, con todas sus doctrinas, escuelas y corrientes, no tenga como indiscutible punto de partida histórico aquél escueto conjunto de reglas que fueron promulgadas en 1890 en EE.UU. (prohibiendo cualquier contrato, combinación o conspiración “in restrain of trade”). No.

Lo que sí quiero levantar es la prevención de que toda esa amalgama de ideas que dan sentido a las reglas de libre competencia, ya sea sistematizándolas o reinterpretándolas, no necesariamente obedecen a las ideas que John Sherman propuso. Estas ideas serían, más bien, una realidad construida en torno a la necesidad de perfeccionar los análisis económicos para la conducción de políticas públicas, entre ellas, el combate a los acuerdos entre competidores y abusos semejantes.

Prueba de lo anterior es que, un año antes de la promulgación de la Sherman Act, ya se había aprobado en Canadá un cúmulo de reglas que prohibía buena parte de las conductas declaradas “ilegales” por la Sherman Act. Hablo de la “Anti-Combinations Act” canadiense -cito en inglés para que me crean- “for the Prevention and Suppression of Combinations formed in restraint of Trade”.

Dicha ley prohibía, con un lenguaje asombrosamente similar al utilizado en la Sherman Act, las combinaciones (combinations), conspiraciones (conspiracies) entre personas o compañías con el objetivo de afectar el comercio, limitar la producción, o -preste mucha atención- para indebidamente prevenir o dañar la competencia en la producción de productos objeto del comercio. Todo lo anterior con sanciones de multas, regulado por las normas procedimentales penales de Canadá.

En su reciente artículo, el destacado abogado y ex subfiscal Nacional Económico, Mario Ybar, afirma que: “La libre competencia moderna, cuyo hito inicial es la Ley Sherman, no arranca de la nada. Por el contrario, tiene su fundamento en una tradición de muchos siglos del common law, anclada en la preocupación por las distorsiones de precios y las restricciones a la libertad del comercio” (p. 36).

Fuera de los “dimes-y-diretes”, sobre qué vino antes, o qué vino después, coincido en buena parte con Ybar al afirmar que el fundamento de la libre competencia encuentra una raigambre histórica mucho más profunda, siendo dicha área del derecho un producto final de una tradición de muchos siglos. Sin embargo, esta tradición no es exclusiva (y tampoco creo que sea originaria) del common law

En esta columna intentaré hacer un breve rewind -desde la Anti-Combinations Act canadiense hacia atrás- para dejar plateada la idea -por conspirativa que parezca- de que, a lo largo de la historia, en la tradición continental del derecho se encuentran múltiples prototipos de regulaciones que, no solo prohibían la colusión, sino también algunas conductas que podrían hoy entenderse como formas de abusar o -a “la americana”- de monopolizar. 

Hago la prevención al lector de que las normas y las técnicas legislativas deben situarse en sus adecuados contextos históricos. En este sentido, antes que nada, debe considerarse que hasta hace solo un par de siglos, la economía no era considerada como una disciplina “independiente” de las demás en la academia, sino como una rama de la filosofía política (eso explica por qué Adam Smith era filósofo, y no “opinólogo” de matinal como otros de sus colegas hoy).

La segunda prevención es que, previo al surgimiento y desarrollo de la economía moderna, preeminentemente industrial y masificada, en economías marcadamente rurales, locales, y dependientes del comercio urbano, era de esperarse que las técnicas legislativas estuviesen dirigidas a atacar al monopolista “del pueblo”, o dicho en forma más poética, a “aquél que acapare el grano” (Proverbios 11:26).

La tercera y última prevención es que, durante mucho tiempo, en buena parte de la tradición continental, la obligación de fundamentar las sentencias no era algo normalizado o generalmente instalado. Al contrario, existían múltiples leyes que prohibían citar jurisconsultos (iurisprudentia) distintos de algunos autores clásicos, o simplemente no existía ni siquiera la obligación de citar las normas jurídicas que aplicaban los jueces (p.ej. por la facultad de arbitrio judicial que rigió en el derecho indiano).

