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* Esta nota corresponde a una traducción al español de la publicación original de Promarket.org, de fecha 19 de noviembre de 2024, realizada en el marco de un convenio de re-publicación suscrito entre CeCo y ProMarket (Stigler Center, University of Chicago Booth School of Business).
Este artículo forma parte de un simposio que estudia el «cambio de paradigma» que ha ocurrido en el discurso político y académico dedicado al antitrust. Inspirado por el trabajo del filósofo Thomas Kuhn sobre el progreso en la ciencia, el simposio analiza si y cómo los mandatos de Lina Khan (Presidenta de la Federal Trade Commission (FTC)), Jonathan Kanter (Asistente del Fiscal General del Department of Justice (DOJ)) y los estudios asociados al movimiento antitrust o movimiento neo-brandeisiano han cambiado nuestra comprensión acerca de las prioridades del enforcement del antitrust, cómo se prueba un daño anticompetitivo y el estudio y enforcement del antitrust en general. Puedes leer los artículos ya publicados [aquí]. ProMarket anima a sus lectores a responder al simposio y a las ideas planteadas por estos académicos con sus propias reflexiones. Las respuestas pueden enviarse a ProMarket@chicagobooth.edu.
¿Cuál será el legado de Biden en sede de antitrust? ¿Ha habido un cambio de paradigma?
Me enfoco aquí en un discreto cambio de consenso. No se trata de un giro desde el antitrust tradicional al neo-brandeisiano, sino de un alejamiento del antitrust neoliberal y un acercamiento hacia un antitrust sin premisas neoliberales.
Precedida por un creciente descontento con el tigre de papel en que se había convertido el régimen de antitrust, la administración de Biden ha asestado un golpe poderoso a la compresión neoliberal del derecho de antitrust. Este golpe, hecho posible en gran medida por los responsables del enforcement y académicos de la era pre-Biden, se ha materializado en un enfoque agresivo de enforcement (casi siempre sustentado en fundamentos tradicionales sobre cómo opera la mercado), enforcement privado, enforcement estatal y la retórica de la administración Biden, que ha llevado el debate más allá de los círculos tecnocráticos para convertirlo en un tema de interés público. El consenso ha transitado de una confianza ciega en las empresas y el mercado a una evaluación realista de que los mercados no siempre funcionan (la mayoría de las veces no lo hacen, de hecho), las empresas adquieren y ejercen poder, y la narrativa optimista de las empresas sobre el bien que aportan a los mercados y consumidores debe ser tratado con un saludable escepticismo.
Los críticos del antitrust de Biden se centran en su supuesta agenda socio-política, a menudo denominada agenda neo-brandeisiana: usar el antitrust para proteger a las pequeñas empresas, trabajadores y agricultores, y para desmantelar las grandes corporaciones. Enfocarse en esto desvía la atención del núcleo del trabajo de las agencias de antitrust, que se basa en un enforcement más agresivo en términos de lo que ocurre en el mercado (es decir, no un enforcement que se enfoque en valores sociales en sentido amplio). Un enforcement más agresivo necesariamente va de la mano con la eliminación de las suposiciones neoliberales del derecho de antitrust -un proyecto que cuenta con amplio apoyo tanto en comunidades expertas como no expertas, y que es considerablemente bipartidista.
El cambio de paradigma es, sin embargo, un cambio calificado, ya que la mayoría de los miembros de la Corte Suprema de los Estados Unidos no está de acuerdo, y no se puede esperar que el Congreso cree leyes que calcen con este nuevo entendimiento común.
El antitrust estadounidense no fue neoliberal en sus orígenes. No fue neoliberal durante casi todo su primer siglo. La adopción del neoliberalismo comenzó a principios de la década de 1980 con la llegada de la administración Reagan, y con ello la disciplina se aferró a los principios de laissez faire (también llamados como los principios neoliberales, principios de la Escuela de Chicago o el Consenso de Washington), mucho después de que el mundo declarara que el Consenso de Washington estaba muerto. A lo largo de los años, muchas autoridades tanto en el DOJ como en la FTC lucharon contra el paradigma neoliberal desde una plataforma centrista, pero no lograron sacudir la trayectoria de la ley.
