CeCo | Desinformación digital y teoría del daño competitivo
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¿Falso pero deseado? La desinformación digital y la difícil teoría del daño competitivo desde la perspectiva del consumidor

19.06.2024
CeCo Chile - Perú
Andrés Calderón Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), LLM por la Universidad de Yale. Profesor de Derecho de la Competencia, Regulación, Medios de Comunicación y Libertades Informativas en la PUCP y la Universidad del Pacífico de Lima. Trabajó como Consultor en temas Antitrust para la Federal Trade Commission (FTC).

Hace unos días estuve en un muy interesante evento organizado por la Universidad Fundación Getulio Vargas y el Instituto Brasilero de la Competencia e Innovación, en Sauipe, Bahía.

Uno de los temas sobre los que pude hacer algunos comentarios era sobre si el Derecho de la Competencia podía tener (o no) un rol en la lucha contra la desinformación. Se trata de un tema que vengo investigando hace unos años y en el que se mantiene una tendencia curiosa en eventos académicos. Mientras que la mayoría de los estudiosos del Derecho de la Información o Derecho Digital suele abogar por una mayor intervención del Derecho Antitrust, los especialistas de esta última área suelen rechazar la invitación, argumentando que la lucha contra la desinformación no es un objetivo atendible por el Derecho de la Competencia.

«(…) vamos a analizar en este espacio si acaso sería posible plantear una teoría de daño competitivo asociado a la proliferación de la desinformación digital, partiendo de las herramientas tradicionales del Derecho de la Competencia.«

La discusión surge por el hecho de que la desinformación alcanza niveles importantes de exposición en las mismas plataformas digitales –como Meta (Facebook e Instagram) y Google– que vienen consideradas como dominantes por las autoridades de competencia en distintas partes del mundo.

No nos vamos a ocupar aquí sobre la discusión conceptual de la expansión de los objetivos del Derecho de la Competencia para incluir fines como la lucha contra la desinformación, la democracia o el pluralismo informativo (recomendamos, sobre este tema, el artículo de Josef Drexl). En cambio, vamos a analizar en este espacio si acaso sería posible plantear una teoría de daño competitivo asociado a la proliferación de la desinformación digital, partiendo de las herramientas tradicionales del Derecho de la Competencia. Y, nos vamos a enfocar, por el momento, en el lado de la demanda: ¿Las grandes plataformas digitales están afectando el bienestar del consumidor al exponerlos a desinformación?

Hipótesis 1: Los consumidores quieren desinformación

En la literatura científica, los términos de disinformation y misinformation son los más y mejor utilizados para referirse al fenómeno que es materia de este artículo. Ambos términos se refieren a la información falsa o incorrecta, pero difieren en su objetivo. Mientras que el primero se utiliza para referirse a las acciones deliberadas de quien difunde información falsa con el objetivo de engañar al público y obtener algún rédito económico o político, en el segundo la difusión de información errónea puede deberse a la ingenuidad o a la equivocación.

A efectos de dilucidar una eventual responsabilidad antitrust por parte de las plataformas digitales, la intención desinformativa no tendría mayor relevancia, toda vez que ese elemento volitivo recaería en todo caso en las personas que crean y difunden esos contenidos, mas no en los intermediarios digitales que solo ponen a disposición del público dicha información. Por ello, utilizaremos el término ‘desinformación’ que, en español, podría abarcar ambos conceptos.

Ahora bien, consumir un contenido desinformativo puede ser una decisión racional. Así, podríamos tener consumidores que eligen cierto contenido porque le resulta atractivo, con prescindencia de si este es verdadero o falso. En este supuesto, pueden ser varios los factores que privilegian los consumidores en sus decisiones de lectura, como, por ejemplo, la fuente de donde proviene la información (autores o medios que gozan de la predilección de los consumidores, o incluso confianza en las personas que han compartido el contenido en sus redes sociales), aspectos formales o estéticos del contenido (la extensión, el tipo de lenguaje utilizado, las imágenes empleadas, el título del contenido), o la satisfacción que le genera dicho contenido. Existen estudios psicológicos que muestran que las personas muchas veces preferimos contenidos que son coincidentes con nuestras creencias, valores o gustos, y rechazamos aquellos que desacreditan nuestras ideas. La verdad o falsedad de la información que se consume pasaría a un segundo plano de las preferencias de los usuarios digitales. Aún más, el consumidor podría ser consciente de que aquello que tiene frente a sus ojos es falso o que probablemente carezca de asidero, y aun así consumirlo y compartirlo.

Lo relevante en este caso es que se trata de una decisión que genera satisfacción del consumidor, sea que esta se base en una concepción errada de que el contenido era verdadero, en la plena conciencia de su falsedad, o en otros factores ajenos a la corrección o incorrección de la información.

