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Tras dos años de litigio desde la presentación del requerimiento de la Fiscalía Nacional Económica (FNE) en contra de diez líneas de buses que operan en Temuco y Padre Las Casas, el pasado 21 de diciembre, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia condenó a las empresas por haberse coludido desde el 2003 al 2017.
El fallo es ilustrativo de la interpretación del TDLC sobre nuestra normativa anticarteles. La sentencia refrenda la existencia de la regla per se de prohibición en el ordenamiento chileno y la diferencia entre “carteles duros” con acuerdos de colaboración entre competidores. En todo caso, esta parte no fue pacífica al interior del tribunal, con el voto de prevención de los ministros economistas María de la Luz Domper y Ricardo Paredes, quienes sostuvieron que todo acuerdo debe ser analizado según sus efectos en el mercado.
La colusión sancionada constó en al menos tres compromisos o “protocolos”, escritos en 2003, 2008 y 2012. Dos de ellos por escritura pública y el otro en instrumento privado autorizado ante notario. ¿Su contenido? Una obligación recíproca de limitar la cantidad máxima del número de buses que cada línea podía operar.
Parte de la defensa de las compañías se basaba en que estos protocolos cumplían una finalidad social, como reducir la congestión vial y la contaminación de esa área urbana. Es más, autoridades de la región –la Intendencia y la Secretaría Regional Ministerial de Transporte– estuvieron en conocimiento de los convenios.
Por ello, un aspecto a explorar en la decisión era si esta intervención de organismos públicos permitiría un trato más benevolente que el de un mero cartel, sea en la forma de acuerdos lícitos de colaboración o bien de un “error de prohibición” (cuando los autores desconocen que su actuar es antijurídico). En lugar de estas alternativas, el Tribunal solo lo tuvo en cuenta al momento de determinar la multa de las líneas de buses requeridas.
Un asunto controvertido en este litigio era si acaso el congelamiento parcial de la flota equivaldría a “limitar la producción” de un bien, en los términos que describe el artículo 3° letra a). Algunas líneas de buses argumentaban que las máquinas eran solo un insumo o activo, pero la producción del servicio debía medirse según la frecuencia o los recorridos puestos a disposición del público.
El TDLC no dio credibilidad a esta defensa y rechazó su formalismo. Lo que importa es el sentido económico de la expresión “limitar la producción”. Sostuvo que en este mercado “la producción comprende, al menos, (i) la flota de buses y sus recorridos presentes y potenciales; (ii) la disponibilidad de espacio y asientos en cada bus; y (iii) la frecuencia con la que pasan los buses por los paraderos de sus recorridos” (C. 56°).
Mención adicional merece el reconocimiento del Tribunal de que “si bien los taxis colectivos y los buses forman parte del mismo mercado relevante del producto, los primeros no son capaces de disciplinar completamente el comportamiento de las Requeridas” (C. 41°). En otras palabras –aunque muchas veces se olvide– al interior de un mismo mercado relevante de producto puede haber heterogeneidad de bienes y servicios que no pueden tenerse como directa e igualmente intercambiables.
¿Contiene nuestro sistema una especie de prohibición per se contra carteles duros? ¿Cómo interpretar esta regla? ¿Cómo diferenciar los acuerdos de colaboración de competidores? Parte de estos dilemas han sido abordados por autores en esta misma plataforma (por vía ejemplar, las investigaciones CeCo de Grunberg 2020; Toro et al. 2020; y Vásquez 2020) y este fallo es un nuevo capítulo del debate sobre la regla del artículo 3 letra a) del DL 211 desde la reforma de 2016.