Hoy estamos al borde de un nuevo cambio. Para el nuevo milenio, ya había surgido la economía digital y, con ella, los gatekeepers del Big Tech. Los nuevos gigantes digitales proporcionaron grandes beneficios, pero presentaron enormes peligros sociales y económicos. Limitándonos al espacio del antitrust, aquí hubo una explosión de textos académicos que afirmaban diversas cosas: que el antitrust no está haciendo nada mientras la economía se concentra, que las élites se enriquecen, que la desigualdad crece y que ni el mercado ni el antitrust están trabajando por el bien común.
El movimiento Neo-Brandeisiano articuló esta narrativa. Denunció la tibieza de la ley a la hora de lidiar con la realidad económica del poder privado. Pero no estaba solo. También estaban de su lado numerosos expertos y políticos que no son Neo-Brandeisianos. Son un grupo diverso; pueden identificarse como tradicionalistas, progresistas, centristas o incluso conservadores. Pueden incluso condenar vociferantemente el Neo-Brandeisianismo.
Joe Biden, elegido presidente en 2020, presentó en 2021 un plan para revertir las “peligrosas” tendencias de consolidación económica y explotación en su Orden Ejecutiva sobre Promoción de la Competencia. Nombró a Jonathan Kanter y Lina Khan para llevar a cabo su plan en sede de antitrust. Ellos y sus equipos en el DOJ y FTC, respectivamente, han avanzado en exponer los cimientos del antitrust neoliberal. Si bien algunos de sus proyectos y retórica también invocan objetivos sociales, esa parte de su mandato no es incluida en este artículo, que se centra en el compromiso de los enforcers de Biden en hacer que los mercados funcionen.
Este artículo explora: 1) ¿Cuál era/es el viejo paradigma? 2) ¿Qué implica el nuevo paradigma? Y 3) ¿Puede realmente haber un cambio de paradigma mientras la Corte Suprema sea un outlier?
El viejo paradigma del antitrust neoliberal comprende los siguientes elementos (bien conocidos por la mayoría de los lectores, pero de mención necesaria para establecer el contexto): los mercados funcionan (si el gobierno no interviene) y se autocorrigen; las empresas son eficientes y las únicas fuentes confiables de conocimiento, habilidad y visión sobre cómo ser eficientes; aunque las empresas puedan intentar adquirir y usar poder de mercado, es una tarea infructuosa, pues el mercado corregirá estas situaciones; el poder de mercado es especialmente difícil de obtener en ausencia de un cartel o acción gubernamental; el gobierno (incluyendo el enforcement de antitrust) es ineficiente, torpe y propenso a proteger de la competencia empresas ineficientes, desincentivando competir e innovar. Por lo tanto, el antitrust debe adoptar un enfoque regulatorio ligero de las empresas y ser especialmente reacio a invocar la ley contra conductas unilaterales (monopolización).
Las reglas y estándares del antitrust estadounidense derivan de este núcleo oculto de presupuestos sobre los mercados y el estado.
El alejamiento del Consenso de Washington no es solo un fenómeno del derecho de antitrust. Ni siquiera fue liderado por el derecho de antitrust. Las grietas en la armadura del Consenso de Washington comenzaron a aparecer poco después de que el Occidente industrializado impusiera el Consenso de Washington a los países en desarrollo en la década de 1980, produciendo desempleo e inestabilidad en ausencia de políticas específicas para los pobres y políticas que se hicieran cargo de necesidades locales. El Consenso de Washington perdió brillo en el mundo alrededor del comienzo del siglo XXI. Perdió la mayor parte de su vitalidad restante en la crisis financiera de 2007-08. Hace un año, David Wallace-Wells escribió en el New York Times una columna titulada: “America’s ‘Neoliberal’ Consensus Might Finally be Dead”. El periódico The New Statesman fue aún más tajante: “The Washington Consensus is dead”. Estas observaciones se hicieron en un contexto macroeconómico determinado. El derecho de antitrust es la contraparte microeconómica del Consenso de Washington —una conexión que sorprendentemente parece no haberse hecho en los pasillos del derecho de antitrust.
