Newsletter
Suscríbete a nuestro Newsletter y entérate de las últimas novedades.
"La propuesta de este documento es que allí donde la economía no tiene una respuesta clara, en vez de abogar por el laissez faire, apelemos al fundamento de la democracia económica, que no es otro que el derecho de participar del mercado y a tener la posibilidad de prosperar en él bajo la seguridad de que el Estado de Derecho protegerá dicha libertad fundamental de la interferencia de terceros"
Abstract: Este texto analiza la historia del derecho de la libre competencia, desde sus orígenes hasta la actualidad. Se explica cómo los Estados Unidos y Europa crearon normativas especiales para proteger la competencia y reemplazar los principios generales del common law en la regulación del comercio. Se examina la evolución de estas normativas y su convergencia en torno al bienestar del consumidor como fundamento del derecho de la competencia. Se identifican cuatro corrientes principales en cuanto a los fundamentos y objetivos de la política de libre competencia: libertad de competir, bienestar del consumidor, ortodoxia de Chicago y neo-Brandesianismo. Finalmente, se propone un camino para compatibilizar las vertientes virtuosas (bienestar del consumidor y libertad de competir) con el fin de contribuir al desarrollo de un sistema de libre competencia que equilibre la máxima efectividad institucional con la presencia de barreras firmes de protección contra la arbitrariedad y el populismo.
"se trata de un valiente esfuerzo de Mario Ybar por entrelazar las diversas tradiciones y fundamentos del derecho de la competencia para que todo el proyecto responda mejor a sus orígenes democráticos y sea más eficaz en la protección de la competencia"
El populismo tiene profundas raíces en la política de antimonopolio de Estados Unidos. Como observó Matt Stoller, una voz prominente en el debate contemporáneo sobre los monopolios y el poder económico, en su libro Goliath: The 100-Year War Between Monopoly Power and Democracy, la ley de antitrust de EE. UU., cuando se arraigó en sus fundamentos populistas, nunca se limitó a promover la competencia o el bienestar del consumidor, sino a preservar la democracia evitando que el poder corporativo concentrado dominara tanto la economía como el sistema político. Los orígenes del populismo económico en Estados Unidos se remontan a finales del siglo XIX, durante una época de rápida industrialización y el auge de gigantes corporativos como la Standard Oil y los trusts ferroviarios. Estas corporaciones ejercían una enorme influencia económica, controlando industrias enteras y acumulando una gran riqueza, que utilizaban para influir en la política y lograr medidas a su favor. En respuesta, granjeros, obreros, propietarios de pequeñas empresas y otros estadounidenses de clase trabajadora comenzaron a organizarse, temiendo que los monopolios y los trusts representaran una amenaza directa a sus medios de vida e independencia. Fue en este entorno que la Ley Sherman se convirtió en ley en 1890.
Después de cuatro décadas de retirada, que se siguieron del surgimiento de la escuela antimonopolio de Chicago en la década de 1980, los defensores de un enforcement más estricto de la ley en los EE.UU., incluidos los miembros del llamado movimiento neo-brandeisiano, han clamado por un retorno a nuestras raíces antimonopolio. Así, promueven reformas que lleven el enforcement más allá del estándar de bienestar del consumidor que ha llegado a dominar, y que se centren en cambio en reducir el poder concentrado para proteger los valores democráticos. Este enfoque más agresivo de la aplicación de las leyes antimonopolio -que se ha llevado a cabo durante la administración Biden bajo el liderazgo de la presidenta de la FTC, Lina Khan, y del Assistant Attorney General de Antitrust, Jonathan Kanter, en el Departamento de Justicia- ha buscado limitar las fusiones y adquisiciones corporativas, desmantelar las empresas monopolísticas y reforzar la aplicación de la ley utilizando las herramientas disponibles para las agencias a nivel federal.
