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Las instituciones públicas son animales complejos, grandes y lentos. Cumplen, bien o mal, determinados objetivos sociales que suelen ser de difícil evaluación. Normalmente, por su dimensión, se desplazan lentamente, bajo procedimientos técnicos.
Esas instituciones no se mandan solas. Sus riendas son las regulaciones y solo pueden hacer lo que se les está permitido. Además, sus decisiones están sometidas al escrutinio de otras instituciones, en un juego que debe equilibrar derechos que se pueden contradecir entre sí. Los contrapesos entre instituciones -el más notable: la separación de poderes del Ejecutivo, Legislativo y Judicial- permite asegurar que las decisiones importantes sean bien digeridas y no un arranque improvisado de unos iluminados de turno.
«COFECE tendrá que defender su autonomía en el descampado, pudiendo sufrir “bullying” de un Ejecutivo que busca la expansión de las empresas estatales, en violación al principio de la neutralidad competitiva, con predecibles revanchas de ajustes presupuestarios anuales (…)»
Por cierto, esos animales no son estáticos. A través de una ritualidad ensayada, las instituciones pueden -y deben- experimentar cambios. Esos cambios debieran basarse en defectos y necesidades debidamente evidenciadas. En general, se recomiendan cambios graduales, para evitar desplazamientos disruptivos que creen insondables incertidumbres, las que acostumbran ahuyentar a las inversiones e innovaciones.
Un caso paradigmático de desmadre institucional lo está experimentando en estos días México. A principios de año, el partido gobernante, -Morena, el de López Obrador y la actual presidenta Sheinbaum- impulsaron una reforma constitucional que, sin discusión profunda, le propinó una estocada certera al Poder Judicial. La táctica ha sido magistral, al igual que bestial: jubila a todos los jueces federales, tanto a nivel distrital, Colegiado (Cortes) y Suprema, y los renueva con elecciones populares.
Los nuevos jueces debieran de surgir de procesos eleccionarios que se iniciarán a mediados del 2025, con humildes requisitos para los postulantes (título de abogado con notas mínimas, sin importar la calidad de la facultad de donde egresaron ni la experiencia previa).
Ese cuento podemos imaginar como termina y nos recuerda el devenir del pueblo de Comala: los postulantes deberán buscar financiamiento para sus elecciones y de seguro los partidos políticos harán de la suya, además de otras fuerzas ilegítimas que van a estar interesados en poner fichas en esa ruleta. Ustedes se imaginan a quienes me refiero y los usuales procesos criminales que eso acarrea. Ahí los ciudadanos deberán votar por más de 800 jueces, incluidos los de la corte superior, algo que ya experimentó Bolivia.
Por contraste, el resultado es predecible. Se va a perder la independencia y la experticia técnica de los jueces y su natural contrapeso al Ejecutivo, lo que podría contravenir los tratados comerciales vigentes. No hay que ser vidente para saber que las elecciones suelen ahuyentar a los más calificados. En pocas palabras, convertirá al nuevo Poder Judicial en una especia de Cámara de Diputados, con jueces por un período fijo de años de ejercicio, los que estarán más preocupados del guion político de sus decisiones que del sentido de las leyes y con un grupo de evaluadores de sus funciones con atribuciones correccionales.
Un segundo golpe institucional está en curso. La Cámara de Diputados y el Senado ya aprobaron una segunda reforma constitucional, que elimina la autonomía constitucional de órganos claves para el correcto check and balance sobre el Ejecutivo. Así, la reconocida y prestigiosa agencia de competencia COFECE pasaría -si así lo ratifican los congresos estatales- a depender de la Secretaría de Economía, y a fundirse, en las funciones de competencia, con el organismo que vela por las telecomunicaciones.
Esta “movida” de concentración de poder en el Ejecutivo me recuerda a nuestro proyecto constitucional de 2022, rechazado ampliamente por la ciudadanía chilena, que proponía cambios estructurales al Estado, cuya viabilidad era menos que incierta. Lo importante no era eso. Lo relevante era quemar cualquier indicio de contrapeso a una agenda progresista, para así destruir cualquier atisbo de neoliberalismo, sea lo que eso signifique.
El desmadre mexicano, a diferencia de la intentona chilena, está resultando. Si se logra materializar la destitución en bloque, el nuevo Poder Judicial perderá densidad técnica y, bajo ignorancia o impulsado por unas ansias refundacionales en pugna con lo construido por siglos (o motivados por cualquier otro interés espurio), fallarán de espaldas al principio de legalidad. COFECE tendrá que defender su autonomía en el descampado, pudiendo sufrir “bullying” de un Ejecutivo que busca la expansión de las empresas estatales, en violación al principio de la neutralidad competitiva, con predecibles revanchas de ajustes presupuestarios anuales, y sabiendo que sus decisiones impopulares van a ser probablemente revertidas por jueces ignorantes pero con credenciales democráticas.
Curiosamente, estos desmadres institucionales parecen contradecir el sesgo cognitivo que tenemos los humanos denominado aversión a la pérdida, que consiste en que preferimos evitar el dolor de perder algo valioso, al placer de ganar algo equivalente.
El problema es que los ciudadanos pueden creer, guiados por los líderes populistas, que es poco lo que pierden y que el futuro con el nuevo arreglo institucional es un Dorado del que disfrutarán a la vuelta de la esquina.
Por desgracia, como ocurre con los desarreglos institucionales, la pérdida puede brotar a posteriori y a borbotones. Cuando eso ocurra, y se apaguen las velas de la juerga prometida, se van a sentir como Pedro Páramo luego de la muerte de su mujer. Rendidos, defraudados, con la mirada perdida en ese pueblo tétrico y abandonado del realismo mágico llamado Comala, tan dramáticamente recreado por el eximio Juan Rulfo.
(Publicado originalmente en El Mercurio, 1 de diciembre de 2024)