La mayoría del TDLC continúa la línea de su propia jurisprudencia y de la Corte Suprema (como aquella sobre los JBA de aerolíneas y del Caso Navieras). Al haber removido la exigencia de “conferir poder de mercado” para acuerdos sobre variables específicas, el poder legislativo habría manifestado una preferencia por la prohibición absoluta de estos acuerdos cuyo objeto son las variables competitivas más importantes, y que no tienen otra explicación que la eliminación de la competencia:
“(…) en el derecho de la libre competencia existen ciertos acuerdos entre competidores que constituyen conductas inherentemente anticompetitivas cuando recaen en algunas variables competitivas (…). Es lo que en doctrina se conoce como carteles duros” (C. 64°). Y agrega más adelante el sentido de la regla per se: “basta con acreditar que existió un acuerdo entre competidores, sobre alguna de dichas variables, para que la conducta sea sancionada, con independencia de los efectos que el acuerdo haya producido en la competencia y si el mismo confirió poder de mercado a los que participaron en él” (C. 65°).
Esta aproximación estaría respaldada por antecedentes de la historia legislativa, citados en el fallo.
Por lo mismo, aparentes justificaciones de la práctica de los microbuseros, como el doble objetivo de descongestionar y descontaminar –o mitigar externalidades negativas– poco podrían hacer frente a la restricción explícita a la competencia que significó congelar el parque de vehículos que cada línea podía poner en circulación.
Además, la finalidad supuestamente legítima y socialmente beneficiosa tampoco podía estar amparada bajo el concepto de un acuerdo de colaboración. A este respecto, el TDLC enfatizó que este tipo de acuerdos –cuyas finalidades son lícitas y se celebran en ámbitos o actividades específicas– efectivamente deben ser analizados bajo la regla de la razón, ponderando riesgos y eficiencias, en directa analogía con el derecho estadounidense. Sin embargo, por ser un acuerdo ilícito per se, el pacto entre las empresas de buses quedaría inmediatamente fuera de esta categoría.
¿Cuándo los acuerdos de colaboración podían ser tolerados entre competidores? De acuerdo al TDLC, sólo si aumentan la capacidad e incentivos de los agentes para competir y sólo si pueden generar eficiencias traspasables consumidores, en la medida que no existan vías menos restrictivas a la competencia para conseguirlas, y que las eficiencias sean verificables (C. 73°).
Como Jorge Grunberg adelantó en su investigación CeCo, con la redacción actual la tarea del TDLC y la Corte Suprema sería interpretar y aplicar la regla del artículo 3 letra a) para delimitar su contenido de forma adecuada y no caer en la condena de prácticas lícitas. En esta línea, una lección que nos entrega este fallo es que existe un paso necesario de caracterización de los acuerdos entre competidores, para entender si se está en presencia de un acuerdo colusorio (o “cartel duro”) o bien ante un acuerdo lícito entre competidores.
La pista para distinguir ambas hipótesis viene de la mano de la guía norteamericana sobre acuerdos de colaboración, referida en el considerando 71° de la sentencia: “los acuerdos de cooperación tienen el potencial de generar eficiencias para los consumidores y deben estar ‘razonablemente relacionados o ser razonablemente necesarios para alcanzar beneficios procompetitivos a partir de una integración de la actividad económica que incrementa la eficiencia’” (C. 71°, énfasis agregado). Un cartel duro difícilmente cumplirá con esta exigencia reconocida en el derecho norteamericano, por ejemplo, para aquellas restricciones consideradas accesorias y necesarias para un negocio lícito (“ancilliary restraints”).
En otras palabras, de tratarse de un acuerdo en las variables enlistadas en la primera parte de la letra a) del artículo 3°, y si no puede vincularse su objeto razonablemente a beneficios procompetitivos, el acuerdo entraría en la categoría de “cartel duro”. Con ello, los acusados de colusión quedan privados de esgrimir defensas basadas en la definición de mercado relevante o en la ausencia de efectos.
Los jueces Domper y Paredes hicieron una prevención sobre la reflexión de la mayoría en torno a la regla per se (Domper ya había expresado una opinión similar en el caso de los JBA de aerolíneas). Para los ministros economistas, no existiría una regla per se en el artículo 3° letra a).
