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En marzo de este año, la plataforma especializada en derecho y economía de la competencia Concurrences (fundada el 2004), otorgó los “Antitrust Writing Awards” a los mejores artículos académicos sobre libre competencia publicados durante el año 2022.
El Comité Editorial de Premios de Concurrences revisó los 345 artículos académicos que se nominaron para la categoría “Best Articles”, seleccionando a un conjunto de ganadores por cada sub-categoría (i.e., antitrust general, prácticas concertadas, conductas unilaterales, fusiones, propiedad intelectual, enforcement privado, temas de fronteras, aspectos procesales, digital y economía).
En CeCo, con miras a difundir las discusiones y análisis que ofrecen estos artículos (principalmente enfocados en EE.UU. y Europa) entre los practicantes y académicos de nuestra región, asumimos la tarea de revisar y resumir la gran mayoría de los artículos que ganaron este premio. Esto, sin perjuicio de que aquellas piezas que no alcanzamos a cubrir en este especial, puedan ser tratadas con posterioridad.
Esta nota se refiere al artículo “Formalism in Competition Law” (2022), del profesor de Derecho Justin Lindeboom (Universidad de Groningen). El autor analiza la conceptualización y el rol que en la práctica tiene el formalismo en el derecho de la competencia, cuestionando la concepción tradicional sobre que la regla per se y las “restricciones por objeto” son puramente formalistas, y que la regla de la razón y las restricciones “por efecto” adolecen de un constreñimiento por reglas “formalistas”.
A continuación, repasaremos los principales planteamientos y reflexiones del artículo de Lindeboom.
El autor comienza el artículo señalando que, en el derecho de la competencia, el concepto de formalismo es un “espantapájaros”, pues por varias décadas la mayor parte de la doctrina ha rechazado los “análisis formalísticos”, y ha tratado el término en forma peyorativa. Sin embargo, para Lindeboom, la literatura antitrust no ha entregado un concepto ni un análisis teórico robusto sobre qué se entiende por “formalismo”.
En este marco, el autor plantea que se ha utilizado el concepto en dos sentidos distintos: (i) el “formalismo sociológico”, referido a la idea de que el sistema jurídico está comprometido con ciertos supuestos y preposiciones, (como la validez de una ley por haber sido emanada del Parlamento) por lo que este excluye conocimientos externos o “extralegales” en el razonamiento; y (ii) el “formalismo analítico”, que se asocia con la aplicación mecánica o deductiva de las reglas.
Ambas concepciones de formalismo han sido fuertemente criticadas por la literatura. Mientras se ha acusado a la primera acepción como un intento de “congelar” los intentos de reinterpretar la ley por parte de grupos dominantes (Hovenkamp, 2015, pp. 6-7), el formalismo analítico ha sido fuertemente criticado por no existir, en la práctica, caso alguno en que las normas puedan ser “mecánicamente” aplicadas (ni siquiera en los casos “fáciles”). Con todo, respecto a esta crítica, Lindeboom cuestiona que alguien haya siquiera sostenido seriamente tal posición en su sentido más puro.
Así, basándose en lo planteado por Schauer (1988), Lindeboom plantea que el formalismo consiste en la idea de que los tomadores de decisiones -generalmente, los jueces- son obligados por reglas. Así, las reglas limitan o circunscriben la posibilidad de que los decisores tomen en cuenta determinados factores adicionales a la regla.
Ahora bien, de acuerdo al autor, esta concepción de formalismo no alude a una aplicación “mecánica” de las normas (puesto que todavía caben ciertas decisiones evaluativas con respecto al contenido de la regla), sino que alude a que la existencia de una regla “se considera como una razón para la decisión independiente de las razones que se encuentran detrás de la regla”. En ese sentido, el formalismo se opone a una toma de decisiones en clave “all-things considered” (es decir, o que considera todos los factores posibles para decidir el caso, tales como valores y consecuencias).
En este punto, el autor se pregunta cuál es el rol que juegan las normas abiertas, de tipo estándares, tan presentes en el derecho de la competencia (p. ej., la Sección 2 de la Sherman Act y su noción no concretizada de monopolización), en una concepción formalista de la aplicación del derecho. En primer lugar, sostiene que tanto las reglas como los estándares son normas jurídicas, y que se diferencian menos de lo que tradicionalmente se piensa. En efecto, comúnmente se señala que lo que diferencia a una regla de un estándar es que mientras la primera diferencia la conducta legal de la ilegal en base a un criterio cerrado y ex ante (p. ej., conducir a una velocidad máxima de 60 kms/hr), la segunda lo hace en base a un criterio abierto y ex post (p. ej., conducir con “precaución”). Sin embargo, para Lindeboom esto debe ser matizado pues, mientras los estándares necesitan -tal como las reglas- incorporar cierto grado de contenido ex ante para reconocerse como normas, toda regla será en algún punto especificada al momento de su aplicación al caso concreto (es decir, ex post).
