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En un working paper publicado este año, Ariel Ezrachi y Viktoria H.S.E. Robertson reflexionan acerca de la democracia y su relación con la libre competencia. La democracia, señalan estos autores, depende del poder de decisión de las personas, y por ello los ciudadanos deben estar al tanto de sus opciones, lo que a su vez implica que estos cuenten con la debida información para poder ejercer una toma de decisión autónoma (como votantes). Sin embargo, según los autores, este ideal democrático depende de aspectos que se encontrarían bajo constante amenaza, especialmente a causa de las plataformas digitales.
Ezrachi y Robertson sugieren que, en nuestra era, la tecnología se hace cada vez más ubicua, generando consecuencias positivas y negativas. Respecto a las primeras, los autores reconocen que el internet ha sido un invento democrático en sí mismo. Ello, pues cualquier persona puede acceder a éste, operando como una estructura descentralizada y accesible que permite el flujo libre de información, promoviendo valores como la autonomía, la equidad y la igualdad.
Ahora bien, por el lado de los aspectos negativos, Ezrachi y Robertson sugieren que ciertos modelos de negocios de las distintas plataformas digitales vienen de la mano con riesgos, como la excesiva recolección de datos, y monitoreos de la actividad de los usuarios. Lo anterior es utilizado para agrupar información de diversos usuarios, mantener su engagement y generar ingresos a partir de una orientación conductual específica. En este contexto, hay casos en que las plataformas se han utilizado para generar desinformación y esparcir falsedades (sobre esto, ver nota CeCo “¿Falso pero deseado? La desinformación digital y la difícil teoría del daño competitivo desde la perspectiva del consumidor”).
A este respecto, los autores destacan que varias plataformas digitales funcionan como “gatekeepers”, por la existencia de efectos de red directos e indirectos que hacen surgir barreras de entradas y llevan a la saturación del mercado (efecto tipping). De este concepto de gatekeeper nace también el de “gamemaker” (creador del juego). Este se refiere a que algunas empresas gobiernan tanto el flujo de la información y las comunicaciones, como también la dinámica misma del mercado (entradas y salidas).
En este escenario dominado por gamemakers, aunque cada uno de nosotros se considere autónomo para tomar sus propias decisiones, al final del día, elegiríamos caminos creados previamente por los creadores del juego. Esto, señalan los autores, habría abierto la puerta a la manipulación, desinformación y distorsión en el mercado de las ideas. Por todo ello, Ezrachi y Robertson señalan que “la combinación de tecnología, concentración, y deseo de lucro lleva a un ambiente tóxico que arriesga con minar los cimientos democráticos de nuestra sociedad” (p. 6).
El escenario anteriormente descrito ha propiciado un debate sobre cómo solucionar los problemas asociados a la influencia de los gamemakers mediante la implementación de leyes y diversas regulaciones. De ahí que incluso se ha pensado en el papel que podría jugar el derecho de libre competencia para salvaguardar la democracia (sobre esto, ver Nota CeCo “La relación entre la política antimonopolio, la libre competencia y la democracia (según Crane y Novak)”). En esta línea, los autores abordan cómo esta cuestión podría ser abordada a través de la implementación de regulaciones específicas que podrían intersectar con el derecho de la competencia.
Para hacer esto, los autores contrastan dos enfoques antagónicos. El primero señala que la libre competencia no debe tener en consideración cuestiones democráticas, y el segundo propone que sí debe hacerlo. Ante aquello, pasan a proponer un enfoque intermedio. En lo que sigue, repasamos esos enfoques.
Este enfoque supone que la aplicación de las normas de libre competencia protegería la democracia de manera incidental. Esto quiere decir que no se incorporan aspectos democráticos directamente en el análisis de las conductas por parte de las agencias de competencia. Lo anterior, ya que al erradicar prácticas que atenten contra la competencia, se tiene como consecuencia esperada la mejor protección del mercado de ideas, puesto que se apoya la rivalidad competitiva (lo que a su vez garantiza la libre elección de las personas).
Con todo, los autores argumentan que esta visión no puede superar los desafíos asociados a actividades específicas que no se traducen necesariamente en conductas anticompetitivas. Hay casos en que existen resultados antidemocráticos que difícilmente pueden ser capturados bajo teorías del daño tradicionales del derecho de competencia. Lo anterior ocurriría, por ejemplo, con la creación de cámaras de eco en las plataformas. Aquí, las personas solo accederían a opiniones parecidas a las suyas, por lo que no habría un mercado de ideas que haga proliferar la discusión democrática entre posiciones antagónicas. Ello, desde la perspectiva del consumidor podría ser bueno: se le entrega una experiencia que le acomoda. Pero, con todo, ello tendría efectos antidemocráticos. Así, en las dinámicas actuales de la economía digital, resulta difícil captar los efectos antidemocráticos que se producen.
Este enfoque, inverso al anterior, sostiene que el objetivo del derecho de la competencia debe abarcar los valores democráticos, lo que justificaría su inclusión como un parámetro a tener en cuenta, sobre todo al momento de evaluar ciertas conductas anticompetitivas. De ahí que valores como la libertad de elección o la pluralidad de agentes económicos deberían ser introducidos como objetivos integrales a seguir.