Para Domper y Paredes, no hay nada en la redacción actual del artículo 3° que sugiera una prohibición absoluta de un acuerdo que versa sobre variables “duras”. Por el contrario, al haber sido incorporada dentro de la descripción general del artículo 3°, los jueces jamás podrían prescindir del análisis de los efectos:
“los jueces siempre debiéramos ver el efecto en la libre competencia del acuerdo en cuestión, recaiga este en variables de las denominadas duras o no. Atendidas las variables sobres las cuales recaen los denominados carteles duros, es poco plausible –pero no imposible– que exista alguna justificación distinta que impedir, restringir o entorpecer la libre competencia o tender a ello”.
La actual redacción del artículo 3° letra a) primera parte, de acuerdo a estos ministros, exige un análisis sucinto –tipo “quick look”, del derecho estadounidense–, cuando los acuerdos recaen en variables estratégicas (el voto refiere explícitamente el caso NCAA v. Board of Regents de 1984 de la Corte Suprema norteamericana). De esta manera, el análisis podría ser más abreviado que el de un caso estándar de libre competencia, pero en ningún caso podría prescindir de revisar sus efectos.
En comisiones del congreso, para la elaboración de la reforma del 2016, los profesores Tomás Menchaca y Francisco Agüero defendieron una lectura similar.
Para argumentar su posición, los magistrados economistas citaron el artículo 19 del Código Civil, invocando la primacía del tenor literal como método interpretativo de la legislación. Esta aproximación, sin embargo, desconoce que el elemento central de la interpretación es entender el sentido de la ley, como el mismo artículo 19 establece, siendo el gramatical uno entre varios de los elementos interpretativos con que cuenta el juez. La letra solo basta en ausencia de “oscuridad” (en palabras del profesor Guzmán Brito, cuando existe plena congruencia entre “la extensión de las palabras y la extensión del sentido”).
Al contrario, el hecho de que exista esta disputa al interior del mismo Tribunal refleja que esta norma demanda un esfuerzo interpretativo adicional a sólo recurrir al “tenor literal” del artículo 3°, para entender lo que está en juego. Las remisiones en ambos votos a la historia de la ley y su contexto, o a la finalidad de la disposición debieran bastar para probar el punto.
Este caso se suma al largo historial de causas de empresas de transporte terrestre investigadas y sancionadas por nuestro sistema de competencia (C 140-07, C 149-07, C 191-09, C 223-11, C 224-11, C 234-11, C 244-12, C 248-13). La mayoría de ellas no involucra a grandes empresas, sino a pequeños empresarios que operan en regiones del país.
Una complicación adicional en estas investigaciones es la intervención en un sector altamente regulado, en ocasiones, con dirección y coordinación de parte de la autoridad (por ejemplo, estableciendo tarifas, rutas o frecuencias mínimas).
Representante Sociedad de Transportes Avda. Alemania-P. Nuevo S.A. (Línea 1) y Transportes Línea Número Dos Ltda. (Línea 2): Salvador Vial P., Cristophe Giroux M. y Paulina Corral O. (Giroux Vial Abogados).
Representante Sociedad de Transporte Padre Las Casas-Pedro de Valdivia Limitada (Línea 3): Victor Hugo Sagredo S. (Global Lex Chile).
Representante Sociedad de Transportes Santa Rosa Limitada y Sociedad de Transportes Ñielol Limitada: Edgardo Sepúlveda H.
Representante Sociedad de Transportes Línea 5: Andrés Fuchs N. y Rosario García M.
Representante Taxibuses Número Seis Temuco S.A., Inmobiliaria e Inversiones El Carmen Cajón S.A. (Línea 7), Empresa de Transportes Línea Número Ocho Padre Las Casas S.A., Empresas de Transportes de Pasajeros Línea 9 S.A.: Manuel Bulnes Ossa y Joaquín Araneda (Estudio Guzmán).
Representante Empresa de Transporte de Pasajeros Altamira S.A. (Línea 10): Felipe Vega Gómez.
TDLC, Requerimiento de la FNE en contra de Sociedad de Transportes Avda. Alemania-P. Nuevo S.A. y otros. Sentencia N° 175/2020. Ver aquí