Pues bien, el primer punto de nuestro rewind es el Código Penal español, de 1848, que castigaba a los que: solicitaren dádiva o promesa para no tomar parte en una subasta pública, y los que intentaren alejar de ella a los postores, por medio de amenazas, dádivas, promesas o cualquier otro artificio, con el fin de alterar el precio del remate, […] Los que se coligaren con el fin de encarecer o abaratar abusivamente el precio del trabajo, o regular sus condiciones, […] Los que esparciendo falsos rumores, o usando de cualquier otro artificio, consiguieren alterar los precios naturales que resultarían de la libre concurrencia en las mercancías, acciones, rentas públicas o privadas, o cualesquiera otras cosas que fueren objeto de contratación” (arts. 460-462). 

Varios años antes, el Código Penal francés de 1810, sancionaba a: “Todos los que, mediante hechos falsos o calumniosos sembrados deliberadamente entre el público, mediante sobrepujas realizadas a los precios solicitados por los propios vendedores, mediante reuniones o coaliciones entre los principales poseedores de una misma mercancía o producto, tendientes a no venderla, o venderlo únicamente a un precio determinado, o que, por cualquier medio o vías fraudulentas, haya causado el aumento o disminución del precio de alimentos o mercancías o de títulos y efectos públicos por encima o por debajo de los precios que habrían sido determinados por la competencia [concurrence] natural y libre del comercio, será castigado con pena de prisión de al menos un mes, no superior a un año, y multa de quinientos francos a diez mil francos. Los culpables también podrán ser puestos, mediante arresto o sentencia, bajo la supervisión de la alta policía durante al menos dos años y como máximo cinco años” (art. 419, traducción libre, énfasis y corchetes agregados).

Contrario a lo que han sugerido algunos, debe considerarse que la traducción literal de la palabra “competencia” en francés es concurrence (que es la palabra utilizada en la disposición anterior), lo cual además explica por qué hasta el día de hoy la legislación francesa de libre competencia protege “le jeu de la concurrence sur un marché”.

Yendo más atrás en el tiempo, hay una Real Cédula del Rey Carlos IV de España, de 1790, que prescribe “Las Reglas Convenientes Para Evitar Todo Abuso Y Monopolio En El Comercio De Granos”, en la cual el rey ordena: cesar desde ahora la continuación de dichos Comerciantes, que almacenan y estancan los granos, paja y semillas para retenerlos, é impedir su libre circulación, renovándose como desde luego renuevo contra ellos las prohibiciones y penas contenidas en las Leyes antiguas del Reyno […] y los que fijan Cédulas para llamar los cosecheros y revender clandestinamente estos frutos de primera necesidad (artículo I).

En el artículo siguiente de dicha cédula, el Rey aclara que “el comercio prohibido quiero se ciña únicamente al de reventa, estanco y monopolio”, fijándose a continuación el derecho del comprador de decidir el medio de pago para intercambiarlo (dinero si lo desea) y que cuando se venda “fiado” no pueda ser a mayores precios que el precio “medio” de los últimos cuatro mercados continuos del mes.

Lo más asombroso, es que la historia legislativa antimonopolios no se queda ahí, sino que se remonta a muy antaño. Como explica Abarca (2024), en el periodo colonial (1569) hay registro de una norma de la ciudad de Santiago que proscribía el acaparamiento. Si vamos más atrás en el tiempo, nos encontramos con que el Código de las Siete Partidas del Rey Alfonso X de Castilla (1221-1284), en la Partida 5, Título 7º Ley II disponía lo siguiente: Cotos é posturas ponen los mercaderes entre sí faciendo juras é cofradías que se ayuden unos con otros, poniendo precio entre sí (…) E porque se siguen muchos males dende, defendemos que tales cofradías, é posturas, é cotos, como estos sobredichos, nin otros semejantes dellos, non sean puestos sin sabiduría é otorgamiento del Rey, é si los pusieren, que non valan. E todos cuantos aquí adelante los pusieren, pierdan todo cuanto que ovieren é sea del Rey. É aun demás desto, sean echados de la tierra para siempre”.

Los ejemplos anteriores, son solo algunos (y los más cercanos) de múltiples disposiciones legislativas que rigieron cientos de años, en distintos sectores de Europa y Asia, y que mediante recopilaciones centenarias (por no decir milenarias) prolongaron su duración en contextos y lugares completamente diferentes. Todo esto ha sido constatado y recopilado de una manera brillante por Roman Piotrowski en su obra “Cartels and Trusts, Their Origin and Historical Development from the Economic and Legal Aspects”. 

Pero ¿Qué enseñanza podemos sacar de todo lo anterior?