Es en este contexto que Mario Ybar ha escrito su artículo de ambición, Libre Competencia: Orígenes, Historia y Fundamentos, en el que identifica y analiza cuatro «corrientes principales» como fundamentos y objetivos de la política antimonopolio o de competencia moderna: la libertad para competir, el bienestar del consumidor, la ortodoxia de la escuela de Chicago y el neobrandeisianismo. Una vez hecho esto, Ybar propone un marco para reconciliar lo que él caracteriza como los hilos virtuosos (el bienestar del consumidor y la libertad de competir) de estos fundamentos y objetivos de una manera que contribuya a una aplicación efectiva, al tiempo que se protege contra lo que caracteriza como la «arbitrariedad y el populismo» de los neo-brandeisianos. Si bien hay momentos en que creo que Ybar simplifica demasiado las ideas de ese movimiento, o se basa en caricaturas de los críticos, creo que ha hecho una contribución importante que lidia seriamente con las críticas que los neo-brandeisianos y otros han hecho con respecto al enforcement de las leyes de competencia desde el surgimiento de la escuela de Chicago en la década de 1980.
Ybar propone una investigación basada en el estándar de bienestar del consumidor como medio para conciliar los objetivos de eficiencia económica y protección del proceso competitivo, en el que el bienestar del consumidor actúa como un «límite» a la libertad de competir. El estándar que sugiere es el siguiente:
acreditado que una determinada conducta lesiona el proceso competitivo, erosionando la libertad de competir de otro agente económico, se presumirá legalmente el daño a la competencia. El o los acusados, por su parte, podrán revertir la presunción demostrando o bien que su conducta “fomenta un aumento sostenible de producción” o, al menos, que la misma “no disminuye la producción”, según cada sistema jurídico determine.
Esta es una sugerencia interesante para armonizar dos objetivos que, de otro modo, podrían tratarse como distintos.[1] Una crítica a las propuestas para reemplazar el estándar de bienestar del consumidor con el objetivo de proteger el proceso competitivo, por ejemplo, es que este último «confunde los medios con un fin» y que «no dice cuándo ese proceso está en peligro, o cuándo el proceso competitivo puede resultar en resultados de política favorables y cuándo podría resultar en resultados de política desfavorables».[2] El enfoque de dos pasos que propone Ybar podría proporcionar un mecanismo para abordar esta crítica, en la medida en que ayude a distinguir los resultados positivos de los negativos, al tiempo que coloca la carga de la prueba (como él dice) en la parte que tiene más probabilidades de poseer información relevante. Este es un tema que valdría la pena explorar conceptualmente con mayor profundidad.
Ybar reconoce de buena gana varias contribuciones importantes que el movimiento neo-brandeisiano ha hecho al discurso general. En primer lugar, señala, el movimiento ha centrado su atención en el «déficit democrático» del que suele adolecer el enfoque tecnocrático del derecho de la competencia. En segundo lugar, el movimiento ha reavivado el debate sobre la intensidad, o la falta de ella, de la aplicación de las leyes de competencia, en particular en un entorno social y político en el que los efectos nocivos del poder de mercado son cada vez más visibles. No hace falta mirar más allá de las enormes cantidades de dinero gastadas por los magnates de la tecnología para influir en las elecciones estadounidenses de esta semana. En tercer lugar, al desafiar el consenso de larga data de que el bienestar del consumidor es el único estándar para analizar los efectos competitivos, el movimiento neo-brandeisiano ha «allanado el camino para que volvamos a discutir de qué hablamos cuándo hablamos de competencia«. Tomar en serio estas críticas, incluso si no está de acuerdo con el proyecto neo-brandeisiano en general, contribuye significativamente a la fuerza general del artículo de Ybar.
Con respecto al «déficit democrático», por ejemplo, Ybar señala acertadamente que «la economía no es una ciencia exacta y en su actual estado de avance no es capaz de dar respuestas concluyentes sobre muchas de las estrategias competitivas utilizadas por las empresas». Para que la política de competencia se mantenga fiel a sus raíces, incluidos sus orígenes como parte de un proyecto democrático, la economía, afirma Ybar, «requiere un copiloto». Para ello, propone que
«allí donde la economía no tiene una respuesta clara, en vez de abogar por el laissez faire, apelemos al fundamento de la democracia económica, que no es otro que el derecho de participar del mercado y a tener la posibilidad de prosperar en él bajo la seguridad de que el Estado de Derecho protegerá dicha libertad fundamental de la interferencia de terceros».
