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Vivimos tomando decisiones. A veces, nos creemos linces, y hacemos una ponderación razonada de los pros y contras de una decisión. Vemos el corto, mediano y largo plazo. Vemos los efectos en nosotros, pero también en los otros. Nos guiamos por nuestro cerebro analítico, pero también incorporamos, en justa medida, nuestras emociones.
A veces.
Otras, hacemos tonteras. Y decidimos mal. Nuestras decisiones no ponderan bien los efectos de lo que estamos haciendo. Creemos que la decisión es acertada y nos apuramos en tomarla, descartando otra mejor, sin mirarla con cierta distancia. Esas decisiones pueden ser banales -como comprar esto o aquello-, pero pueden ser trascendentales y afectar irremediablemente nuestro futuro, nuestro entorno cercano, y peor aún, grupos de personas más amplios. Pienso en la elección de una carrera o de una pareja. Pienso en las decisiones que toma una autoridad -un presidente, un parlamentario o un juez- o un gerente de una empresa importante. Pienso en el probable próximo presidente de Estados Unidos -Trump- y en Putin y su poder para apretar el botón y hacer desaparecer la humanidad.
“Introducir la sicología al derecho y la economía puede complejizar todo. No va a ser fácil llegar a una teoría asentada y operativa sobre cómo funciona nuestra mente y en ese proceso se puede mermar la función predictiva de la economía y la certeza con que el derecho nos arropa. Eso no quita que, en mercados específicos y con instrumentos bien diseñados, podamos acercarnos a entender las limitaciones mentales con que operamos”.
El cerebro es un pájaro curioso y sorprendente: prioriza, filtra, minimiza energía, infiere y completa la información que falta. Sabemos que aún no se le conoce bien, así como tampoco conocemos del todo la función de las millones de bacterias que pueblan nuestro sistema digestivo. Entiendo, además, que la sicología experimental, la neurociencia y la economía del comportamiento han ido develando, en parte, el proceso de evaluación de las distintas alternativas de un tomador de decisiones a través de resonancias magnéticas funcionales, electroencefalogramas, manipulación farmacológica, modelamiento computacional y análisis de paradigmas conductuales. Se ven avances, nos dicen los expertos, en detectar los circuitos cerebrales que participan en las tomas de decisiones, en especial la corteza prefrontal y las subcorticales, en decisiones motivadas por la razón y la emoción (Domic y Contreras-Huerta, CeCo/UAI, 2024).
Muchos de nuestros errores se deben a que nos valemos de atajos mentales. Utilizamos esos atajos -denominados pensamientos heurísticos- porque necesitamos respuestas rápidas frente a escenarios inciertos (como cuando atacamos o arrancamos, si nos sentimos en peligro, pero también en muchas de las decisiones que adoptamos a diario de manera automatizada), desplazando así el análisis deliberativo y pausado.
El problema es que esos atajos son sesgos cognitivos. La lista de sesgos es larga y se han ido agregando nuevos, a medida que las investigaciones avanzan. Tenemos una tendencia natural a elegir la opción por default que se nos ofrece y también a mantener el statu-quo. Tendemos a elegir lo primero que se nos presenta y a no evaluar otras alternativas que aparecen como peores rankeadas. A anclarnos en un punto referencial específico, que puede no ser el mejor. A la aversión al riesgo y a la complejidad. A la miopía de conformarnos con una recompensa actual menor, desechando una superior pero futura. A elegir lo que otros eligieron, aunque no sea lo óptimo para nosotros. A sobrevalorar la evidencia que confirma nuestras hipótesis iniciales, menospreciando las que la contradicen, lo que se conoce como sesgo de confirmación. Y a sobrevalorar nuestra confianza subjetiva derivada de los propios juicios preconcebidos y de espaldas a una mayor objetividad (Fletcher, 2023).
Esos atajos del pensamiento forman parte de nuestra forma ordinaria de tomar decisiones y por eso todos nos vemos afectados por ellos. De ahí que el más grave de los errores sea, a mi juicio, creer que no los tenemos. Que uno se las sabe todas, que la verdad se nos devela fácilmente, que no nos equivocamos y que si lo hacemos, se puede arreglar la carga después. Negar esos sesgos y no adoptar las medidas para evitarlos o hacerse cargo de ellos pueden, en épocas revueltas como las actuales (en donde la emoción está a flor de piel), devenir en veneno puro si el sujeto que obra así -ciego de ese padecimiento- ostenta cierto poder sobre otros seres humanos.
La realidad sicológica y neuronal de los sesgos y sus efectos se ha ido incorporando al derecho y la economía (Zamir y Teichman, Oxford, 2018). En específico, ha tenido aplicaciones concretas en libre competencia, en especial en los casos europeos que involucran a las big techs, en donde se ha detectado una menor intensidad competitiva debido a los sesgos que hacen que la demanda no responda activamente a cambios en precios, calidades e innovaciones. Una empresa dominante puede llegar a influenciar la toma de decisiones de los usuarios, según el interfaz en que se despliegan las alternativas y sus algoritmos diseñados en base a las preferencias determinadas de cada consumidor. El lugar en que aparecen nuestras opciones en nuestro celular -lo que se llama arquitectura de las decisiones-, por ejemplo, puede llevarnos a elegir algo que es subóptimo para nosotros, pero que le reporta mayores beneficios a la empresa (Gorab e Iglesias, CeCo/UAI, 2024). Las empresas tecnológicas pueden mañosear con dark patterns y presentar la información de manera confusa, dificultando la toma de decisión óptima, por ejemplo, apurándonos por la advertencia de pocas unidades disponibles o poniendo trabas para cancelar una suscripción (Del Villar, CeCo/UAI, 2023). Por cierto, este fenómeno también se advierte en el mundo físico: no da igual que el producto se exhiba en una góndola de un supermercado a la altura de nuestros ojos o en una bandeja que nos exige agacharnos.
En Chile, la Fiscalía Nacional Económica ha considerado los sesgos en sus estudios de mercado de rentas vitalicias, medicamentos, textos escolares y mercado funerario. En este último, se mostró que frente al estrés de la muerte de un ser querido, y al apuro legal de inhumar dentro de las 48 horas, los deudos tienden a elegir lo primero que se les presenta, sin analizar mejores alternativas y pagando más caro (Castro, CeCo/UAI, 2024).
Pese a su utilidad, sin embargo, me parece que hay que proceder con cautela al incorporar este análisis. Introducir la sicología al derecho y la economía puede complejizar todo. No va a ser fácil llegar a una teoría asentada y operativa sobre cómo funciona nuestra mente y en ese proceso se puede mermar la función predictiva de la economía y la certeza con que el derecho nos arropa. Eso no quita que, en mercados específicos y con instrumentos bien diseñados, podamos acercarnos a entender las limitaciones mentales con que operamos en cada uno de los roles económicos relevantes, y así proteger a consumidores y restringir los aprovechamientos ilegítimos en que pueden incurrir las empresas y los gobiernos.
*Columna publicada en El Mercurio (24 de marzo de 2024).