Los primeros indicios de descontento con el consenso predominante comenzaron a principios de la década de 2000. Los neo-Brandeisianos pusieron el foco en el poder corporativo. Argumentaron que el derecho de antitrust había sido cooptado por el poder corporativo durante 40 años; que los monopolios estaban por todas partes —especialmente entre las filas de Big Tech; y que la guía del estándar del bienestar del consumidor era una fachada para mantener el statu quo.
Mientras tanto, los centristas y progresistas tradicionales (colectivamente llamados “centristas” de aquí en adelante)—más silenciosos y menos visibles, debatieron con el conservadurismo de antitrust en términos tecnológicos. Estaban y están igualmente decididos a eliminar los principios de laissez faire del antitrust estadounidense. Pero no están alineados con los neo-Brandeisianos, no apoyan el uso del antitrust para proteger a las pequeñas empresas, no son hostiles a las grandes empresas, y son firmes a la hora de defender el estándar de bienestar del consumidor o una versión que rechace al antitrust como una herramienta social-política.
Ha hecho falta estas dos escuelas (que son antagonistas) para iluminar y eliminar el derecho de antitrust del Consenso de Washington del sentido común.
Curiosamente, a medida que pasaba el tiempo, y la administración de Biden asumió el poder y Lina Khan se convertía en el ícono del movimiento para poner coto al poder corporativo, una facción de poderosos republicanos se unió a la misión. Como informó The Wall Street Journal el 25 de marzo de 2024, “los ‘Khanservadores’, como se llaman a sí mismos,” son un contingente creciente en el Partido Republicano. Tienden a ser más jóvenes y más cercanos a Trump…”. Cuestionan la existencia de mercados sin restricciones y ven a las grandes corporaciones como un adversario para sus electores. El representante de Florida Matt Gaetz dijo al Wall Street Journal en el mismo artículo que su partido “no puede ser una puta de las grandes empresas y ser la voz de la clase trabajadora al mismo tiempo.” El artículo continúa: “La tracción bipartidista sugiere que Khan está aprovechando un cambio generacional en las actitudes hacia las corporaciones y los mercados.” El Proyecto 2025 de la Heritage Foundation, que es una guía de acceso público sobre lo que piensa hacer la próxima administración Trump, refleja escepticismo hacia las grandes empresas. En su sección sobre la FTC, el Proyecto 2025 afirma:
“Estamos presenciando en los mercados actuales el uso del poder económico—frecuentemente poder de mercado y quizás incluso poder monopólico—para socavar instituciones democráticas y la sociedad civil….”
Para entender el compromiso de quienes Biden puso a cargo del cumplimiento del derecho de antitrust con una aproximación agresiva que se basa en los parámetros sobre cómo funciona bien un mercado, es necesario observar de cerca lo que han hecho y están haciendo. Sin duda, están trabajando en espacios que no son estrictamente pro-mercado. La FTC emitió una importante declaración de política sobre métodos de competencias desleal y promulgó una regla controvertida contra las cláusulas de no competencia en los contratos laborales. Sin embargo, ese no es el lugar donde radica el legado más duradero. Dos aspectos principales del trabajo de los enforcers de Biden son indicativos de su lucha por un derecho de antitrust más fuerte bajo la lógica de mercado: los casos que presentan y las Guías de Fusiones.
Prácticamente todas las denuncias o casos que han presentado los enforcers de Biden dicen relación con ilícitos tradicionales. No es cierto, como afirman los críticos, que los enforcers de Biden hayan abandonado al consumidor. Todas los casos muestran daños al consumidor, excepto en los casos que solo conciernen a restricciones aguas arriba (como prácticas anticompetitivas en los mercados laborales), y aun así se alegan daños tradicionales al mercado: menor crecimiento y el uso del poder de mercado para suprimir la competencia. En los tribunales y en sus declaraciones, los enforcers de Biden respaldan sus argumentos con decisiones judiciales modernas, incluso cuando además invocan decisiones más viejas. Cuando se necesita expertise económico, eligen economistas distinguidos que son bien reputados como expertos.