Por otra parte, sostiene Lindeboom, “reglas y estándares tienden a converger”. Esto pues, mientras los estándares son enriquecidos jurisprudencialmente por reglas especiales establecidas para categorías de casos, las reglas tienden a convertirse en estándares en su aplicación para evitar consecuencias negativas o absurdas en su aplicación al pie de la letra. A modo de ejemplo, las conductas que significan una “monopolización” en términos de la Sección 2 de la Sherman Act han sido construidas a lo largo del tiempo por los tribunales. Por su parte, existen ciertos casos de acuerdos horizontales de fijación de precios que no han sido evaluados mediante la regla per se, al considerarse que no son necesariamente anticompetitivos (p.ej., Broadcast Music v. CBS, Inc., 1979).
En este marco, el autor plantea una suerte de escala para determinar si un precepto normativo determinado se acerca más a una regla o a un estándar. Así, sugiere que entre más consideraciones se excluyen del proceso de toma de decisiones, la norma jurídica es más similar a una regla, y si ocurre lo contrario, la norma será más similar a un estándar.
Ahora bien, debido a la importancia que tienen los estándares en el derecho de la competencia, a juicio del autor nada excluye que la “escala de formalismo” sea aplicado a reglas judicialmente creadas en virtud de estándares abstractos, como ocurre con el “unreasonable restraint of trade” creado a partir del estándar de la Sección 1 de la Sherman Act.
A continuación, repasaremos los planteamientos del autor con respecto al rol del formalismo en diversas instituciones del derecho de la competencia.
La regla per se, que establece que una conducta es ilícita “por sí misma”, sin necesidad de evaluar sus efectos en el mercado, ha sido tradicionalmente asociada con una aproximación formalista (Posner, 2001, 39). Lo anterior, pues evita que el juez tome “todos los factores en cuenta” a la hora de establecer si una conducta es anticompetitiva o no. Así, la Corte Suprema estadounidense ha sostenido desde antaño que la intención de las partes o los efectos producidos en el mercado son irrelevantes a la hora de establecer si una colusión horizontal ha restringido el comercio (U.S. v. Trans-Missouri, 1897 y U.S. v. Trenton Potteries, 1927).
Así, el autor asocia la regla per se con el hecho de subsumir un caso concreto a una “clase” o “categoría” general establecida por la ley de competencia, “por el solo hecho de pertenecer a la clase”, sin un análisis de las circunstancias particulares del caso, o de si la “categoría” establecida tiene alguna justificación. Este formalismo sería, a juicio de Lindeboom, “a la vez restrictivo y liberador”, puesto que si un tribunal identifica un cartel duro sobre una variable competitiva esencial no puede sino prohibirlo, pero libera al juez de considerar ciertos elementos no considerados por la regla (como las eficiencias).
Sin embargo, el artículo plantea que, incluso en casos donde rige la regla per se, el formalismo no es puro. Así, han existido varios casos en la jurisprudencia estadounidense en que los tribunales han establecido que ciertos acuerdos horizontales de fijación de precios no pueden apreciarse sin considerar sus efectos en el mercado. A juicio del autor, “los tribunales no aplican generalmente reglas legales de manera formal a los hechos de cada caso”, sino que tienden a reconceptualizar la lógica de la regla cuando el caso presenta dudas sobre una aplicación literal de esta (esta idea también se encuentra en la investigación de Omar Vásquez publicada por CeCo, titulada “El lógico alcance de la prohibición per se: una crítica al concepto de “cartel duro” y las lecciones de Socony”). Este análisis permitiría que, en algunos casos de acuerdos de precios entre competidores que tengan efectos procompetitivos sean analizados según la regla de la razón, como es el caso de ciertos acuerdos de I+D entre competidores (ver Diálogo CeCo “Acuerdos de I+D, Derecho de la competencia y propiedad intelectual: Una propuesta de puerto seguro para Chile”). De esta forma, un formalismo puro sería muy raro incluso en la aplicación de reglas per se.
Cabe señalar que, en una investigación publicada por CeCo en 2020, el profesor y actual Fiscal Nacional Económico, Jorge Grunberg, desarrolló una argumentación similar, señalando que en el caso de acuerdos de colaboración entre competidores -en principio legítimos para el derecho de la competencia- “(…) no corresponde que se le aplique la regla per se para carteles duros sino que lo que cabe es efectuar un análisis amplio que pondere los beneficios procompetitivos y los efectos o riesgos anticompetitivos”.
En cuanto a la regla de ilicitud “por objeto” de la Unión Europea, Lindeboom señala que la jurisprudencia comunitaria ha “limitado explícitamente más los efectos formalizadores” de dicha regla, puesto que constantemente ha ido mermando la cantidad de consideraciones que se excluyen del análisis para la toma de decisiones. Así, en todas las situaciones donde no quede totalmente claro que el acuerdo ha tenido un “objeto anticompetitivo”, se deberá analizar el contexto legal y económico, “incluyendo la naturaleza de los bienes o servicios afectados, así como las condiciones reales de funcionamiento y estructura del mercado” (Expedia Inc. v. Autorité de la Concurrence et al, C-226/11, p.21).
