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Aunque la política de competencia puede ser una herramienta poderosa para abordar problemas económicos y sociales importantes (al respecto, ver nota CeCo “El modelo económico y la crisis social: la mirada de Ricardo Paredes y Rodrigo Castillo”); el Estándar del Bienestar del Consumidor (en adelante, “EBC”), que ha sido la columna vertebral de la política antitrust por más de 40 años, parece haber perdido su legitimidad (ver nota CeCo “OCDE: Bienestar del consumidor y estándares alternativos”).
En efecto, existe una crítica generalizada por parte de la escuela neobrandesiana por el uso de este estándar para alcanzar los objetivos de la política de competencia (ver nota CeCo “¿Cómo revivir la política de competencia en EE.UU.?”). En particular, en EE.UU., la actual presidenta de la Federal Trade Commission (FTC), Lina Khan, y otros miembros del Congreso han propuesto nuevas iniciativas de normativas que han intentado cambiar —aunque de forma poco exitosa— la visión antitrust a nivel nacional y global (ver nota CeCo “Lina Khan: su opinión sobre las posturas y desafíos de la FTC”).
En esta nota revisamos los principales argumentos utilizados en el artículo “Why Economists Should Support Populist Antitrust Goals”, publicado en junio del 2023. En este documento, sus autores Mark Glick (University of Utah), Gabriel Lozada (University of Utah) y Darren Bush (University of Houston Law Center), se suman a la crítica al EBC, explicando que la base histórica de la política antitrust tenía objetivos más amplios y alineados con las escuelas progresistas, refiriéndose también a las limitaciones prácticas que tiene este estándar de análisis.
De acuerdo a Glick et al, en su origen, la política de competencia buscaba el perfeccionamiento de la democracia, beneficiar a los pequeños negocios y aumentar la posibilidad de emprender. Este sería, de hecho, el espíritu de los Senadores Sherman y Hoar, previo a la creación de la Sherman Act (1890). En una línea similar, los autores sostienen que tales preocupaciones también dominaron las discusiones en el Congreso que resultaron en la Clayton Act (1914) y posteriormente en la FTC Act (1914), que creó la Federal Trade Commission.
Sin embargo, los pensadores que inspiraron el Estándar de Bienestar del Consumidor (p. ej., Robert Bork), que es el estándar predominante en la actualidad, fueron muy explícitos en que solo el excedente del consumidor puede ser el principio regulador del análisis político-económico. En concreto, el EBC es la teoría normativa-económica que guio el programa de política antimonopolios de la Escuela de Chicago, y se define como la diferencia entre lo que un consumidor está dispuesto a pagar por un producto y lo que realmente paga (ver nota CeCo “Escuelas de libre competencia a la luz de la economía moderna: Chicago, Post-Chicago y Neobrandesianos”).
Glick et al exponen algunas objeciones al EBC. Según ellos, un análisis económico sencillo, revelaría que el excedente del consumidor solo puede verse afectado de dos formas: (i) con el alza o reducción de precios (monetarios), y (ii) con las características de la demanda (si esta es elástica o inelástica por ejemplo). Este limitado marco de análisis, solo permitiría a la política de la competencia prevenir el aumento de precios derivado de un ejercicio de poder de mercado excesivo.
En este sentido, los autores explican que, a pesar del espíritu original de la legislación de competencia en EE.UU., la operacionalización matemática (es decir, la creación de herramientas cuantitativas para su análisis) de tales ideas tomó un camino distinto. En particular, la importancia que se le brindó a la visión utilitarista del economista Alfred Marshall, en donde se asume que la utilidad marginal del dinero es equivalente y constante para todos los miembros de una sociedad, cambió la doctrina originaria de la política de competencia e instauró las bases de la escuela neoclásica. Sobre ello, los autores del artículo en comento exponen algunas situaciones donde se demostraría que este supuesto teórico modificó el enfoque de la política de competencia.
Al asumir, como propuso A. Marshall, que la utilidad marginal del dinero es constante para todos los individuos, resulta lógico que las transferencias entre inversionistas de una empresa sean una operación que pase desapercibida para las autoridades de competencia, ya que estas no implicarían una reducción del bienestar (pues los valores simplemente pasan de una mano a otra). Sin embargo, algunas fusiones bien pueden generar un riesgo anticompetitivo en base a los efectos de la concentración.
En este marco teórico (fundado en premisas neoclásicas), una autoridad de competencia tenderá a ignorar una fusión cuando la intención de la empresa adquiriente sea establecer una estrategia de “reducción y distribución”. Esta estrategia implica el despido de trabajadores más experimentados y con salarios más altos para poder distribuir el dinero residual entre los inversionistas. Así, ya que esta operación no implicaría necesariamente cambios en el excedente del consumidor, pues el precio del producto no aumentará (por el supuesto de utilidades marginales constantes e iguales), esta sería aceptada por la autoridad de competencia, obviando su impacto en el mercado laboral. De este modo, de acuerdo a Glick et al, bajo la priorización que se le entrega al excedente del consumidor en el EBC, se configuraría como un “punto ciego” para la política de competencia, que no podría registrar el impacto de las fusiones en el mercado laboral.