Cuando la FTC demandó a Amazon por monopolizar segmentos del mercado en línea, no alegó daños por precios bajos, como lo hizo Khan en su famoso artículo publicado mientras era estudiante de derecho en Yale, Amazon’s Antitrust Paradox. La FTC demandó por la fijación de precios altos a los consumidores, los que existían debido a las prácticas de Amazon en su plataforma, como castigar a los rivales que cobran precios más bajos en otros lugares. La FTC y el DOJ tienen casos pendientes contra todos los gatekeepers del Big Tech, incluyendo dos de los más importantes casos que fueron heredados de la administración Trump. Todos imputan daños a los consumidores.
Las agencias sí han presentado teorías novedosas e invocado la antigua jurisprudencia de la Corte Suprema. Por ejemplo, en el caso de la adquisición de Within por parte de Meta, un desarrollador líder de aplicaciones de fitness de realidad virtual, la FTC invocó un caso de la Corte Suprema de la década de 1970 sobre la pérdida de competencia futura. Si bien la FTC no logró probar los hechos de su teoría del caso—que Meta probablemente habría ingresado al mercado virtual de fitness y agregado competencia si no fuera por la adquisición—la Corte respaldó el plan de acción de la FTC y allanó el camino para impugnar fusiones con fundamento en la pérdida de competencia futura (potencial), incluso en mercados incipientes. En el caso del DOJ y los estados contra Google por monopolización del mercado de búsqueda, el DOJ persiguió un caso sustancialmente tradicional—con aspectos innovadores de exclusión—contra Google por pagar a los fabricantes de dispositivos miles de millones de dólares al año por el derecho exclusivo a preinstalar Google Search como aplicación predeterminada en sus dispositivos. Google había bloqueado las vías más eficientes para la entrada y expansión de rivales; y el DOJ ganó en el juicio.
Amazon, Meta/Within y Google Search son representativos de la agenda de enforcement del gobierno federal. Todos los casos se presentaron por motivos de daño al mercado.
La Guía de Fusiones de 2023 cuenta una historia similar sobre el intento de hacer la ley más agresiva y eliminar la perspectiva conservadora, todo dentro de un contexto pro-mercado. Mirando hacia atrás, recordamos que el DOJ emitió su primera guía de fusiones en 1968, recopilando lecciones de los casos de fusiones de la Corte Suprema. Los casos de la Corte Suprema de los años 60 y principios de los 70 fueron duros respecto a las fusiones. La revolución de Reagan revirtió el rumbo con la Guía de Fusiones de 1982, borrando inexplicablemente la principal teoría de daño de las décadas anteriores: la eliminación directa de la competencia entre los principales rivales (dicha preocupación finalmente fue reintroducida a propósito de la categoría de efectos unilaterales). En los años siguientes, las agencias de antitrust actualizaron las guías de fusiones incrementalmente. Pero el progreso marginal no suele generar cambios discernibles. Los funcionarios de Biden se propusieron cambiar la narrativa.
La Guía de Fusiones de 2023 se centra únicamente en los daños al mercado; no en proteger a las pequeñas empresas, incluso si en algunos puntos la teoría sobre el potencial daño al mercado puede ser especulativa y el principio de precaución demasiado amplio. La cobertura del mercado laboral en la Guía de 2023 no es neo-Brandeisiana, sino que construye sobre la preocupación que sobre los mercados laborales se había planteado en la anterior Guía (2010); se basa en análisis de mercado. Los críticos de la Guía de Fusiones de 2023 se quejan de que los umbrales para preocuparse por la concentración del mercado son demasiado bajos, que las cargas se invierten demasiado fácilmente, y que se plantean nuevos problemas, como extender el dominio a un mercado adyacente, sin salvaguardias. Cada uno de estos puntos puede ser debatido dentro del marco técnico de qué constituye un análisis agresivo en el área de fusiones.
En resumen, el antitrust que es agresivo bajo sus propios términos, esto es, que obedece a la lógica del mercado —lo que significa despojarse de la perspectiva neoliberal— es una característica importante del antitrust aplicado por los enforcers de Biden. También es un punto clave para los centristas.
