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El mes pasado (mayo 2023), CADE inició una investigación preliminar contra dos gigantes tecnológicos (Google y Facebook), a la que incorporó también a Telegram. ¿El motivo? La campaña que estas empresas habrían realizado en contra de un proyecto de ley impulsado por el gobierno, el famoso y controversial PL 2630, también conocido como el “Proyecto de Ley Fake News”.
En lo que refiere al control de la desinformación (coloquialmente ‘fake news’), este proyecto establece una serie de nuevas obligaciones a los intermediarios digitales (redes sociales, motores de búsqueda, servicios de mensajería instantánea), tales como: (i) monitorear preventivamente ciertos contenidos ilícitos que se comparten en sus plataformas (sin tener que esperar al mandato judicial como ocurre con el actual Marco Civil de Internet), (ii) abstenerse de moderar y eliminar los contenidos de empresas con fines periodísticos y cuentas de interés público, y (iii) conservar registros de los mensajes difundidos masivamente. Además, prevé la creación de un regulador autónomo por parte del Poder Ejecutivo para vigilar y regular Internet.
Pero, expresarse públicamente contra una iniciativa legislativa ¿puede calificar como una conducta anticompetitiva? ¿Cuál sería el daño anticompetitivo? ¿No está asumiendo la agencia de competencia una tarea impropia como la de regular el discurso público? Vayamos por partes y centrando nuestro análisis en el caso de Google, que es sobre la que se focalizan los cuestionamientos.
La investigación de CADE tiene como punto de partida una denuncia del senador Randolfe Rodrigues Alves, quien sostiene que Google Brasil aprovechó sus propios medios (su página principal y motor de búsqueda) para “engañar a los usuarios” y dirigirlos “hacia artículos marcadamente sesgados” sobre el PL Fake News.
Cuestionaba el parlamentario que Google incluyera en su página principal un enlace al blog oficial de Google, donde se critica el referido proyecto de ley. También alegaba que los resultados del motor de búsqueda dirigían a enlaces opositores a la iniciativa.
Google ha negado alguna alteración de su algoritmo para cambiar los resultados de las búsquedas. Pero aun si esto fuera así, ¿se podría construir una teoría de daño competitivo para esta práctica? La queja del senador Rodrigues parece ilustrar una suerte de self preferencing discursivo: “un riesgo inminente para la libre de competencia de los medios e incluso fuentes oficiales del gobierno”. Es decir, bajo esta conjetura, Google discriminaría entre portales noticiosos, beneficiando a fuentes opositoras al PL Fake News, y perjudicando a las fuentes pro PL Fake News.
«La competencia y eventual triunfo en el mercado de las ideas (marketplace of ideas) no tiene naturaleza comercial y, por lo tanto, queda (o debería quedar) fuera del escrutinio antitrust»
Teóricamente, empresas como Google o Facebook, que han sido catalogadas como “gatekeepers” de la información, podrían favorecer algunos contenidos sobre otros. Se ha dicho, por ejemplo, que las configuraciones algorítmicas privilegian contenidos escandalosos y polarizantes, y que esto les beneficiaría económicamente porque “engancha” a los usuarios a seguir navegando dentro de sus plataformas.
Aunque discutible, esta no es la teoría que se presenta en este caso. La hipótesis no consiste en que Google vaya a sacar de mercado a un diario digital o una televisora estatal, quitándole “clics” y tiempo de navegación. No se trata de una competencia por posicionarse mejor en el mercado informativo; el supuesto daño no se ubica en el mayor o menor consumo de una empresa mediática, sino, en todo caso, en los contenidos que albergan dichos medios. Y, siendo más precisos, en el convencimiento que su lectura podría generar.
Supongamos que Google efectivamente privilegiara en su motor de búsqueda contenidos que favorecen una posición política contra el PL Fake News, ¿esto calificaría como un abuso de posición dominante? ¿Se trataría de un apalancamiento del poder de mercado que tiene Google en las búsquedas online al “mercado de las ideas” respecto de una iniciativa legislativa? Estas interrogantes evidencian nuestro escepticismo frente a esa novedosa teoría del daño.
Hay muchas formas de competir en la vida humana (competencias políticas, religiosas, académicas, amorosas) que no son materia de preocupación del Derecho de la Competencia Económica. La competencia y eventual triunfo en el mercado de las ideas (marketplace of ideas) no tiene naturaleza comercial y, por lo tanto, queda (o debería quedar) fuera del escrutinio antitrust. Volveremos sobre este punto más adelante.
Además, al menos bajo el estándar de bienestar del consumidor (consumer welfare), importa el resultado competitivo en los agentes económicos, esto es, qué medios o fuentes consumen los lectores, y no tanto el contenido u orientación de esta información. Así, no podríamos establecer a priori que los consumidores se ven más o menos favorecidos cuando se lee más información a favor de un proyecto de ley o en contra de él. Ni siquiera, podríamos hacer esa misma calificación distinguiendo entre fuentes informativas serias (como los medios de comunicación tradicionales) y ‘fake news’.