En esta línea, los autores señalan que las transferencias de rentas laborales que resultan producto del desempleo tienen consecuencias negativas para el bienestar. Estas consecuencias, sin embargo, no serían abordadas adecuadamente por el análisis antitrust contemporáneo, por su énfasis en el excedente del consumidor.
En ese sentido, los autores mencionan numerosas fuentes de estudios que han demostrado que el desempleo no solo tiene efectos financieros negativos, sino también costos psicológicos duraderos. Por otro lado, el desempleo contribuye a la desigualdad de ingresos, lo cual tiene distintas repercusiones en el bienestar social. Al respecto, en el último tiempo han surgido varias corrientes en donde se acentúa la necesidad de que la autoridad de competencia respectiva considere dentro de sus criterios de evaluación el impacto que tendrá una fusión en el mercado laboral (para profundizar, ver columna de opinión de J. P. Iglesias “Libre Competencia y Mercado Laboral: Apuntes de CeCo”).
El Estándar del Bienestar del Consumidor no contempla una dimensión redistributiva. En ese sentido, no es relevante si una fusión mejora el bienestar de alguien en desmedro de otro, aunque el perjudicado sea una persona en peor situación económica que el beneficiado (al respecto, ver nota CeCo “Eleanor Fox: ¿Debe el derecho de competencia tener en cuenta la desigualdad?”).
Los autores toman esta premisa y van más allá, mencionado que todos los enfoques de excedentes ponderan de mayor manera las preferencias de los ricos por sobre las preferencias de los pobres. Esto se produciría porque los ricos tienen una demanda efectiva más alta por bienes normales. En efecto, tal como exponen los autores, Hackinen (2012) confirmó lo que ya había expuesto Baker (1975): , en promedio, los pobres se vuelven más pobres luego de aplicación repetida de un criterio de utilitario.
En su Manual de Economía Política, publicado por primera vez en 1906, Vilfredo Pareto abandonó el enfoque “suma de excedentes” para la evaluación de políticas económicas y lo reemplazó con el criterio que lleva su nombre, “mejoras de Pareto”. Las mejoras de Pareto se definen como cambios que benefician al menos a un agente sin perjudicar a nadie más. Este enfoque no requiere sumar las utilidades o excedentes de diferentes personas, y tampoco establece una relación específica entre la utilidad subjetiva o el dinero. Sin embargo, la limitación principal de este concepto es que solo respalda cambios de políticas que no tienen perdedores, lo cual hace que su aplicación en el mundo real sea más bien limitada.
Frente a esta dificultad, Kaldor (1939) propuso una alternativa conocida como el “principio de Potencial Pareto”, el cual no requiere de un consentimiento unánime para validar -desde el punto de vista de la eficiencia- una determinada propuesta de política. Según Kaldor, se debería adoptar una política determinada si los beneficiarios de esta pudieran, en principio (es decir, solo “potencialmente”), compensar a las personas que pierden a causa de la política y aun así estar en mejor situación que antes.
Sin embargo, según Glick, Lozada y Busch, el óptimo de Pareto potencial no gozaría de una fortaleza ética significativa que permita sostener, desde un punto de vista de legitimación social, la política de competencia. Esto, ya que dicha medida de eficiencia no exigiría materializar la “promesa” de un mejor bienestar para todos.
Los autores proponen algunas alternativas al EBC. En concreto, mencionan el enfoque del “bienestar social” y de “capacidades”. A su juicio, estos enfoques reconocen abierta y explícitamente sus posiciones éticas, reflejando la comprensión de que la economía del bienestar no puede ser neutral en valores.
Por un lado, el enfoque del bienestar social agrega las utilidades individuales en una función que representa la toma de decisiones sociales. Este enfoque es bien práctico, ya que pueden existir distintas formas de esta función (p. ej., la utilitaria o la rawlsiana). Es preciso señalar que, generalmente, este enfoque incorpora axiomas como la “monotonía” (es decir, no excluye el bienestar de nadie) y la “simetría” (es decir, no hay perjuicio social ante cambios en las utilidades individuales).
Por otro lado, el enfoque de las “capacidades”, desarrollado por el economista Amartya Sen, considera el bienestar como una función de las oportunidades que tienen las personas para llevar una buena vida, sin depender de utilidades individuales.
Así, los autores del artículo en comento sugieren a los economistas dedicados al antitrust que adopten las tendencias de la economía del bienestar moderna, la cual incorpora estudios psicológicos sobre factores que afectan el bienestar. Asimismo, proponen un enfoque más pragmático, identificando en cada caso particular problemas que puedan afectar el bienestar en un sentido más integral. De esta manera, cuando exista evidencia científica suficiente sustentando que estos problemas pueden ser abordados a través de la política antitrust, deberán ser considerados junto con las preocupaciones tradicionales de precio, innovación y elección del consumidor.
Mark Glick, Gabriel A. Lozada, Darren Bush, Why Economists Should Support Populist Antitrust Goals, 2023 ULR 769 (2023). DOI: https://doi.org/10.26054/0d-st5p-pam7