Si bien se puede discutir si los intermediarios digitales deben o no realizar acciones de moderación para eliminar o reducir la exposición de contenidos desinformativos, el bienestar del consumidor en este escenario hipotético no se vería afectado. Si una determinada configuración algorítmica arroja contenidos que resultan ser desinformativos, pero que responden a las preferencias del consumidor, entonces no hay daño desde el punto de vista del Derecho de la Competencia. “El mercado le está dando a los consumidores lo que quieren”, en palabras de Grunes.

Hipótesis 2: Las plataformas favorecen la desinformación

El escenario cambiaría si los contenidos desinformativos son un producto no de las elecciones de los consumidores, sino de las preferencias de las plataformas digitales.

Este supuesto no parece tan racional, en principio. La teoría económica nos dice que normalmente los proveedores buscarán alinear su oferta a los intereses de los consumidores. ¿Por qué una red social privilegiaría contenidos falsos si sus consumidores no los desean? ¿Por qué un motor de búsqueda favorecería los resultados que dirigen hacia sitios de las llamadas ‘fake news’ si los consumidores normalmente preferirían acceder a contenidos verídicos?

Lo que plantean algunos autores y hasta instituciones públicas es que las plataformas digitales terminan privilegiando ciertos contenidos (incluidos los falsos) porque favorecen la permanencia y la interacción de los usuarios dentro de su ecosistema. Mientras más tiempo pase un usuario dentro de su plataforma, la plataforma se posiciona como un espacio más rentable para los anunciantes (ver nota CeCo sobre el “mercado de la atención”). De la misma forma, mayor tiempo de permanencia y mayor engagement en una plataforma incrementa las posibilidades de que esta última pueda obtener más información valiosa sobre las preferencias de sus usuarios y, así, mejorar su producto.

A priori, podría parecer que no hay mucha diferencia con el primer escenario hipotético. Después de todo, la permanencia y el engagement de un usuario en una plataforma digital parecería ser el resultado natural de sus preferencias de consumo y, en consecuencia, de la satisfacción del bienestar del consumidor.

Sin embargo, se podría plantear el argumento que rechace tal equivalencia; es decir, que los consumidores no permanecen en la plataforma digital por una decisión de consumo racional, sino por la influencia -desconocida para ellos- de algún tipo de manipulación algorítmica que privilegia la conveniencia de la plataforma. Así, mientras que en el primer hipotético los consumidores envían señales a los algoritmos de las plataformas sobre los contenidos que quieren consumir; en el segundo, son las configuraciones algorítmicas las que condicionan los contenidos que van a recibir los consumidores. Esto es lo que han planteado autores como Hubbard e instituciones como el George Stigler Center y el Consejo de la Unión Europea. Martens et al, por su parte, admiten que los creadores y divulgadores de ‘fake news’ pueden aprovechar la configuración algorítmica de las plataformas a su favor.

La probanza de esta contraposición, empero, sería compleja, pues ello requeriría no solo conocer a detalle la configuración algorítmica de la plataforma, sino, además, identificar dentro de ella las características que evidencien una predilección de ciertos contenidos en perjuicio de los consumidores o con desprecio por sus preferencias.

Más allá de la teoría explotativa

Los escenarios descritos hasta aquí evalúan un posible daño al bienestar de los consumidores, bajo una perspectiva dual que solo considera a las plataformas y a los usuarios. Se trataría de una teoría de daño explotativo no pecuniario, toda vez que el perjuicio a los consumidores no estaría en un pago mayor por un servicio, sino más bien en un servicio de menor calidad (que incluye una mayor exposición a desinformación) o que hace sacrificar a los consumidores tiempo (que invierte en la plataforma) o privacidad (al transmitir más información a la plataforma) (sobre daños explotativos no pecuniarios, ver nota CeCo sobre la reciente sanción contra Apple en la UE).

Pero también podríamos considerar la alternativa de una configuración algorítmica que privilegia los contenidos desinformativos no en perjuicio de los consumidores, sino en perjuicio de otros proveedores informativos (ver la columna CeCo sobre la investigación del CADE contra Google por el Proyecto de Ley de Fake News). El objetivo aquí sería capturar la atención de los usuarios que, de otra forma, se ubicaría en otros espacios digitales.

En una siguiente entrega, podremos analizar la solidez conceptual de esa teoría más bien exclusoria, la cual podría ganar mayor tracción en la actualidad en la que algunos medios noticiosos cuestionan el uso de herramientas inteligencia artificial, por parte de plataformas digitales, que no garantizan la veracidad de lo divulgado, y que podrían afectar la demanda de contenidos periodísticos.

Una reflexión final y preliminar es que, en cualquier escenario de daño competitivo, lo relevante no sería, por sí misma, la veracidad o falsedad de la información, sino su atractivo para los consumidores. Dicho de otro modo, ni una estrategia anticompetitiva necesita privilegiar la desinformación, ni una mayor competencia necesariamente favorecería los contenidos verdaderos.

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