Lo autores hacen presente que, a pesar de que este enfoque pueda permitir la integración de la democracia, corre el riesgo de debilitar la integridad o coherencia analítica del derecho de competencia. En efecto, este enfoque plantea dudas sobre cómo se deberían ponderar los distintos objetivos a seguir (p. ej., eficiencia económica versus valores democráticos). Lo anterior, cabría agregar, hace eco de una preocupación que la misma OCDE ha subrayado en su background note “Consumer Welfare Standard – Advantages and Disadvantages Compared to Alternative Standards”: respecto a la “administrabilidad” de un estándar, mientras más complejo sea este (es decir, mientas más variables considere), más difícil será su aplicación por parte de la autoridad (ver notas CeCo “OCDE: Bienestar del consumidor y estándares alternativos” y “Objetivos de las autoridades de competencia: Tirole y la Diosa Hindú de múltiples brazos”).
Es precisamente entre estos dos enfoques polares que los autores proponen un tercer modelo, el cual denominan “punto de referencia externo” (external benchmark). Lo anterior dice relación con importar referencias externas al derecho de competencia pero sin cambiar de forma directa sus puntos de referencia tradicionales. Estas “referencias externas” estarían dadas por leyes sectoriales distintas a la ley de competencia, pero que contienen parámetros o estándares que podrían ser relevantes para poder evaluar el daño a la democracia que puede causar una conducta anticompetitiva.
Este enfoque intermedio, según los autores, no hace necesaria una discusión sobre los fines de la competencia, ni afecta el andamiaje analítico utilizado para el análisis de casos.
A mayor abundamiento, el enfoque propuesto por Ezrachi y Robertson se basa en los límites que el poder legislativo ha establecido en diversas leyes. En tal medida, plantean que las autoridades de competencia utilicen tales puntos de referencia para así poder evaluar ciertas conductas. Por ejemplo, se podría usar como un indicio de que una actuación es anticompetitiva el que una empresa haya infringido los estándares de protección de datos establecidos por la ley de protección de datos personales, como el Reglamento General de Protección de Datos de la Unión Europea (GDPR según sus siglas en inglés), o la Regulación sobre la transparencia y targeting de advertisement político.
Este enfoque sería útil por su naturaleza ecléctica: no convierte a las autoridades que buscan proteger la competencia en funcionarios que tengan por objeto salvaguardar la democracia de manera estricta, a la vez que tampoco permite que las leyes se relajen y no consideren a la democracia. En tal medida, este enfoque actúa como un punto intermedio entre la incorporación limitada de valores que dicen relación con la democracia en la aplicación de leyes antimonopólicas.
Como señalan Ezrachi y Roberton, esta propuesta nace a partir del desarrollo jurisprudencial europeo, en específico sobre lo sucedido en el fallo reciente “Meta Platforms v Bunderskartellamt”. Veamos entonces cómo operó este enfoque en la sentencia a Meta (tal como fue interpretada por estos autores).
En 2019, la Bundeskartellamt (autoridad de competencia de Alemania), sancionó a Facebook (hoy “Meta”), por abusar de su posición dominante en el mercado de redes sociales. Esto, al imponer términos y condiciones de privacidad que, según la autoridad, afectaban el derecho de sus usuarios a la protección de sus datos personales. (ver nota de CeCo: ”La historia del monopolio de datos de Meta, según Dina Srinivasan” e Investigación CeCo: “Explotación de datos personales como precio excesivo: Una revisión del caso Bundeskartellamt c. Facebook”).
Para los autores, este caso es particularmente relevante, pues el Tribunal de Justicia Europeo se planteó la pregunta de si el Bundeskartellamt, para los efectos de hacer cumplir la ley de competencia, podía o no dar por establecido que los términos contractuales de Meta respecto del procesamiento de datos infringían la GDPR, y así emitir una orden de poner fin a dicha transgresión. A este respecto, el Tribunal estimó que las autoridades de competencia, al examinar la legalidad de una acción bajo las leyes de competencia, sí podían tomar en cuenta si la conducta en cuestión cumplía con reglas distintas a aquellas relacionadas con el derecho de la competencia (para una visión crítica, ver columna de A. Calderón).
Tal decisión, explican los autores, expande el rango de los benchmarks que pueden ser considerados a la hora de evaluar infracciones a la ley de competencia. Así, Ezrachi y Robertson estiman que la sentencia de este fallo puede permitir a las agencias avanzar de manera más eficiente a la protección de los ideales democráticos, sin tener así que recurrir al enfoque integrado. De ahí que las autoridades podrían utilizar sus mecanismos tradicionales para evaluar ciertas conductas, mientras tienen también presente en su análisis puntos de referencia externos que provenientes de otras leyes y regulaciones, las cuales estarían destinadas a proteger las libertades y procesos democráticos.
Dicho aquello, Ezrachi y Robertson resaltan que dicha aproximación, importantemente, no requiere que las autoridades de libre competencia actúen como censores de nuestra democracia, ni tampoco les entrega el poder de balancear valores económicos con valores no económicos. Antes bien, esta aproximación descansa en los estándares y márgenes de legalidad que los legisladores han consagrado en otras leyes, permitiéndole a las agencias de competencia usar dichos estándares para tomar sus decisiones en casos de competencia.
Como reflexión final, vale la pena señalar que este camino intermedio no es fácil. Requiere que una agencia de competencia conozca y decida en base a leyes que no son de su competencia. Esto puede llevar a que dicha agencia malinterprete una ley que es ajena a ella (en parte por eso es por lo que tenemos una distribución especializada respecto de qué agencia protege qué ley). Además, ello podría hacer que incluso hubiera contradicciones entre diversas agencias. Por ejemplo, podría ser que la agencia de competencia considere que hay una infracción a la ley de protección de datos, pero que la agencia de protección de datos no considere que ese es el caso. Todo lo anterior no va directamente en contra de la idea propuesta por Ezrachi y Robertson. Con todo, sí pone de relieve que para que un modelo como el propuesto funcione adecuadamente es necesario que exista algún tipo de coordinación entre las autoridades.