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La reciente intención de compra de una distribuidora eléctrica -CGE- por parte de una empresa estatal china, que ya suma a su haber Chilquinta, encendió las luces de alerta. Actualmente, el gigante asiático es nuestro principal socio comercial, en términos de exportaciones e importaciones, superando a Estados Unidos y Europa. Además, China se ha convertido, en el último tiempo, en el principal inversionista, con adquisiciones en el litio, salmones, generadoras eléctricas, empresas de transmisión, gas y concesiones de carreteras. No se requiere ser vidente para pronosticar que esa lista se va a ir engrosando a futuro, en parte por empresas chinas estatales y también por empresas asiáticas de capitales privados.
Por buenas razones y con un éxito evidente, Chile ha optado y desarrollado una política abierta al mundo -basta revisar la lista de tratados que hemos ido firmando con la mayoría de los países del orbe- y así tanto el “comercio internacional” como las “inversiones extranjeras” son palabras que nos llenan de optimismo, buenos deseos y hospitalidad. Sin embargo, se observan dos fenómenos que están cambiando el aire que respiramos y que debiera obligarnos a ser perceptivos sobre la posición de Chile ante tales cambios. Por una parte, la irrupción de China como potencia y el consiguiente decaimiento de Estados Unidos. Por otra, la fuerza disruptiva de la economía digital, de por sí global, y su impacto en la economía local y tradicional.
Este proyecto, sin embargo, no soluciona el problema que plantea, ni tampoco encausa apropiadamente la presión que operaciones como la de CGE puede acarrear. Debido a su función, a los tiempos y publicidad propios de la tramitación legal, el Congreso no es -ni debiera ser- el órgano llamado a aprobar inversiones, imponerle condiciones o rechazarlas.
Ante la operación CGE, los congresistas saltaron al ruedo. Dos distinguidos senadores, en una opinión publicada en este diario, plantearon el problema geopolítico que dicha operación podría acarrear e instaron por la implementación express de un mecanismo de control similar al de Estados Unidos. Por su parte, dos diputados llegaron más lejos, y redactaron un proyecto de ley que agrega un inciso nuevo a nuestra ya devaluada Constitución.
El proyecto de los diputados -aunque de una pobreza franciscana en su fundamentación y carente de referencias a sistemas comparados- plantea algo que parece interesante: que las inversiones de estados extranjeros en empresas nacionales de “servicios de utilidad pública o cuya paralización cause grave daño a la salud, a la economía del país, al abastecimiento de la población o a la seguridad nacional” sean previamente autorizadas por una ley de quorum calificado. Así, a juicio de los legisladores, se equipararía la restricción al Estado chileno para desarrollar actividades empresariales -clave para la economía de mercado- con la de otros estados extranjeros, como si lo protegido fuese lo mismo, evitándose las odiosidades que naturalmente surgen de este tipo de control.
Este proyecto, sin embargo, no soluciona el problema que plantea, ni tampoco encausa apropiadamente la presión que operaciones como la de CGE puede acarrear. Debido a su función, a los tiempos y publicidad propios de la tramitación legal, el Congreso no es -ni debiera ser- el órgano llamado a aprobar inversiones, imponerle condiciones o rechazarlas. Además, la cuestión del interés nacional no se circunscribe -habría que ser ingenuo para así creerlo- a escudriñar si la empresa extranjera es de propiedad estatal o privada, categoría compleja, no binaria y que podría ser aún más tenue en culturas jurídicas distintas a la occidental.
El mecanismo de control que se aplica en Estados Unidos -similar al de Australia, Nueva Zelanda y si una reforma en camino prospera, a Reino Unido-, es un sofisticado entramado de instituciones, reglas y precedentes, que funcionan con una rapidez de días (y no meses o años, como la aprobación de leyes). La institución está compuesta por un comité inter-agencias, presidido por el ministro de Hacienda, e integrado por los ministros de Justicia, Seguridad, Comercio, Defensa, entre otros. Además, lo integra el Director de Inteligencia, aunque sin derecho a voto. Ese comité, luego de estudiar los antecedentes, propone un curso de acción y es el Presidente de la República quien, en definitiva, decide y emite la orden ejecutiva respectiva. Normalmente esa orden es parca, de una página de extensión, e inmune a las leyes de transparencia. Por cierto, una ley reglamenta las etapas y plazos y los factores a considerar, de manera de recolectar y evaluar la evidencia creíble de que tal interés extranjero podría perjudicar a la seguridad nacional. Entre los factores a revisar, además de defensa, se incluyen liderazgo en tecnología, infraestructura crítica y si la inversión proviene o no de un Estado extranjero.
Un aspecto clave de los mecanismos de países anglosajones mencionados, es que operan con total independencia o influencia del control de operaciones de concentración que administran las instituciones que velan por la libre competencia. Son dos mundos aparte, y así debiera ser. Los organismos de libre competencia -tales como la FNE, según lo señaló recientemente el fiscal Riesco ante el Congreso- no tienen atribuciones, capacidad ni destrezas para evaluar si una operación conlleva desafíos al interés o la defensa nacional.
Ese preciso discernimiento -de estrategia en relaciones internacionales, con conexiones geopolíticas y de defensa-, debiera, a mi juicio, efectuarse bajo la penumbra (y no es ironía) de un organismo especializado, dependiente del ejecutivo (liderado ya sea por el ministro de Economía o de Hacienda), con reglas y procedimientos ya probados por organismos extranjeros, bajo el total respeto a los tratados suscritos, con los debidos resguardos de confidencialidad y con instancias muy acotadas de revisión posterior.
Publicado en El Mercurio, 6 de diciembre de 2020, Economía y Negocios B 20.