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Agencias de Competencia versus Gigantes Tecnológicos: la Contienda es Desigual

28.09.2021
Germán Johannsen G. Abogado de la Universidad Católica de Chile, LL.M. en Propiedad Intelectual y Libre Competencia, Munich Intellectual Property Law Center. Investigador Académico en el Max Planck Institute for Innovation and Competition. Doctorando en Derecho, especializado en economía de datos y nuevas tecnologías, Ludwig-Maximilians-Universität München. Trabajó previamente en la Fiscalía Nacional Económica.

 

¿David contra Goliat? Pareciera ser que sí, si ni siquiera la Unión Europea se salva. Si bien es un problema que siempre ha existido, no en estas dimensiones. La razón es que los casos que envuelven a gigantes tecnológicos (Google, Amazon, etc.) suelen involucrar cuantías billonarias, y dado que su posición en los mercados escrutados se sigue consolidando mientras los casos están pendientes, estos gigantes tienen grandes incentivos para gastar recursos ilimitadamente, evitar acuerdos, enredar litigios, pagar informes, hacer lobby, truncar regulaciones y un largo etc. A ello deben sumarse las asimetrías técnicas y profesionales en desmedro de las agencias de competencia, y lo difícil que les resulta a éstas acceder a información suficiente para entender los múltiples y entramados negocios de estos conglomerados —información que no pocas veces proviene de algoritmos automatizados cuyo razonamiento no es posible descifrar—.

En este escenario es difícil llevar a cabo investigaciones que permitan recabar evidencia sólida para sustentar nuevas teorías de daño de cara a los tribunales. Y cuando investigar es demasiado caro, redistribuir cargas probatorias y presunciones de culpabilidad puede volverse una decisión de política pública no solo atractiva, sino que necesaria. Más aún, si se considera que muchos mercados digitales tienden a monopolizarse —debido a los efectos de red— y por ello podría ser más perjudicial que la autoridad se equivoque por no intervenir a que se equivoque por intervenir demasiado[1]. Hay quienes argumentan[2] que este es el trasfondo de que la Comisión Europea haya propuesto la Digital Markets Act[3] (DMA): instrumento que busca combatir las distorsiones que plataformas digitales consideradas guardianes de acceso (gatekeepers) puedan generar en los mercados.

Aún en etapa de discusión legislativa, la DMA es una propuesta de naturaleza regulatoria que corre por cuerda separada del derecho tradicional de la libre competencia de la UE. En ese sentido, la DMA no busca corregir fallas de mercado en caso de que aparezca evidencia de éstas, sino que presume que en los mercados de plataformas se producen fallas de mercado que permiten a gatekeepers ejercer conductas abusivas. Dicha presunción se activa si concurre un conjunto de elementos objetivos descritos en la ley. En otras palabras, se trata de un diseño regulatorio de carácter formalista o per se, que si bien la hace una herramienta más rígida, también la vuelve de más fácil y rápida aplicación en comparación con las normas de libre competencia (que, en el caso de abusos unilaterales, exigen probar poder dominante y efectos económicos perjudiciales en un mercado determinado).

«…en el mundo digital ese imaginario del Estado como superestructura kafkiana parece invertirse cuando se trata de gigantes tecnológicos. Acá es la autoridad la de manos atadas, la que teme que sus decisiones sean fútiles o se entrampen en litigios interminables».

La aplicación de la DMA se puede resumir así: si un gatekeeper supera determinados umbrales definidos por la ley (e.g., tener más de 45 millones de usuarios finales al mes) y presta alguno de los ocho tipos de servicios digitales descritos en ella (e.g., motor de búsqueda, red social), entonces podría quedar sujeto a una o más de las obligaciones y prohibiciones que establece el texto legal o de las que especifique la Comisión Europea. Entre las de texto están, por ejemplo, no emplear datos que no sean de público acceso para competir aguas abajo con otras empresas usuarias de la plataforma, o no combinar datos personales que provengan de diferentes servicios. Este enfoque —formalista pero abierto a incorporar obligaciones adicionales según cada caso— pretende facilitar no solo que la autoridad aplique la ley, sino también que los gatekeepers propensos a ser investigados cumplan a priori con ella.

Interesante es constatar que el fundamento de las obligaciones de texto proviene en buena medida de la evidencia de casos de libre competencia pasados. Ello es porque, en lo substantivo, los objetivos de la DMA se superponen con algunos del derecho de la libre competencia europeo. La DMA, según su tenor literal, busca promover mercados digitales disputables y equitativos. Ahora bien, que los mercados sean disputables —es decir, que estén abiertos a nuevos entrantes— también ha sido reconocido por la jurisprudencia europea como un fin principal de su derecho de la competencia sobre abusos unilaterales[4]. Jurisprudencia que ha reconocido también que el derecho de la competencia puede sancionar conductas explotativas —e.g., precios excesivos o cláusulas leoninas— cuyo fundamento suele apegarse más a consideraciones de equidad que de eficiencia. En ese sentido, ambos cuerpos normativos son complementarios.

