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El 16 de noviembre usted va a tener que ir a las urnas y elegir al nuevo presidente de Chile. Tiene diez opciones (ocho candidatos, blanco y nulo). Suponga que usted ya tiene a un preferido/a, pero le asisten dudas -en especial respecto a otros dos candidatos- y quiere votar informadamente. Con esfuerzo, lee los diarios, presencia los debates y la franja y revisa las redes sociales, pero sigue desorientado. Conversa con sus amigos y parientes, y le parece que sigue navegando con la brújula de la intuición.
Bajo una predisposición energética, decide leer los programas de sus candidatos preferidos. Averigua que, por ley, cada candidato está obligado a presentar un programa indicando “las principales acciones, iniciativas y proyectos que se pretenden desarrollar durante su gestión”. Eso lo envalentona, aunque intuye que la lectura va a ser ardua.
«Convendría limitar la extensión de cada documento programático a un máximo de páginas, obligando a los candidatos a priorizar y sintetizar solo las propuestas más relevantes. Sería ideal contar con un resumen ejecutivo y que los programas tuviesen una estructura básica uniforme, sugerida por la autoridad encargada de las elecciones».
Decide dedicarle un domingo a ese estudio. Baja los programas y recordando su época estudiantil, parte contando las páginas. Descubre que, si suma todos los programas, son más de 600 páginas de diagnósticos y promesas. Si se concentra en tres, la cifra baja a la mitad. Algo desmotivado -varios de los programas carecen de un índice general y ninguno tiene uno analítico-, empieza la lectura y al poco andar se da cuenta que se confunde con la enorme cantidad de material.
Logra entender que hay dos vectores principales en las propuestas: seguridad y economía, además de tres áreas prioritarias (salud, educación y vivienda). Decide concentrarse en lo económico. Vuelve a la lectura y, tras pasar varias decenas de páginas, retorna el mareo. Imposible comparar. Demasiados temas complejos. Demasiadas promesas.
La racionalidad limitada es uno de los conceptos centrales de la economía conductual y se refiere a que las personas toman decisiones bajo fuertes restricciones cognitivas, emocionales y de información. Esto genera que las decisiones estén influenciadas por sesgos, en vez de cálculos óptimos, como le ocurre a los familiares ante las decisiones respecto de un funeral.
Uno de los sesgos principales se produce por la sobrecarga de información, gatillado por fatiga (su cerebro se abruma ante la complejidad y el número de medidas) y parálisis (ese cansancio menoscaba su capacidad analítica, que suele traducirse en una tendencia o hacia la procrastinación o la búsqueda de atajos).
El sesgo de sobrecarga lo lleva normalmente a decidir una opción poco informada pero fácil (atajo mental), influido por el “efecto encuadre” (según cómo se muestra la información), sesgo de disponibilidad (sobrevalorar aquello que recordamos fácilmente, aunque no sea sustantivo) y anclaje (las primeras cifras o ideas influyen desproporcionadamente en nuestra estimación final, aun cuando no sean las relevantes).
Si usted quiere persistir (a pesar del enredo en su cabeza), puede recurrir a la IA. Adjunta los programas seleccionados a un sistema de IA y empieza a preguntar sobre temas precisos.
Parte preguntando sobre el diagnóstico respecto de Chile y su economía, y le pide que ordene los programas de todas las candidaturas en un rango de pesimismo y optimismo. Luego, le pregunta a IA sobre la orientación ideológica de los candidatos, en relación al rol del Estado y de las empresas privadas, y su inclinación entre dos extremos: economía centralmente planificada y economía de mercado con un Estado mínimo.
Ante la duda sobre el gasto público y el tamaño del Estado, quiere una evaluación sobre su gravedad y cuáles serían las medidas posibles de corto y mediano plazo. Luego, pregunta sobre las posiciones respecto a los tributos y qué cambios quieren hacer los candidatos.
Enseguida pregunta por la libre competencia y su regulación, sobre el litio y el cobre y la participación del Estado como empresario, y respecto de las medidas concretas para mejorar la salud, la educación y la vivienda.
Luego de la avalancha de cifras y medidas (al menos, presentadas en forma ordenada para comparar), se pone más exigente e indaga sobre la posibilidad de financiar las medidas que se proponen y la factibilidad de que tales medidas vean la luz del día durante el exiguo período de cuatro años de gobierno.
Finalmente para de preguntar y, mirando con distancia, contrasta el resultado de este ejercicio (cuyas respuestas me las reservo, para instarlo a que haga sus propias preguntas) con la lectura cruda de los programas y queda, en algo, satisfecho con lo primero.
Pero su curiosidad no se detiene ahí. Se da cuenta que para mejorar la comparación y la claridad de los programas presidenciales sería fundamental establecer estándares mínimos de presentación. Convendría limitar la extensión de cada documento programático a un máximo de páginas, obligando a los candidatos a priorizar y sintetizar solo las propuestas más relevantes.
Sería ideal contar con un resumen ejecutivo y que los programas tuviesen una estructura básica uniforme, sugerida por la autoridad encargada de las elecciones. No para de soñar y piensa que cada medida concreta podría venir acompañada de una estimación presupuestaria, un plazo claro de implementación, y una «autoevaluación» (en lo que valga) sobre su probabilidad de concreción.
Sigue soñando (no se culpe: si lo hacen los candidatos, usted también puede) y se le ocurre que el presidente electo debería publicar, al final de su mandato, un informe detallado sobre el grado de cumplimiento de cada una de las medidas prometidas, señalando logros, retrasos y explicaciones sobre las metas no ejecutadas. Su alegría sería desbordante si, adicionalmente, la jugosa jubilación del presidente estuviese de alguna forma condicionada al nivel de cumplimiento de su programa.
¿Exceso de ensoñación?