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Una Propia Narrativa

22.12.2021
Germán Johannsen G. Abogado de la Universidad Católica de Chile, LL.M. en Propiedad Intelectual y Libre Competencia, Munich Intellectual Property Law Center. Investigador Académico en el Max Planck Institute for Innovation and Competition. Doctorando en Derecho, especializado en economía de datos y nuevas tecnologías, Ludwig-Maximilians-Universität München. Trabajó previamente en la Fiscalía Nacional Económica.

Para muchos la esperanza sigue intacta. Para otros lo que sigue intacto es la sospecha. No me refiero solo a quienes sospechan del próximo gobierno, sino también a quienes, siendo sus partidarios, sospechan de la función social del libre mercado. Es que la historia reciente lleva a creer —con justa razón tal vez— que el mecanismo del mercado terminó siendo cómplice de la excesiva concentración de poder económico. Lo interesante es que, al contrario de lo que terminó sucediendo, las democracias liberales del siglo XX concibieron originalmente al libre mercado y al derecho que define sus reglas como una forma de limitar tanto el poder político como el económico. ¿Qué salió mal entonces? Retrocedamos un poco en la historia:

Después de la segunda guerra mundial la cosa no estaba fácil. En los alemanes había crecido una profunda sospecha respecto del poder: habían vivenciado el totalitarismo nazi, por un lado, y la cartelización de sus industrias durante la República de Weimar, por el otro. Sobre ese trasfondo, para muchos el marxismo no daba una respuesta satisfactoria al problema del excesivo poder político, y el laissez-faire solo aseguraba un retorno a la concentración de poder económico en unos pocos. Surgió así un proyecto fundacional alternativo —“una tercera vía”— con un principio rector: el exceso de poder es peligroso, provenga de donde provenga. La materialización de ese principio se tradujo en la idea de construir un orden competitivo (“Ordnungspolitik”) que asegurase un espacio para el ejercicio de la libertad y asimismo el bienestar material de la sociedad.

Dicho orden competitivo reconoció la libre iniciativa privada y el derecho de propiedad como motores de la economía y la forma más eficiente de asignar recursos. Pero, a la vez, se fundó sobre la profunda convicción de que es crucial un Estado fuerte que mantenga su independencia frente a la influencia de los intereses privados, quienes no son capaces de resistirse a sus pulsiones por usurpar poder político. Se estableció que la mejor forma de atacar el problema sería mantener los mercados abiertos a la competencia. Con ello se mantendrían los incentivos para que actores económicos se arrebaten poder entre ellos por la vía de conquistar a la ciudadanía con productos más baratos e innovadores, es decir, generando valor social. Se inventó así un nuevo ámbito del derecho preocupado de resguardar el “proceso competitivo”. Influenciado por esta filosofía —llamada ordoliberalismo— nace unos años más tarde el derecho de la libre competencia de la UE.

Desde entonces ha pasado mucha agua bajo el puente. Quizá el caudal más importante provino de Chicago—cuya escuela influenció la política de competencia europea y del resto del mundo. A diferencia de los ordoliberales, el neoliberalismo anti-estatista de Friedman fue indiferente al problema de que el Estado pueda ser secuestrado por intereses empresariales. ¿Complicidad o incapacidad de integrar la influencia política como variable en sus modelos? La cosa es que al obviarlo se asentó la idea de que los monopolios no son un problema, salvo cuando se alcanzan de forma ilegítima. Se evitó así que cualquier aumento de poder fuese objetable, pero a la vez se aseguró una intervención estatal mínima. La idea se exportó con éxito a distintos lugares, entre ellos a Chile. Las economías de escala y las barreras de entrada se alzaron como los principales argumentos de batalla. Pero la dimensión política siguió quedando fuera.

Pastelero a tus pasteles, dirán algunos, para quienes regular el lobby y perseguir el tráfico de influencias debieran ser la forma de abordar el problema. Pero regular el lobby, aunque otorga mayor transparencia, no ataca el fondo del asunto. La evidencia muestra correlaciones positivas entre intensidad de lobby, aumento de márgenes de ganancia y reducción de productividad[1]. Más difícil es recopilar evidencia sobre la influencia del poder de privados en la agenda anticorrupción del Estado. Además, el poder en exceso puede generar asfixias: puede convertir la libertad en una forma de coacción. En última instancia, puede fracturar el sistema. Si bien el problema es global, en lo que respecta a Chile basta ver quién es el presidente saliente para entender que el límite entre negocios y política es difuso y ello está normalizado. En este contexto, en que además ha aumentado el temor a los extremos totalizantes, aquella vieja sospecha ordoliberal parece más vigente que nunca.

A pesar de ello, la versión reduccionista del derecho de la competencia —esa de intervenciones mínimas e indiferencia frente a la acumulación de riqueza— ha seguido predominando. Al menos hoy hay cierto consenso mundial en que es una versión en crisis. En parte gracias a la evidencia sobre el poder que ostentan los gigantes tecnológicos. En parte debido a la indolencia de los grandes poderes corporativos frente a las crisis financieras y climáticas que nos aquejan.

Ante esto, una filosofía social de mercado que reconecte con la idea del libre mercado como límite a la acumulación de poder y que reconozca, al mismo tiempo, que éste no es capaz de resolver todos los problemas (en particular, cuando se trata de derechos sociales), es la narrativa que podría esperarse de la nueva izquierda. Como advierte Mariana Mazzucato —quien es una importante referente en el ideario de Gabriel Boric—, urge pensar cuál es el tipo de capitalismo que necesitamos.

