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Recientemente, el Tribunal Constitucional (TC) chileno emitió su sentencia en el requerimiento de inconstitucionalidad presentado por un grupo de senadores contra el Decreto Supremo N° 12, del Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación, que crea la Comisión Asesora contra la Desinformación (Rol 14.539-2023).
En varias partes del requerimiento, se aprecian argumentos en el sentido de que una eventual definición de supuestos de “desinformación” podría generar un “efecto inhibidor o disuasivo para la libre expresión de ideas”, perturbando el “intercambio de opiniones e información esencial de la democracia”.
Aunque los demandantes no usen el término explícitamente, sustentan su tesis de inconstitucionalidad en el concepto del “mercado de las ideas» (marketplace of ideas), una teoría de origen norteamericano sobre la que volveremos más adelante. Basta por ahora dejar sentado que los requirentes se apoyan en el libre intercambio de ideas como mecanismo para juzgar la verdad y falsedad de las expresiones, y más bien expresan su desconfianza en conceder esa tarea al Poder Ejecutivo (“jamás puede corresponder al Gobierno ni a sus órganos la calificación de la verdad o falsedad de un determinado discurso o información”).
«(…) la confianza en el proceso competitivo en el mercado de las ideas no inmuniza a este mercado de fallas. Y la posibilidad de algún tipo de acción pública contra la desinformación no supone el derrumbe de dicho modelo teórico. La clave está, entonces, en el tipo de intervención que resulte válida y respetuosa de la competencia».
Sin embargo, el TC, por mayoría, declaró infundado el requerimiento, rechazando todos los argumentos esbozados, tanto los que cuestionaban la competencia del Gobierno en la materia, como los que planteaban una posible afectación a las libertades de expresión e información. Según el TC, las tareas encomendadas a la Comisión eran simplemente consultivas, y no le conferían atribución alguna que pudiera afectar el libre discurso de las personas.
Sobre el supuesto vicio de fondo, el TC advirtió los peligros que genera la difusión de noticias falsas (fake news), en particular para la democracia y para la libre formación de la opinión pública. Luego, se cuestionó, retóricamente, lo siguiente Esta formulación resulta muy llamativa, puesto que si bien el TC descarta que “estudiar la información” equivalga a “regular la libertad de información” –con lo cual rechaza el principal argumento del requerimiento de inconstitucionalidad–, deja abierta la posibilidad de que el Estado (y, yendo más lejos, el Gobierno) pueda tener algún rol contra la desinformación en el mercado de ideas.
En 1919, en Estados Unidos, un voto en disidencia de un juez de la Corte Suprema terminó convirtiéndose en el pilar de la construcción moderna de la libertad de expresión de dicho país y de la mayoría de las democracias liberales. Nos referimos al voto del juez Oliver Wendell Holmes Jr., en el caso de Estados Unidos vs. Abrams.
Joseph Abrams había sido condenado bajo la Espionage Act, por distribuir unos panfletos que cuestionaban la participación de EE.UU. en la Primera Guerra Mundial, pidiendo el cese de la producción de armas. El juez Holmes consideró que estos panfletos no representaban un “peligro presente y claro” para el gobierno, por lo que no se justificaba una interpretación de la ley que restringiera la libertad de expresión de Abrams, en tanto bajo la Primera Enmienda no se puede “prohibir todo esfuerzo de cambiar la forma de pensar del país”.
La famosa cita del voto en disidencia de Holmes reza así: “el bien final deseado se consigue mejor gracias al libre intercambio de ideas – que la mejor prueba de la verdad es el poder del pensamiento que logra ser aceptado en la competencia en el mercado, y que esa verdad es la única base sobre la cual sus deseos pueden realizarse”. Confiaba Holmes, entonces, en el proceso competitivo de este mercado de ideas para alcanzar la verdad, en una suerte de experimento de ensayo y error, razón por la cual, incluso las ideas erróneas o las afirmaciones falsas estarían protegidas por la Primera Enmienda, por el valor que aportan en el contraste con las correctas y verdaderas.
Más adelante, la Corte Suprema norteamericana ha recurrido constantemente al voto de Holmes para evaluar la constitucionalidad de las restricciones legislativas y gubernamentales a la libertad de expresión. Esto la ha llevado, por ejemplo, a rechazar las demandas de indemnización en casos de difamación contra funcionarios públicos, puesto que penalizando las afirmaciones falsas se corre el peligro de desincentivar (chilling effect) los discursos verdaderos (New York Times v. Sullivan). Así también, el Tribunal Supremo de EE.UU. negó la constitucionalidad de una norma que castigaba la ostentación falsa de condecoraciones militares (Stolen Valor Act), señalando que la “falsedad sola no coloca a la expresión fuera de la protección de la Primera Enmienda” y que se requiere una conexión causal directa entre la restricción impuesta al discurso y el daño que se quiere evitar (United States v. Alvarez).
Contrariamente a la posición más abstencionista que se trasluce de los requirentes en la acción de inconstitucionalidad ante el TC, la alegoría del mercado de las ideas no presupone un abandono estatal a dicho mercado.
De hecho, si uno repasa el historial del juez Holmes, encontrará antes y después del seminal caso Abrams, votos en los que el magistrado respalda condenas a ciertas expresiones como, por ejemplo, los casos en que una expresión represente un “peligro presente y real” (clear and present danger).
Al igual que sucede en otros mercados más tangibles, es posible que existan ciertas fallas que justifiquen algún tipo de intervención estatal, sin perder de vista los riesgos que dicha acción acarrea.
En el caso específico de la desinformación, se puede encontrar, por ejemplo, que existe una marcada asimetría informativa entre quienes no pueden distinguir entre noticias verdaderas y falsas, y los creadores y difusores de estas últimas, quienes tienen el propósito deliberado de engañar al público receptor. La dificultad para distinguir entre este tipo de contenidos no solo afecta al consumidor específico, sino que también reduce la calidad promedio del mercado al alejar a los proveedores legítimos, como planteó Akerlof en su metáfora del mercado de los limones en los 70s. Según el último Digital News Report del Instituto Reuters, el 62% de personas en América Latina declaran preocupación para poder diferenciar correctamente entre noticias reales y verdaderas en Internet.
Consecuentemente, la desinformación ocasiona externalidades negativas en la población, más aún cuando se trata de fenómenos en los que las decisiones individuales tomadas sobre la base de información errónea pueden generar impactos negativos colectivos, como, por ejemplo, en emergencias sanitarias o en el caso de procesos electorales.
Finalmente, el poder de mercado es otra falla de mercado que podría estar presente en los mercados informativos. Así lo sugieren, al menos, los estudios que han realizado en los últimos años las autoridades de competencia en el mundo respecto de plataformas digitales como Google y Facebook, que sirven de puerta de entrada al consumo informativo online.
En suma, la confianza en el proceso competitivo en el mercado de las ideas no inmuniza a este mercado de fallas. Y la posibilidad de algún tipo de acción pública contra la desinformación no supone el derrumbe de dicho modelo teórico. La clave está, entonces, en el tipo de intervención que resulte válida y respetuosa de la competencia en el mercado de las ideas y, por consiguiente, de las libertades de expresión e información.