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La Labor del Juez según Carrère: Notas sobre justicia y libre mercado desde la literatura

23.03.2022
Germán Johannsen G. Abogado de la Universidad Católica de Chile, LL.M. en Propiedad Intelectual y Libre Competencia, Munich Intellectual Property Law Center. Investigador Académico en el Max Planck Institute for Innovation and Competition. Doctorando en Derecho, especializado en economía de datos y nuevas tecnologías, Ludwig-Maximilians-Universität München. Trabajó previamente en la Fiscalía Nacional Económica.

Poco antes de su muerte, Juliette está presidiendo una audiencia en su despacho del Juzgado de Primera Instancia de La Vienne, Francia, cuando repentinamente su colega y mentor Étienne entra por la puerta, agitado, sin siquiera percatarse de que interrumpe la sesión. Ven, ven, Juliette, le insiste un par de veces. Ella algo anonadada, suspende un momento su labor y se acerca. El juez recién había descubierto algo importante, quizá lo más importante de su carrera. A sus manos había llegado una sentencia del Tribunal de la Corte Europea de Justicia sobre un caso de créditos vencidos en Barcelona, la que les permitiría —si todo salía de acuerdo con su plan— introducir un cambio jurisprudencial en la Corte de Casación francesa para que así ellos, jueces civiles de primera instancia, pudiesen actuar de oficio en la detección de cláusulas abusivas en contratos de crédito bancario.

El prefacio y desenlace de lo ocurrido, que se basa en hechos reales, lo relata Emmanuel Carrère en su libro De Vidas Ajenas. En él describe no solo la pasión de estos jueces al ejercer su función, sino también la motivación política y la estrategia jurídica que los congrega. El resumen es que dos jueces aguerridos inician una avanzada sutil pero impávida por introducir cambios en un sistema legal que consideran injusto, para lo cual dictan una “sentencia provocadora”[1] fundada en su descubrimiento. Ésta es elevada al órgano europeo quien, al darles la razón, permite reconfigurar la jurisprudencia nacional según el ideal de justicia que los protagonistas anhelan. El autor cuenta los efectos ulteriores de esta lucha: la ley se modificó, la competencia de los jueces se amplió, y se aliviaron “con toda legalidad las deudas de decenas de miles de pobres gentes”.

El relato —que es solo uno de los que componen una novela que evoca una tristeza desgarradora— convida al lector a hacerse una pregunta profunda y quizá menos explorada por el derecho que por la literatura: qué es la justicia para un juez. Para Étienne, quien por cuestiones del destino se amistó con Carrère y le compartió su relato para que lo transformase en novela, parece ser que la magistratura se ejerce haciendo frente al proverbio según el cual “el código penal es lo que impide que los pobres roben a los ricos y el código civil lo que permite a los ricos robar a los pobres”. Este último, de inspiración liberal, se sostiene en un principio de autonomía de los individuos que, a la vista del juez, es simplemente irreal. Por ello, aun en un conflicto entre privados, si una de las partes ha suscrito un contrato y no ha sabido defenderse de las cláusulas abusivas por ignorancia y falta de recursos, la labor del juez es, a su entender, intervenir para equilibrar la posición negociadora de los involucrados.

La clave de su acometida es la regulación comunitaria, que para Étienne “más generosa es y más cercana está de los grandes principios que inspiran el Derecho con mayúscula”. A partir de la sentencia sobre Barcelona y una directiva europea que, con el objeto de “organizar la libre competencia en el mercado del crédito”, obliga a que se mencione la tasa de interés efectivo global anual en los contratos de crédito, Étienne busca que la Corte Europea le dé la razón. El problema que le aqueja no es si sería o no ilegal omitir dicha información en el contrato, sino que el juez no pueda intervenir si la omisión existe pero el deudor no se ha defendido por sí mismo y a tiempo. Según la jurisprudencia francesa de la época, al tratarse de un asunto entre privados no hay un interés público en juego, por lo que el juez no puede actuar de oficio.

La pregunta legal que audazmente le formula el juez francés a la Corte Europea es si mencionar dicha tasa de interés “¿se hace para proteger al prestatario o para organizar el mercado?”. Ya que la directiva europea se refiere claramente a lo segundo, para Étienne su solicitud en el fondo es incluso más sencilla: “dígame si he leído bien”. Carrère destaca un elemento de estilo en esta jugada: “el contraste entre la enormidad del problema planteado —¿qué es el orden público?— y la falsa ingenuidad desconcertante, socrática, de la pregunta que lo resuelve: ¿he leído bien?”. La expectativa del juez de La Vienne —pequeño pueblo cercano a Lyon— es que desde Luxemburgo le respondan que sí, que ha leído bien, que está autorizado a intervenir en nombre del orden público.