A diferencia de la regla per se, el autor sostiene que la regla de la razón ha sido tradicionalmente considerada como el equivalente a una aproximación basada “en los efectos” (Posner, 2001, 39), y concebida en oposición a una aproximación formalista de las decisiones judiciales.
Sin embargo, argumenta que, en la práctica, la regla de la razón es “menos desestructurada” de lo que se piensa, toda vez que hoy en día se entiende compuesta por tres etapas fijas y definidas (Carrier, 2009, 827 y 828): (i) el demandante debe probar que el acto tuvo efectos anticompetitivos en el mercado relevante; (ii) si se demuestra efectos anticompetitivos que satisfagan el estándar de prueba requerido, el demandado podrá demostrar efectos procompetitivos derivados de su conducta; y (iii) si el demandado tiene éxito en aquello, el demandante deberá demostrar que las eficiencias podrían lograrse a través de medios menos riesgosos para la competencia, o bien, que los efectos anticompetitivos sobrepasan las eficiencias.
Así, a juicio de Lindeboom, la estructura actual del análisis bajo la regla de la razón es formalista en sí, puesto que excluye pasos o consideraciones adicionales a las determinadas por tal regla.
Por otra parte, en cuanto a su aplicación práctica de la regla de la razón en EE.UU., el autor sostiene que esta se ha concretizado en una serie de reglas específicas y “formales” que delimitan y circunscriben la forma de realizar el análisis de los efectos anticompetitivos en un caso concreto.
Más adelante, Lindeboom critica la dicotomía entre “forma” y “efectos” en el derecho de la competencia. Sostiene que parte de la literatura ha señalado que las aproximaciones “formales” corren el riesgo de incorporar ciertos tipos de conductas en categorías eventualmente injustificadas o incorrectas, al no hacer una evaluación específica caso a caso.
Sin embargo, plantea que esta distinción no es clara, y que es posible que un análisis basado “en los efectos” sea finalmente más “formalista”. Existen dos razones para sostener lo anterior. La primera es que las reglas “formalizadas” (p.ej: las asunciones o presupuestos con los que se trabaja, como el comportamiento racional de los consumidores en sus preferencias en el mercado, maximizando sus beneficios) constituyen una parte esencial del análisis económico, y su traslado a los casos de competencia llevarían a una mayor “formalización del análisis legal”. La segunda es que, a juicio del autor, el análisis puramente empírico de los eventuales efectos anticompetitivos de una conducta juega un rol limitado en la toma de decisiones, puesto que “las conclusiones legales relevantes (…) no se infieren de los antecedentes mismos”, sino de distinciones más teóricas que empíricas.
La última sección del artículo trata sobre la relación entre el formalismo y los errores tipo I (falsos positivos) y tipo II (falsos negativos). El autor plantea que la mayor parte de la academia asocia a las reglas formalistas con ambos tipos de errores, puesto que aquellas serían “inherentemente inclusivas y excesivas” en cuanto a los casos que cubren, en virtud de la generalización. Sin embargo, Lindeboom argumenta que la relación entre el formalismo y dichos errores debe basarse en la comparación de los costos derivados de los errores que se generan por aplicar una regla “formalista” versus los costos derivados de aplicar un análisis all-things-considered. Por tanto, aunque implique mayores errores, una regla formalista podría ser más conveniente al aumentar la predictibilidad en su aplicación.
Sin embargo, si bien a primera vista puede resultar evidente que las decisiones “formalistas” están ligadas a más errores, pero a una mayor certeza jurídica y predictibilidad, Lindeboom sugiere que también es posible que la toma de decisiones bajo una regla del tipo “all-things-considered” sea más predecible (si por este concepto se entiende la certeza de que un caso se analizará en virtud de sus hechos particulares), y lleve a un mayor tipo de errores (si la materia objeto del caso tiene una complejidad tal que el juez pueda equivocarse en su análisis all-things-considered). Estas distinciones deben ser consideradas al momento de evaluar cuál es el costo social que genera cada regla (tanto en términos de diseño de la regla, como de aplicación por parte del juez).
En las reflexiones finales, el autor sostiene que el derecho de competencia, al igual que el resto de las áreas del derecho, es inherentemente formalista, aunque en menor medida. Así, el autor señala que, “en lugar de la dicotomía vacía de «forma» versus «efecto», la pregunta central en el derecho de competencia es a qué nivel de formalismo debería comprometerse”.
Así, comparando el nivel de formalismo en la legislación de EE.UU. y la Unión Europea, sostiene que sus diferencias tienen que ver con cuestiones institucionales, como la aplicación de la doctrina de stare decisis (precedentes vinculantes para los jueces) y la generalización de la interpretación “finalista”.
A modo de conclusión, el artículo presenta una interesante perspectiva sobre los alcances reales del formalismo, y defiende la “inevitabilidad” de su existencia en el derecho de la competencia.