Pero en los detalles está el diablo. Diseñar mercados abiertos a la competencia es una cosa. Que el Estado adopte la misión de impulsar sectores con potencial innovativo (cofinanciando, tomando riesgos y esperando la socialización de los retornos) es otra. Pero reflotar la idea de empresas del Estado para que compitan en los mercados es bastante distinto. Algunas voces temen que en el próximo gobierno las “empresas populares” se vuelvan una moda. Más allá de las ineficiencias y costos de oportunidad que se les asocian, la pregunta que surge es ¿bajo qué circunstancias, de haber alguna, tendría sentido elegir este camino? Quizá un ejemplo permita avizorar una respuesta.

El próximo gobierno tiene la oportunidad de crear su propia narrativa sobre el rol social del mercado y la libre competencia, quizá ya no desde la mera sospecha, ni desde esa mirada reduccionista que solo atiende a las eficiencias estáticas, sino que reconociendo su función distributiva al servir de límite al poder económico.

Hace unos días el Fiscal Nacional Economico señaló que en el sector farmacéutico, en vez de empresas estatales, lo que se requiere es regular la relación entre laboratorios, médicos y farmacias para evitar incentivos perversos que limiten el acceso a genéricos. Pero ese diagnóstico no es nuevo. ¿Por qué todavía no se ha regulado entonces? ¿Hasta qué punto la influencia política de los incumbentes sectoriales podría estar trabando las regulaciones que los técnicos recomiendan? ¿No es acaso una farmacia popular la consecuencia de esas cortapisas? De así serlo, más allá de validar iniciativas populares (que, en todo caso, podrían encontrar justificación en intereses públicos diversos) o advertir sobre la necesidad de regular un mercado, el desafío es modernizar la política de libre competencia para que contribuya al problema de fondo, i.e., hacer frente a la excesiva concentración de poder económico.

Algunas ideas concretas al respecto. Primero, establecer un control más estricto de fusiones y adquisiciones, poniendo mayor atención a los efectos verticales y conglomerados, así como al poder de lobby.[2] Segundo, situar a las pymes al centro de la política de competencia, no solo como forma de incentivar la innovación y el emprendimiento en igualdad de condiciones, sino también para estimular la aparición de nuevos actores que ejerzan presión competitiva en los mercados[3]. Tercero, incorporar reglas que faciliten la persecución de conductas unilaterales abusivas, teniendo en cuenta teorías de daño sobre dependencia económica a lo largo de la cadena de suministro y en mercados de redes[4]. Cuarto, poner mayor atención al mercado laboral, sobre el que ha surgido abundante evidencia de abusos de poder que, a la fecha, no han sido contemplados por el derecho de la libre competencia[5]. Quinto, incorporar la “influencia política” como variable relevante en el análisis de conductas abusivas y poder de mercado[6].

El próximo gobierno tiene la oportunidad de crear su propia narrativa sobre el rol social del mercado y la libre competencia, quizá ya no desde la mera sospecha, ni desde esa mirada reduccionista que solo atiende a las eficiencias estáticas, sino que reconociendo su función distributiva al servir de límite al poder económico. Esa narrativa puede traducirse en propuestas concretas, como las antes mencionadas. Pero más importante, esa narrativa les permitiría definir mejor sus propios límites al momento de diseñar políticas económicas, sean éstas industriales o de libre competencia, dándole así mayor claridad a quienes —con mayor o menor razón— sospechan de los nuevos tiempos que ya comienzan.

[1] K. Dellis y D. Sondermann, “Lobbying in Europe: new firm-level Evidence”, European Central Bank, Junio 2017, link.

[2] A propósito del “significativo poder de lobby” como concepto a ser considerado en el control de fusiones conglomeradas ver, por ejemplo, OECD, “Roundtable on Conglomerate Effects of Mergers – Background Note by the Secretariat”, Abril 2020, link.

[3] Ver, por ejemplo, UNCTAD, “The role of competition policy in promoting sustainable and inclusive growth” (2015), link.

[4] Ver, por ejemplo, M. Bakhoum, “Abuse Without Dominance in Competition Law: Abuse of Economic Dependence and its Interface with Abuse of Dominance”, en F. Di Porto y R. Podszun (eds.), Abusive Practices in Competition Law, Cheltenham, Elgar, 2018, pp. 157-184. En relación con mercados digitales ver, por ejemplo, S. Scalzini, “Economic dependence in digital markets: EU remedies and tools”, (2021) Market and Competition Law Review, 5(1), 81-103. Algunas ideas con respecto a Chile, en G. Johannsen y A. Gonzalez, “Plataformas digitales y dependencia económica ¿Espacio para una teoría de daño a la competencia sin dominancia?” (2021) Centro Competencia UAI, link.

[5] Ver, por ejemplo, E. Posner y C. Volpin, “Labor Monopsony and European Competition Law” (2020) Concurrences.

[6] Ver, por ejemplo, F. Beneke, “Competition Law and Political Influence of Large Corporations – Antitrust Analysis and the Link between Political and Economic Institutions” (2021) Max Planck Institute for Innovation and Competition Research Paper 21-12.

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