Además, si bien Ybar critica el enfoque del neo-brandeisiano en las consolidaciones del poder económico y político por parte de los participantes en el mercado, y otros elementos de su agenda «populista», no se limita a ignorar estas preocupaciones. Más bien, sugiere que un enfoque en las libertades económicas, salvaguardadas por la protección del proceso competitivo como parte de su marco, es consistente con objetivos que incluyen «la dispersión del poder económico», entre otros.
Al fin y al cabo, se trata de un valiente esfuerzo de Mario Ybar por entrelazar las diversas tradiciones y fundamentos del derecho de la competencia para que todo el proyecto responda mejor a sus orígenes democráticos y sea más eficaz en la protección de la competencia.
Notas a pie de página
[1] Véase, por ejemplo, Jonathan Jacobson, Another Take on the Relevant Welfare Standard for Antitrust, ANTITRUST SOURCE (Aug. 2015) (argumentando que el estándar de bienestar del consumidor debería ser reemplazado por un objetivo de «proceso competitivo»), https://www.wsgr.com/PDFSearch/jacobson-0815.pdf.
[2] Véase Mark Glick, Gabriel A. Lozada, Darren Bush, Why Economists Should Support Populist Antitrust Goals, 2023 Utah L. Rev. 769 (2023), pág. 771 n.7.
"La mayoría de las agencias de competencia, en mayor o menor medida, cuentan con grados de independencia en sus decisiones y están diseñadas para ser instituciones técnicas, ajenas a la representatividad democrática, precisamente para que sus decisiones se tomen al margen de las fluctuaciones políticas y así preservar su credibilidad. Por ello, debemos preocuparnos por agencias antimonopolio que se vuelvan excesivamente acomodaticias"
El texto de Mario Ybar, Libre Competencia: Orígenes, Historia y Fundamentos (Centro Competencia, noviembre 2024), resulta sumamente oportuno, especialmente en el contexto actual, donde, como él sugiere, los especialistas en competencia económica y disciplinas afines estamos replanteándonos la pregunta esencial: ¿qué entendemos hoy en día por «competencia»? En diversas partes del mundo y por distintas razones, recientemente han surgido críticas que señalan que la ley de competencia es demasiado tecnocrática y de enfoque limitado, que no se ha integrado adecuadamente en una perspectiva más amplia de política industrial, o que su objetivo central debería ser el control del poder económico. Frente a estos y otros cuestionamientos, podríamos estar presenciando un cambio de paradigma en la aplicación de las leyes de competencia, lo que invita a una reflexión profunda sobre sus objetivos y fundamentos.
A lo largo de su análisis, Ybar describe cómo en el ámbito de la competencia económica, al igual que en otras ciencias sociales, se han dado movimientos pendulares. Estos oscilan desde un uso restrictive de las leyes antimonopolio, enfocado exclusivamente en la eficiencia en los mercados, hasta su aplicación como una herramienta con un mandato más amplio de corte redistributivo. Estos ciclos reflejan no solo cambios en las condiciones económicas y políticas de los países, sino también la evolución de las teorías económicas predominantes y las distintas tolerancias de la sociedad hacia la desigualdad y la influencia del poder económico en la vida pública.
En el caso de Estados Unidos, el texto ofrece un recorrido histórico que comienza con la creación del Sherman Act, la primera ley antimonopolio, que, aunque en un principio tuvo un impacto limitado, cobró relevancia tras la crisis económica de 1929. Esta crisis trajo consigo una preocupación política por limitar el poder de las grandes empresas, con el objetivo de evitar una distribución desigual de la riqueza y la corrupción asociada a la concentración económica. Luego, en la década de 1950, surgió un renovado interés en aplicar la ley de competencia, esta vez en respuesta a la concentración de mercado, bajo la premisa de que la estructura del mercado influye directamente en la dinámica competitiva posible dentro del mismo. Sin embargo, la política antimonopolio de esa época fue criticada por tener objetivos inconsistentes y, en algunos casos, por considerarse populista, ya que parecía orientada más a proteger a los competidores que a fomentar una competencia efectiva. Esta crítica condujo a un cambio significativo con la llegada de la Escuela de Chicago, que, a partir de la década de 1970, promovió la eficiencia económica —entendida como bienestar del consumidor— como el único criterio para intervenir en un mercado, desestimando otros posibles fines de la ley de competencia. En términos sencillos, una política de competencia centrado en el bienestar del consumidor propone que el rol de la autoridad de competencia sea evaluar si la conducta bajo análisis afecta a los consumidores en términos de precio, variedad, calidad e innovación de productos y servicios.
