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Aunque estemos sumidos en las trifulcas de la Convención Constituyente, en los agobiantes procesos eleccionarios, en la violencia desatada de la Araucanía y en la pandemia que va y viene, conviene –y hasta puede ser sano– mirar, al menos por un momento, fuera de nuestra singular caja de resonancia criolla.
Me quiero detener en dos hitos recientes de política económica y de competencia estadounidense, cuyo sentido y significado, si se toman en serio, no deberían pasar desapercibidos.
Estas iniciativas no son aisladas y se asientan en un diagnóstico alentado por firmes y enérgicos partidarios. Según un buen número de observadores, en el país del norte, la política de competencia ha ido anquilosándose en precedentes judiciales excesivamente tolerantes y deferentes con los grandes conglomerados. Ante esta imagen de inmovilidad de la judicatura y sus estándares –que contrasta con la vitalidad y genialidad de las Big Tech–, no es de extrañar que el ajuste de clavijas sea propuesto ahora desde otros poderes del Estado.
«se han dado a conocer cinco proyectos de ley dirigidos a contrapesar el poder de las gigantes tecnológicas. De aprobarse, aunque todavía resta un buen trecho para ello, las imbatibles compañías de Silicon Valley podrían verse obligadas a ajustar severamente sus modelos de negocio, en aras de revitalizar la competitividad de los mercados digitales».
La primera señal de cambio llegó desde el Poder Legislativo de Estados Unidos. Tras dieciséis meses de investigación y un grueso informe sobre mercados digitales de un subcomité de la Cámara de Representantes, se han dado a conocer cinco proyectos de ley dirigidos a contrapesar el poder de las gigantes tecnológicas.
De aprobarse, aunque todavía resta un buen trecho para ello, las imbatibles compañías de Silicon Valley podrían verse obligadas a ajustar severamente sus modelos de negocio, en aras de revitalizar la competitividad de los mercados digitales. Al menos esa es la intención de los congresistas. La Cámara de Comercio de ese país no tardó en reaccionar y advirtió que las leyes de competencia no debieran dirigirse a un grupo específico de empresas, que se estaría castigando el éxito de las Big tech e incentivando a que sea el gobierno quien decida quiénes son los ganadores y perdedores, en vez de la sana disciplina del mercado.
Los proyectos atacan varios flancos. Buscan facilitar que los usuarios puedan abandonar una plataforma y trasladar sus datos a empresas competidoras. Prohíben conductas discriminatorias en las plataformas digitales. Intentan impedir que las plataformas aprovechen su control sobre diversas líneas de negocios que pudiesen debilitar a la competencia. También permiten bloquear las adquisiciones por parte de plataformas dominantes de potenciales competidores o de aquellos que compitan en la venta de los mismos productos, trasladando la carga de la prueba a las empresas adquirentes, las que deberán acreditar que no se afectará la competencia naciente. No es poco.
El segundo hito a destacar proviene del poder Ejecutivo. Una reciente y extensa orden ejecutiva del Presidente de Estado Unidos, Joseph Biden, dictaminada con el objetivo declarado de promover la competencia, revela el interés de la nueva administración por situar el área de competencia en la primerísima prioridad, sin tener que esperar modificaciones legales.
La nueva instrucción hace hincapié en la necesidad de hacer frente, como una meta de Estado, a la “excesiva concentración, monopolización y competencia injusta en la economía estadounidense” y llama a las agencias gubernamentales para coordinarse y adoptar regulaciones pro competitivas en las distintas industrias. En palabras más cercanas a la retórica antimonopolios de comienzos y mediados del siglo XX, que a los tecnicismos que han caracterizado las últimas décadas del derecho de competencia, Biden recorre diversos sectores donde el poder de mercado, en sus distintas variantes, se habría instalado cómodamente en Estados Unidos (entre otros, agricultura, economía digital, mercado de trabajo, salud y medicamentos), y propone medidas específicas para revertir el escenario en cada uno de ellos.
Un énfasis interesante de la orden ejecutiva se da en la revisión de fusiones y adquisiciones, aspecto compartido con uno de los proyectos de ley. Además de resaltar la importancia de la competencia naciente o potencial en la industria tecnológica, la administración Biden anima a las autoridades de competencia de su país a revisar sus guías para el control de fusiones horizontales y verticales para abordar los problemas de concentración.
El concepto de competencia potencial –que ya tiene años de experiencia, aunque con aplicaciones circunscritas– no deja de ser interesante, pero riesgoso. El proceso tradicional de análisis de operaciones de concentración es en sí complejo. Se deben sopesar los riesgos de concertación y abusos de posición dominante con las posibles eficiencias de la operación notificada. Bajo la teoría del competidor potencial, cuyos productos o servicios aún están en desarrollo, la operación podría prohibirse o condicionarse si la autoridad se convence de que el adquirente compra para prevenir una futura competencia. O sea, para matar a un potencial competidor, aunque esta aún no haya nacido al mercado o se encuentre imberbe. Si ya es difícil y delicado valorizar riesgos y eficiencias futuras, más lo es adentrarse en adivinar el éxito o fracaso de un posible nuevo producto o servicio, en especial en mercados innovadores y dinámicos como los tecnológicos.
Estados Unidos ha cumplido por largo tiempo un rol señero para el desarrollo de la política de competencia y su aplicación, no solo en Chile, sino en la región y en el mundo. Esta debiera ser razón suficiente para escuchar con atención los debates que emergen en esa jurisdicción, ya que su devenir influye a la larga en la praxis de nuestros organismos. Sin embargo, no parece prudente apresurarse a trasplantar a matacaballo y en plenitud las nuevas ideas extranjeras –principalmente aquellas que aún no están suficientemente asentadas o probadas–, si su profunda aplicación pudiese afectar la innovación, la inversión y la confianza legítima en la autoridad.
Publicado originalmente en El Mercurio, 18 de julio de 2021, Economía y Negocios, B11.