Newsletter
Suscríbete a nuestro Newsletter y entérate de las últimas novedades.
Un tópico profundo que ha sido estudiado en economía es aquel del “Quality Disclosure”, que dice relación con los incentivos que tiene una firma para revelar la calidad de su producto. Desde Akerlof (1970) e incluso antes, la disciplina ha sabido detectar un problema clave: Existe una asimetría de información entre los consumidores y los productores. Si los consumidores no tienen toda la información respecto de la calidad de un producto, entonces su disposición a pagar por dicha calidad será el promedio de la calidad de todas las alternativas que tengan, beneficiando entonces a los productores de mala calidad y perjudicando a los que producen buena calidad. Si producir mayor calidad es más costoso, entonces los buenos productores podrían terminar saliendo del mercado.
Esta intuición es la que se enseña en cursos de Economía en todo el mundo. Así, la recomendación de política obvia es “obligar” a los productores de bienes y servicios clave (por ejemplo, educación, salud, alimentos, etc.) a darle más información a los consumidores, pues una demanda más informada incentivaría la competencia por calidad. Pero la intuición de política basada en Akerlof se basa en un mercado que es “ex-ante” competitivo. ¿Qué ocurriría si entregamos información completa en mercados que tienen competencia oligopolística, o enfrentan una demanda demasiado inelástica, donde potencialmente se puede ejercer poder de mercado? Si hubiese información completa, entonces todos los consumidores intentarían ir a las firmas de mayor calidad, permitiéndole a estas firmas ejercer poder de mercado, las que, por consiguiente, cobrarían precios excesivos por los bienes de alta calidad (Crawford et. al., 2019). Como el objetivo de las firmas es maximizar utilidades/reducir costos, y no consideran la provisión eficiente de calidad, la solución que entregue más información a los consumidores devendrá en equilibrios de mercado menos competitivos, donde las firmas invertirán menos en provisión de calidad (Spence, 1973).
«En Chile, el ejemplo paradigmático fue la empresa Soprole, que lanzó una línea completa de productos lácteos “sin etiquetas” muy poco después de la implementación del etiquetado, promocionando precisamente lo saludable de dicha línea.»
¿Qué puede hacer el regulador entonces? Evidencia reciente que combina modelos de mercado con métodos empíricos revela que, cuando hay mercados poco competitivos, un intermedio entre información completa e información nula parece ser una buena idea. Imaginemos un mundo en que la calidad de un bien puede medirse perfectamente por un número -llamémosle puntaje- de 1 a 100. Aunque estas medidas no siempre son perfectas, existen ejemplos en mercados clave: el puntaje en pruebas estandarizadas en educación, las evaluaciones de servicio de hospitales públicos, el número de calorías provenientes del azúcar en un alimento, las estrellas que dan los consumidores en servicios como Uber o Trip Advisor, etc. En el caso de los alimentos, el estudio de Barahona, Otero y Otero (2023) muestra que, para el mercado de los cereales en Chile -un mercado que mundialmente se caracteriza por su competencia oligopolística-, poner etiquetas negras cuando se pasa un cierto límite de azúcares, calorías, grasas saturadas o sodio (todos potencialmente dañinos para la salud en altos contenidos) es mucho más efectivo que la informacional nutricional típica en cifras, puesto que: (i) logra que los consumidores elijan productos con menos elementos dañinos, y (ii) incentiva a los productores a ofrecer más productos de cereal que sean sanos.
¿Por qué con información más “gruesa” -es decir, con categorías en vez de puntajes o números- completos se obtiene este resultado? Un argumento es la facilidad de lectura de la información por parte de los consumidores. Sin embargo, también hay elementos de mercado involucrados. Vatter (2023) muestra de manera teórica y empírica que, al usar categorías más gruesas (como etiquetas en vez de contar calorías y grasas, tener un índice de rendimiento en vez de puntajes estandarizados para escuelas, publicar un índice de 1 a 5 estrellas en los hospitales en vez de leer múltiples índices de mortalidad y éxito de procedimientos) evita el “efecto Spence” (es decir, que las firmas no inviertan en calidad como deberían en un ambiente competitivo).
La intuición es la siguiente: En vez de medir calorías, dividimos alimentos entre “malos” (alto en calorías), identificados con una etiqueta negra, y “buenos” (saludable y bajo en calorías) sin etiquetas. Además, imaginemos que el regulador pone un límite de calorías, entre tener o no tener una etiqueta negra, que es exactamente el número de calorías más saludable para ese alimento. Entonces, los incentivos se alinearían de la siguiente manera: Si producir bienes o servicios de mayor calidad (en este caso, tener el mismo alimento, pero con menos calorías) es costoso (porque las alternativas al azúcar son más caras que el azúcar, por ejemplo), entonces los consumidores, sabiendo que reemplazar el azúcar es caro, van a esperar un producto con altísimas calorías. Esto, porque se anticipa que las firmas no invertirán más de lo necesario en hacer el producto marginalmente más sano, si ya tiene una etiqueta. En cambio, si el producto no tiene la etiqueta, los consumidores esperan que el producto tenga las calorías precisas para que el producto sea sano (no menos, pues, quitar más calorías es costoso). Si las utilidades de un productor monopolista u oligopolista son mayores en productos sin etiqueta, entonces producirá productos con exactamente las calorías sanas (justo antes de que se imponga la etiqueta), y como las expectativas de los consumidores ahora son precisas, entonces no sería posible ejercer poder de mercado, en el sentido que el etiquetado obliga a las firmas a tener productos sanos para evitar la señal de “mala calidad”. En Chile, el ejemplo paradigmático fue la empresa Soprole, que lanzó una línea completa de productos lácteos “sin etiquetas” muy poco después de la implementación del etiquetado, promocionando precisamente lo saludable de dicha línea.
Vatter (2023) muestra esto para medidas de calidad en hospitales en Estados Unidos: Al pasar de un sistema de, digamos, 1 a 10 estrellas para medir calidad, a uno de 1 a 5 estrellas, esta información “velada” sería mejor que un sistema de información más completa. Estos efectos se multiplican, además, pues existirían externalidades informacionales ya que la gente pasa de “boca a boca” la información (Allende, Gallego y Neilson, 2023). Luego, si conocemos bien las preferencias de los consumidores (posible en muchos mercados gracias a la mayor disponibilidad de datos de consumo en esta época), entonces el regulador podría diseñar mejores sistemas de información para evitar o aminorar los resultados anti-competitivos en mercados que son difíciles de regular.