En el presente, Ybar destaca la aparición de un movimiento conocido como neo-Brandeisiano, el cual cuestiona la centralidad del bienestar del consumidor como único objetivo. Este movimiento propone nuevamente el control del poder privado y la reducción de la concentración económica como los pilares de la política de competencia. Herbert Hovenkamp, reconocido experto en derecho antimonopolio ha expresado recientemente que este movimiento podría ser algo pasajero y se pregunta si la comunidad de competencia le ha otorgado demasiada relevancia.[1] Ya sea que dure mucho o poco, Ybar señala que el movimiento neo-Brandeisiano al menos ha abierto el camino para una reflexión renovada sobre de que hablamos cuando hablamos de competencia.
El recuento del caso europeo es más breve, aunque también describe un giro en la política de competencia durante la década de los 90, cuando Europa se alineó a un estándar único basado exclusivamente en los efectos económicos. Este cambio marcó una transformación significativa en una jurisdicción que, hasta entonces, reconocía una mayor diversidad de objetivos y defendía tanto la importancia del proceso de competencia como el bienestar del consumidor en el análisis de libre competencia. Más recientemente, con la posible designación de una nueva Comisionada en Competencia, se escucha cada vez más que Europa necesita un enfoque renovado en su política de competencia. Este nuevo enfoque buscaría una integración más estrecha de esta con la política industrial, entre otras razones para apoyar a las empresas europeas en su expansión en los mercados globales y para orientar la política de competencia hacia objetivos de interés público, como la descarbonización o transición energética.[2]
Me imagino que Ybar se concentra en los casos de Estados Unidos y Europa porque sus leyes y su forma de aplicarlas son referentes para otros países. Sin embargo, hay más ejemplos a considerar. En el caso mexicano, una crítica recurrente sostiene que la política de competencia como se ha aplicado hasta ahora no ha sido capaz de desmantelar mercados altamente concentrados. Además, con la llegada del presidente López Obrador al gobierno en 2018, se ha propuesto que dicha política debiera orientarse a garantizar la competitividad de la industria nacional, especialmente en sectores donde el Estado tiene una participación directa en la economía.
Entonces, ¿qué entendemos hoy en día por «competencia»? Sin duda, como señala el autor, la aproximación puramente económica parece más sencilla de aplicar: es menos susceptible a falsos positivos, está más protegida de tentaciones populistas y, por lo tanto, tiende a brindar mayores grados de certeza legal. También es cierto que esta misma aproximación ha sido la causa principal de la aparente irrelevancia atribuida al derecho antitrust en años recientes. Sin embargo, ¿es posible encontrar un equilibrio que permita integrar objetivos sociales específicos en la aplicación de las leyes de competencia, sin comprometer los principios fundamentales de la política misma? ¿Se puede aplicar una política de competencia más alineada con la política industrial? No tengo una respuesta definitiva. En realidad, la cuestión no es si estos otros valores son dignos de considerarse, sino más bien si la política de competencia es la herramienta adecuada para alcanzarlos.
Para cerrar esta reseña y aportar a la discusión, hago aquí una anotación sobre las posibles repercusiones institucionales de asignar a una autoridad de competencia múltiples objetivos de política pública, que en algunos casos podrían ser contradictorios entre sí.
En general, las agencias de competencia alrededor del mundo tienen el mandato de promover la competencia en los mercados, evaluada mediante variables como precio, cantidad, calidad e innovación. No obstante, los objetivos industriales en la aplicación de la ley antimonopolio pueden incluir desde permitir la competencia de empresas con ayudas estatales significativas, la creación de excepciones sectoriales, la promoción de campeones nacionales, hasta permitir la coordinación entre empresas para lograr un fin común (como una reducción coordinada de precios o intercambio de información sensible para desarrollar un proyecto sustentable). La mayoría de las agencias de competencia, en mayor o menor medida, cuentan con grados de independencia en sus decisiones y están diseñadas para ser instituciones técnicas, ajenas a la representatividad democrática, precisamente para que sus decisiones se tomen al margen de las fluctuaciones políticas y así preservar su credibilidad. Por ello, debemos preocuparnos por agencias antimonopolio que se vuelvan excesivamente acomodaticias.