Este cúmulo de disposiciones, junto a otras varias que prohibían la especulación, la usura, la lesión enorme, entre otros ejemplos, tenían en común el fundamento de que buscaban materializar la justicia en los intercambios, es decir, la justicia conmutativa (y no distributiva).

Dicha pregunta, o búsqueda por la justicia, se hacía difícil de explicar con el bajo nivel de desarrollo que el análisis económico del medioevo tenía, puesto que conceptos tales como “utilidad”, “valor agregado”, “costo de oportunidad” o “valor de mercado” aún no recibían la debida atención de la academia, dando lugar a prejuicios o interpretaciones contrarias sobre el valor moral de la intermediación o el préstamo. En este escenario, surgieron innumerables tratados de la escolástica y la neo-escolástica, que abordaron sin cansancio el tema de la justicia en los intercambios y en los contratos, como tópico propio del estudio de las leyes (De Iustitia et de Iure, o De Contractibus)

No es descartable que el lento pero seguro desarrollo que tuvo el pensamiento económico en los doctores de la escolástica -quienes no podían hacer más que recopilar el conocimiento que ya existía, sistematizarlo, y someterlo a la prueba de la lógica- haya inspirado parte del pensamiento económico moderno. Esto explicaría por qué, por ejemplo, Joseph A. Schumpeter -un autor de indiscutida reputación e importancia para la libre competencia y el pensamiento económico contemporáneo- en su “Historia del análisis económico” le habría dedicado tantas horas a criticar la perspectiva escolástica (en forma meticulosa y un tanto celosa).

Volviendo al planteamiento de Ybar, este señala que: la existencia de competencia, entendida como la coordinación espontánea resultante del ejercicio de libertades económicas individuales, constituye un valor en sí mismo, independiente de los resultados que produce. La eficiencia económica, así mirada, es un resultado indirecto del ejercicio de la libertad económica, tanto como lo son otros objetivos deseados que se atribuyen a la política de libre competencia” (Ídem, p. 33).

Dicha afirmación, a mi parecer, no puede pasar desapercibida. Y es que, quizás, el factor más distintivo que la libre competencia tiene frente a meras normas que prohíben colusiones, acaparamientos, o actos de especulación, es que se trata de una legislación cuya observancia y cumplimiento consiste en materializar una política pública. Política que, a su vez incide -aunque sea de manera indirecta- en el bienestar de las personas, apostando -la teoría económica contemporánea- a que la protección -a nivel microeconómico- de la libertad para competir, el proceso competitivo, y la eficiencia económica, llevarán a la mejor de las situaciones posibles, es decir, aquella que más se asemeje al de aquél ideal moderno que llamamos “competencia perfecta” (que maximiza el bienestar social). 

Es decir, la libre competencia es una política pública que, de manera cuasi-religiosa, apuesta a lograr que la conducción de normas orientadas a maximizar sus tan controvertidos “fines” (i.e. eficiencia económica, bienestar del consumidor, protección del proceso competitivo, etc.), indirectamente, generará como resultado un escenario “igualitario”. Un escenario en el cual la libertad contractual (o autonomía de la voluntad) se verá sistemáticamente defendida de las amenazas de aquellos que atenten contra uno de los principios más instintivos y antiguos del derecho (y que con el surgimiento de las doctrinas modernas se había visto opacado en la tradición jurídica occidental): la justicia conmutativa. 

Pero díganme, ¿de qué otra manera se puede combatir, el mal supremo identificado por los economistas clásicos: la pérdida irrecuperable de la eficiencia? 

A mi juicio, la eficiencia económica y el bienestar del consumidor, correctamente explicados y delineados por Ybar, no constituyen, ni jamás lo harán, fines en sí mismos. Estos conceptos solo son instrumentos dirigidos a lograr una legitimación ciudadana de la moderna economía de mercado, permitiendo al mayor número posible conformarse con lo dado y recibido producto de sus intercambios, y eliminando el amargor que los “abusos” en los intercambios muchas veces generan. Prueba de lo anterior, a mi parecer, es la popularidad que los asuntos de libre competencia tienen en los consumidores (ver encuesta ciudadana de CeCo).

Abogado y Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales, Universidad de Chile. Diplomado en Legal Analytics UAI (2024). Abogado asociado al equipo de libre competencia de Bofill Mir Abogados. Investigador en Derecho CeCo UAI (2022-2023).