Durante los 41 años anteriores a 2023, las guías de fusiones estaban alineadas con una percepción de que las grandes fusiones, incluso por parte de empresas líderes, eran generalmente buenas para la productividad y los consumidores. La Guía de Fusiones de 2023 no lo están. Algunos expertos que evalúan el panorama en estos meses previos al cambio de administración predicen que los enforcers de Trump retirarán inmediatamente la Guía de Fusiones de 2023. Este artículo predice el mantenimiento de la guía, quizás con algunas salvaguardias anunciadas en discursos políticos y un mayor énfasis en la economía, ya que la nueva administración ha señalado que será más amigable con las empresas y encontrará una manera de llevar a cabo la mayoría de los acuerdos. La actitud inicial de la nueva administración hacia la Guía de Fusiones de 2023 puede ser una prueba decisiva del legado de Biden en sede de antitrust.
Las presunciones y suposiciones del Consenso de Washington se resumen en la parte II, arriba. El nuevo consenso repudia cada una de ellas.
La suma de las dos escuelas o movimientos descritos en este artículo ha cambiado la conversación de manera duradera. Las ideologías de laissez faire han sido expuestas no solo como representaciones inexactas de la realidad económica, sino también como inclinadas o sesgadas a favor de las élites y consecuentemente inclinadas en contra del pueblo.
Los miembros del nuevo consenso deben, sin embargo, lidiar con el inconveniente hecho de que los principios de laissez faire están incrustados en la base de las reglas sustantivas que componen el derecho de antitrust de EE.UU. Las reglas específicas—sobre prácticas predatorias, negativas de venta, prácticas exclusorias—derivan todas de esta base. Y es poco probable que la Corte Suprema cambie estos principios fundamentales.
¿Hay aún espacio para afirmar que el consenso ha cambiado de manera significativa? Cuatro razones apoyan un cauteloso “sí”.
Primero, el cambio es un cambio calificado.
Segundo, la filosofía de laissez faire como ideología subyacente a la ley ha sido significativamente rechazada en Estados Unidos y en la mayor parte del mundo. El antitrust estadounidense apenas está alcanzando este punto. Este fenómeno seguramente afectará la forma en que se analiza y piensa esta disciplina, incluso de parte del poder judicial.
Tercero, se puede asumir el manto del Asistente del Fiscal General Kanter y declarar: hacemos lo mejor que podemos en el contexto que encontramos. Como señaló Kanter, el DOJ busca hechos y desarrolla un relato en torno a éstos de la mejor manera que puede y, siempre que sea posible, distingue fácticamente los precedentes neoliberales de la Corte Suprema. Los buenos hechos son muy valiosos. Las demandas bien articuladas que cuentan una historia convincente en un inglés fluido son muy efectivas.
Cuarto, un contingente prominente del Partido Republicano, incluido el Vicepresidente electo J.D. Vance, es parte del nuevo consenso calificado.
Quinto, quienes están a cargo del enforcement de antitrust en EE. UU. ahora hablan el mismo idioma que sus contrapartes en todo el mundo sobre el poder y su abuso. Aunque el consenso de la comunidad no se condice con las opiniones de la Corte Suprema, EE. UU. finalmente ha vuelto a la conversación mundial.
Nota de la autora: la autora agradece a Harry First y Daniel Francis por sus muy útiles comentarios.
Disclosure de la autora: la autora no reporta conflictos de interés. Puede leer nuestra política de divulgación aquí.
Una versión más extensa de este artículo aparece en Concurrences Review en On-Topic, Elecciones en EE. UU. 2024, bajo el título “U.S. elections and Antitrust : Is the past prologue?” 11 de octubre de 2024.
Los artículos representan las opiniones de sus autores, no necesariamente las de la Universidad de Chicago, la Escuela de Negocios Booth o su facultad.
*Eleanor M. Fox es profesora emérita de Regulación Comercial en la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York. Es experta en política de competencia y antitrust, y trabaja en estos temas tanto a nivel internacional como en países en desarrollo, con un enfoque en pobreza e inequidad. Fox es coautora de varios libros, incluidos Making Markets Work for Africa* (Oxford, 2019) y US Antitrust Law in Global Context (4ta ed., West, 2020).