Por otro lado, la DMA no busca soluciones estructurales, como poner cortafuegos o dividir la propiedad de conglomerados digitales cuyo poder hace peligrar valores económico-liberales y democráticos (lo que, en cambio, sí se discute hoy en EEUU, bajo el liderazgo de Lina Khan[5]). Por ello, para algunos la DMA no es una propuesta tan revolucionaria. Es más bien una pequeña revolución de orden procesal[6]: en vez de integrar en el derecho de la competencia disposiciones que faciliten la construcción de nuevas teorías de daño, se opta por proponer un sistema de reglas independiente que permita esquivar los altos estándares probatorios de la tradición de libre competencia de la UE. Un dolor de cabeza menos, si se piensa que en el mundo digital ese imaginario del Estado como superestructura kafkiana parece invertirse cuando se trata de gigantes tecnológicos. Acá es la autoridad la de manos atadas, la que teme que sus decisiones sean fútiles o se entrampen en litigios interminables.

Pero una nueva institucionalidad implica también importantes costos administrativos, tensiones entre cuerpos normativos superpuestos y, en última instancia, una pérdida de certeza jurídica en el sector. En ese sentido, otros caminos pueden ser más atractivos. Alemania, por ejemplo, para lidiar con gatekeepers integró en su derecho de la competencia una nueva categoría de empresas denominada “con importancia primordial para la competencia entre mercados”, cuya fiscalización queda sujeta a la autoridad de competencia, aunque bajo criterios más formales (un análisis de la reforma, aquí). El tema es que, a nivel nacional, instaurar una institucionalidad totalmente nueva puede ser caro e ineficiente. ¿Qué queda entonces para las jurisdicciones de menor tamaño? En Chile, por ejemplo, la respuesta es quizá más simple: hay que cimentar sobre lo que ya existe. El DL 211 otorga a la Fiscalía Nacional Económica facultades para realizar estudios de mercado. Un punto de partida podría ser una reforma legal que fortalezca en serio dicha facultad de cara al sector digital, e.g., que amplíe sus facultades de investigación y le permita decretar medidas eficaces para reestablecer la competencia en mercados con fallas estructurales.

En todo caso, el desafío inmediato es incorporar capacidad técnica y profesional a las agencias. Hace unos años Ezrachi & Stucke —en su libro Virtual Competition— sugerían a las agencias utilizar algoritmos que simulen el comportamiento de empresas en mercados digitales[7]. Hoy otros hablan de computational antitrust—la búsqueda de métodos computacionales para la automatización de procedimientos y mejora del análisis de casos de libre competencia[8]. Okey, pero todo ello requiere especialistas en inteligencia artificial y una importante capacidad computacional. Es decir, hay un problema ineludible de presupuesto. Problema que, al menos en parte, puede reducirse según el diseño regulatorio que se adopte. Esto lo tuvo en cuenta la Comisión Europea al proponer una herramienta legal más cercana al mundo per se que a la regla de la razón, lo que ha dado y dará que hablar. Es de esperar que en Latinoamérica se vean propuestas que también den que hablar. No se trata de inventar la rueda pero tampoco de trasplantar fórmulas. Se trata de plantear propuestas que reflejen las particularidades de la región, teniendo en cuenta que enfrentar a los gigantes requerirá de abundante creatividad y cooperación entre agencias a falta de recursos públicos.

[1] Ver e.g., Marc Bourreau y Alexandre de Streel, “Digital Conglomerates and EU Competition Policy” (SSRN 2019).

[2] Pierre Larouche y Alexandre De Streel, “The European Digital Markets Act: A Revolution Grounded on Traditions” (JECL&P 2021).

[3] Propuesta de la Comisión Europea de 15 de diciembre de 2020 para la Regulación por parte del Parlamento y el Consejo Europeo de Mercados Justos y Abiertos en el Sector Digital (Digital Markets Act), COM (2020) 842 final. Ver también un resumen en este mismo sitio “Transformación radical: el proyecto europeo de ley de mercados digitales” (CeCo UAI, 23 de diciembre, 2020).

[4] TJUE, Caso C-209/10, Post Danmark, EU:C:2012:172, paras. 20 y 24.

[5] Kiran Stacey, “Washington vs Big Tech: Lina Khan’s battle to transform US antitrust” (Financial Times, August 10, 2021); ver también Lina Khan, “Amazon’s Antitrust Paradox” (YLJ 2017).

[6] Larouche y De Streel (n 2).

[7] Ariel Ezrachi y Maurice Stucke, Virtual Competition, The Promise and Perils of the Algorithm-Driven Economy (HUP 2016).

[8] Ver e.g., Thibault Schrepel, “Computational Antitrust: An Introduction and Research Agenda” (1 Stanford Computational Antitrust 2021).

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