Asimismo, al no ser democráticamente electas, estas agencias no están equipadas ni diseñadas para asumir la tarea de escoger entre objetivos de política pública. En este sentido, si la aplicación de las leyes de competencia obstaculiza otras políticas prioritarias, me parece que les corresponde a los gobiernos electos tomar la difícil de priorizar estas políticas por encima de la competencia, y abordar tales decisiones con transparencia y deliberación, asumiendo el costo político de que sus decisiones pueden conllevar ciertos costos en términos de eficiencia.
Notas a pie de página:
[1] Ver publicación en LinkedIn del 2 de noviembre de 2024, en https://www.linkedin.com/feed/update/urn:li:activity:7258481129115074561/
[2] Ver carta de misión de Úrsula von der Leyen, Presidenta de la Comisión Europea a Teresa Ribera Rodríguez, Vicepresidenta Ejecutiva designada en materia de competencia económica, del 17 de septiembre de 2024.
"el Tribunal de Justicia ha afirmado de manera constante, ya desde sus primeras sentencias, que el objetivo de las normas de competencia del Tratado es únicamente económico, que la protección del proceso competitivo y el bienestar de los consumidores no constituyen objetivos enfrentados, sino intrínsecamente relacionados"
En el texto “Libre Competencia: Orígenes, Historia y Fundamentos”, Mario Ybar analiza el origen y la evolución del Derecho de la competencia con el fin de identificar sus fundamentos y objetivos, para lo que identifica las que considera que constituyen las cuatro corrientes principales: libertad de competir, bienestar del consumidor, ortodoxia de Chicago y neo-Brandesianismo. Mientas califica de virtuosas a las dos primeras, considera como populistas las dos últimas.
Esta última equiparación me parece discutible. Las limitaciones (esencialmente metodológicas) de la ortodoxia de Chicago son evidentes, al menos desde la comprensión de la competencia como un proceso de descubrimiento que está justificado por la imposibilidad de conocer cómo las interrelaciones entre innumerables factores -muchos de ellos ignorados- determinan el comportamiento de los competidores y, en consecuencia, el resultado del propio proceso competitivo. Pero tampoco las demás corrientes están dotadas de las herramientas necesarias para analizar sistemas complejos. Y, al menos, la aplicación del Derecho de la competencia le debe a la ortodoxia de Chicago la introducción de un cierto grado racionalidad económica y de seguridad jurídica. Esa discusión, sin embargo, queda para otro momento.
Mi objetivo ahora es mucho más modesto. Pretendo, simplemente, realizar una pequeña aportación al panorama que se presenta en el texto comentado sobre la evolución y situación actual del Derecho de la competencia en la UE. De acuerdo con aquél, la influencia originaria del ordoliberalismo habría provocado la constitución de un sistema de defensa de la competencia en el que la teoría económica nunca habría tenido un rol predominante, ya que los objetivos perseguidos no serían sólo económicos, sino -más allá de la consecución de un mercado único- también jurídicos. En consecuencia, la existencia de una infracción podría ser determinada mediante presunciones formales basadas en la naturaleza de la conducta, sin necesidad de realizar un análisis caso a caso de sus efectos económicos.
Creo que semejante descripción merece algún comentario, especialmente en relación con el papel desempeñado por la Comisión y por el Tribunal de Justicia. Porque, a diferencia de la Comisión, lo cierto es que el Tribunal de Justicia ha afirmado de manera constante, ya desde sus primeras sentencias, que el objetivo de las normas de competencia del Tratado es únicamente económico, que la protección del proceso competitivo y el bienestar de los consumidores no constituyen objetivos enfrentados, sino intrínsecamente relacionados, y que, para analizar la licitud de una determinada conducta, no basta con atender a su forma o naturaleza, sino que siempre se han de tener en cuenta las circunstancias jurídicas y económicas de cada caso concreto (Société Technique Minière, 1966; Brasserie de Haecht, 1967).