De esta anécdota surgen múltiples preguntas de mayor entidad filosófica. ¿Qué es la justicia, cuando se trata de organizar la libre competencia? ¿Qué significa organizar la libre competencia? ¿Qué áreas del derecho contribuyen a organizarla? ¿Cómo interactúan entre ellas? ¿En qué medida su interacción depende de lo que se entienda por orden público? ¿Qué es el orden público? ¿Puede haber más de un orden público?

La lucidez de Étienne para hacer frente a estas preguntas es quizá la de quien busca entender el sistema como un todo y no por partes. Lo que pelea Étienne —autodenominado socialdemócrata convencido de las virtudes de la competencia— es que los abusos en el préstamo de créditos bancarios afectan la organización de la libre competencia en dicho mercado. Pero dicha convicción proviene de mucho antes de cruzarse con la regla europea que respalda su estrategia. Proviene de observar por años a gente entrando a su despacho, sin abogados, ignorantes, desahuciados. Proviene de observar que, sin la ley, los desequilibrios de poder negociador de las partes no sanan, sino que se agravan. ¿Se puede siquiera hablar de libre mercado si en vez de competencia en base a méritos la competencia es en base a engaños? Para Étienne, no. El libre mercado exige siempre que le dibujen contornos.

«En el derecho de abusos unilaterales ha prevalecido, sin embargo, una postura no intervencionista reacia a replantearse cuándo existe poder monopólico y cuándo una práctica comercial es abusiva (limitándose a medir efectos exclusorios en modelos de competencia en base a precio).»

La historia que nos cuenta Carrère ocurrió hace 20 años y hoy el mundo algo ha cambiado. En los países con libre mercado, además de diversas regulaciones sectoriales, se ha ido consolidando el derecho de protección de consumidores y el de prácticas desleales. En Chile el camino ha sido lento, pero se avanza. La recién promulgada Ley Pro-Consumidor (N°21.398) algo ayuda, así como la reforma del 2010 a la ley de competencia desleal (N°20.461) que amplió su alcance para proteger de abusos a quienes dependen económicamente de grandes productores y/o distribuidores. Estas regulaciones son transversales a todos los mercados. El derecho de abusos unilaterales anticompetitivos (DL 211) es también transversal y también se funda en un exceso de poder, pero no coercitivo, sino que monopólico. La diferencia (difusa, en cualquier caso) es que este poder se mide en relación con un determinado mercado, el que a su vez se define en base a qué tan sustituible es un determinado producto.

En el derecho de abusos unilaterales ha prevalecido, sin embargo, una postura no intervencionista reacia a replantearse cuándo existe poder monopólico y cuándo una práctica comercial es abusiva (limitándose a medir efectos exclusorios en modelos de competencia en base a precio). Sus defensores serían quizá los mismos que rechazarían la postura del juez Étienne por considerarla paternalista e ineficiente—pues las trabas para perseguir a incumplidores aumentaría la prima general del sistema de créditos. Pero lo que no ven —o prefieren no ver— son las disparidades de poder sistémicas que existen en muchos mercados. Por esas disparidades es que suele abogarse por nueva regulación sectorial. Pero mientras esa regulación no exista, el derecho de la competencia —entendido en un sentido amplio, como la regulación transversal que organiza la libre competencia en los mercados— puede jugar un rol.

En la UE, la resistencia al cambio derivó en que ahora, por el costado, se esté creando un derecho nuevo para enfrentar a las big-tech (Digital Markets Act), del cual muchos sospechan porque no hay una tradición en que se apoye y porque establece reglas rígidas. En cambio, el derecho de la competencia es flexible. Así lo es también en Chile, pero falta coordinación, recursos y es necesario abrirse a nuevas teorías de daño y revisar estándares probatorios. El SERNAC y la FNE debieran actuar codo a codo, y esta última debiera tener más recursos para estudiar mercados y aplicar reglas de conducta. En la judicatura, el ámbito que otorga el DL 211 para su interpretación podría permitir que un juez Étienne —en el TDLC o la Tercera Sala— introduzca su impronta para asegurar mercados eficientes pero también más justos. El abucheo de la galería purista se haría escuchar con fuerza, no cabe duda. Carrère le dedica un entretenido párrafo a explicar cómo insultaban a los jueces de La Vienne, en nombre de la libertad y la seguridad jurídica. Como contrapeso, seguramente, la gratificación de una causa noble. Y, quien sabe, algún día quizá la sorpresa de un escritor elocuente y talentoso narrándonos esas proezas jurídicas en una novela.

 

[1] Todas las frases y párrafos entre comillas son citas textuales del libro.

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