La soberanía del consumidor es la que inclina la balanza hacia el contenido que le parezca más atractivo, cualquiera que este sea.
“Google maquilla de verdad su opinión personal mientras empresa económicamente interesada en la discusión, vistiéndola falsamente como una opinión científica o dominante”. Esta cita es una traducción de la queja del senador Rodrigues Alves y, conscientemente o no, plantea una discusión interesante: ¿puede el ejercicio de la libertad de expresión convertirse en una práctica anticompetitiva?
La teoría es, más o menos, la siguiente: una empresa es dominante en un mercado informativo (en este caso, tratándose de un motor de búsqueda, sería un mercado de acceso a información o informational gatekeeper). Y, valiéndose de esa condición, fomenta o favorece discursos que, últimamente, buscan reforzar su posición monopólica. En este caso –según alega el senador brasilero– Google busca evitar la aprobación de una ley que afectaría su modelo de negocio y, eventualmente, podría poner en riesgo su posición preminente en el mercado.
Pues, esa pregunta ha estado latente en el Derecho de la Competencia, cuando menos desde los años sesenta. Específicamente en el año 1961, la Corte Suprema de EE.UU. (Eastern Railroad Presidents Conference v. Noerr Motor Freight Inc.) debía pronunciarse por la denuncia que diversos camioneros interpusieron contra las compañías ferroviarias, a las que acusaban de haber iniciado una campaña publicitaria a favor de iniciativas legislativas que buscaban monopolizar el mercado de transporte de carga a larga distancia. La Corte desestimó el pedido, porque no encontró en la ley antitrust (Sherman Act) la voluntad de prohibir el derecho de petición de las personas, con independencia de los motivos [anticompetitivos] que tuvieran para hacerlo.
Esto criterio fue complementado cuatro años después (United Mine Workers v. Pennington), cuando la Corte rechazó calificar como ilícito antitrust la petición de una asociación de trabajadores mineros y un grupo de compañías mineras para imponer un salario mínimo para las compañías mineras que vendieran carbón a la Agencia del Valle de Tennesse, lo que, previsiblemente, limitaría la competencia de los pequeños empresarios locales de carbón. La Corte concluyó que “los esfuerzos conjuntos para influir sobre los agentes públicos no violan las leyes antitrust aun cuando intentan eliminar la competencia”.
Estos dos casos constituyen la doctrina Noerr-Pennington, que hace prevalecer las libertades de expresión y petición frente al escrutinio antitrust. Visto desde una perspectiva distinta a la Primera Enmienda Norteamericana, podríamos sostener también que la expresión o petición no califican, por sí mismas, como conductas anticompetitivas. Pedir algo, incluso si el pedido consiste en la aprobación (o no aprobación) de una ley que habilite la monopolización de un mercado no es una conducta económica. El eventual desenlace restrictivo de la competencia no se deriva de la petición, sino en todo caso, de la decisión que toma el legislador, la autoridad gubernamental o el juez, según fuera el caso.
Volviendo a la investigación de CADE, no encontramos en la norma brasileña de libre competencia alguna conducta explícitamente tipificada que incluya a la expresión política como conducta anticompetitiva. Más aún, todos los ejemplos incluidos en el artículo 36 de la Ley 12.529 son de conductas comerciales.
Lo anterior no niega la posibilidad de que una empresa como Google pueda tener un interés económico subyacente a la no aprobación del PL Fake News, pero, incluso si fuera así, se trataría de un beneficio indirecto no punible por el Derecho Antitrust. Aquella ventaja no se produciría por el solo hecho de divulgar una opinión, ni siquiera por privilegiar su exposición, si ello hubiera ocurrido. El resultado económico se manifestaría –de ser el caso– a partir de la decisión estatal, que se encuentra bajo el control del Poder Legislativo, no de un actor económico.
La investigación de la autoridad brasilera recién ha comenzado y CADE aún no ha manifestado cuál sería la teoría de daño competitivo que estudiaría. Sin embargo, este caso nos permite reflexionar sobre los riesgos que subyacen a las pretensiones de ampliar demasiado los objetivos del Derecho de la Competencia (al respecto, ver columna de F. Irarrázabal “La porosidad de la libre competencia”).
La confluencia de poder de mercado y algunos peligros online (desinformación, discurso de odio, violaciones a la privacidad, acoso) motiva que muchas personas quieran encontrar en el Derecho Antitrust la solución a estos últimos. Pero, paradójicamente, extender los alcances de este instrumento público puede abrir la puerta a nuevos riesgos, como el de la censura.
Una empresa, por ser dominante, no debería perder el derecho a expresarse y participar del debate político.