Sirva como ejemplo, el caso de Consten y Grundig contra la Comisión. Nada más entrar en vigor en vigor del Tratado de Roma (1958), la empresa alemana de televisiones Grundig celebró un contrato de distribución exclusiva para el territorio francés con la empresa Establecimientos Consten, que incluía, además, una protección territorial absoluta. Grundig se comprometía no sólo a no nombrar otro distribuidor en Francia, sino también a impedir las importaciones paralelas de productos Grundig vendidos por sus distribuidores establecidos fuera de Francia (principalmente, los mayoristas alemanes). Según la Decisión de la Comisión, las normas sobre competencia protegen la libertad de las partes y la posición competitiva de los terceros, por lo que declaró que el acuerdo infringía el (actual) artículo 101.1 TFUE. Los posibles beneficios para el consumidor fueron examinandos (y descartados) únicamente en sede el artículo 101.3 TFUE. El Tribunal, por el contrario, entendió que el objeto de aquéllas es proteger la competencia en el mercado en beneficio de los consumidores, y anuló la Decisión en relación con la cláusula de exclusiva. Con excepción de la prohibición de las importaciones paralelas, consideró que la Comisión no había demostrado la ilicitud de la exclusividad en el caso concreto.
La jurisprudencia del Tribunal ha evolucionado desde entonces de manera incremental y, con frecuencia, excesivamente críptica. Ciertamente, en esa evolución ha influido la adopción del “more economic approach” promovido por la Comisión Europa. Inicialmente, en relación con el (actual) artículo 101 TFUE, con la publicación del Libro Verde sobre las restricciones verticales (1997) y la adopción del Reglamento único de exención (1999). Después, el procedimiento de control de concentraciones, mediante el Reglamento 139/2004. Por último, la prohibición del abuso de posición dominante, mediante las Orientaciones sobre las prioridades de la Comisión en la aplicación del (actual) artículo 102 TFUE (2009).
Es verdad que, desde entonces, la Comisión Europea -que reúne facultades propias del poder legislativo, del poder ejecutivo y de agencia de competencia encargada tanto de la instrucción como de la resolución de los expedientes sancionadores- se ha ido alejando de ese paradigma. En ese sentido, los objetivos relacionados con la eficiencia y el bienestar de los consumidores son minimizados (Modificación de las Orientaciones sobre el artículo 102 TFUE, 2023), o, incluso, expresamente abandonados (Reglamento de Mercados Digitales, 2022). La ilicitud, además, puede ser presumida de la forma o naturaleza de determinadas conductas sin necesidad de valorar las circunstancias jurídicas y económicas de cada caso concreto (Borrador de Directrices sobre abusos de exclusión, 2024), incluso cuando produzcan eficiencias que mejoren el bienestar de los consumidores (Reglamento de Mercados Digitales, 2022).
Paralelamente, sin embargo, el Tribunal de Justicia ha establecido que el bienestar de los consumidores constituye el objetivo último que justifica la intervención del Derecho de la competencia (Servizio Elettrico Nazionale, 2022). Por lo tanto, las empresas pueden acreditar que el eventual efecto de exclusión de su comportamiento puede verse contrarrestado, o incluso superado, por mejoras de la eficacia que benefician también a los consumidores (British Airways, 2007). De esta forma, no todos los efectos de exclusión falsean necesariamente la competencia. Por el contrario, las autoridades de competencia han de demostrar que, mediante el recurso a medios distintos de los que rigen una competencia entre las empresas basada en los méritos, la conducta analizada tiene por efecto real o potencial restringir la competencia excluyendo a empresas competidoras al menos tan eficientes (Post Danmark, 2012). Para ello no pueden recurrir a presunciones basadas en la naturaleza de la conducta (Intel 2, 2024), sino que han de tomar en consideración todas las circunstancias de hecho pertinentes (Tomra Systems, 2012; Unilever Italia, 2023) y analizar los efectos de la conducta caso por caso, teniendo en cuenta el conjunto de todas ellas (Intel, 2017).
Afortunadamente, quedan jueces en Luxemburgo.