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El impacto de la economía digital en la economía tradicional –esa de “ladrillos y morteros”– es evidente y sus efectos se van a ir profundizando a pasos agigantados. De esto nadie se libra. Tampoco la institucionalidad y el derecho de competencia. Esa institucionalidad ha logrado florecer y prestigiarse en la mayoría de los rincones del mundo –incluido Chile, que ostenta un liderazgo regional–, con una normativa de textura abierta (siguiendo la experiencia anglosajona) y un grupo selecto de burócratas que buscan defender la economía de mercado.
Se vienen nuevos vientos en el derecho de competencia. Ya empezaron a soplar en Europa y ahora se les une Estados Unidos. La intensidad de esos vientos es aún una incógnita (¿brisa o vendaval?), así como su impacto en la institucionalidad –esa mezcla de reglas y cultura que conforman el buque de la libre competencia– y en sus autoridades, capitán y tripulación incluida.
Para ansiedad de algunos y vítores de otros, dos conocidos críticos de la política antimonopolio estadounidense llegan a puestos claves. Los académicos Tim Wu y Lina Khan, ambos de la Universidad de Columbia, son voces del medio que han llamado a más intervención, especialmente en industrias digitales, y fueron nominados este mes de marzo a integrar el comité económico de la Casa Blanca en competencia y tecnología y la Federal Trade Commission, respectivamente.
Lo cierto es que los vientos que anuncian estos nombramientos –con el revisionismo de lo que ha sido el desarrollo de la tradicional política de competencia– habían comenzado ya a soplar bajo la administración de Trump. El polémico intento por prohibir la fusión vertical en la industria de medios, AT&T/Time Warner en 2017; la demanda contra Google por presunta exclusión de sus competidores y malas prácticas en el mercado de avisaje digital; la demanda contra Facebook por sus adquisiciones pasadas (ya visadas por la autoridad); o la oposición a la compra de Visa de una firma tecnológica por daño potencial al mercado de débito online; son todas muestras de una actitud más desafiante y osada que aquella que ha imperado en los últimos cincuenta años en el país del norte.
…sobre todo para las industrias digitales, donde han surgido buena parte de los cuestionamientos contemporáneos, habrá mayor espacio para la regulación, en complemento –o retroceso– de la aplicación más reactiva del derecho de competencia tradicional.
Incluso antes, Europa –fiel a su tradición de mayor control en los mercados– ya llevaba la delantera con bríos renovados. Sólo por mencionar los más notables, la Comisión resolvió importantes casos en contra de Google en 2017 y 2018 –imponiendo multas de miles de millones de euros–, que han marcado el debate de la economía digital, y a fines del año pasado anunció iniciativas regulatorias de alto calibre para contrarrestar el poder de las grandes plataformas.
Para algunos, el consenso dominante con el bienestar del consumidor como eje exclusivo, podría comenzar a agrietarse. El comienzo de esta década podría atestiguar una mayor apertura a atender nuevas voces, que traen de vuelta discursos que el consenso creía superados (como el énfasis en la pequeña empresa y la desconcentración) y nuevas preocupaciones derivadas de la globalización y la digitalización de la vida (por ejemplo, la protección de la innovación y la privacidad), aunque se sepa que tales cambios inyectan incertidumbre sobre su operabilidad.
En este debate de fines y bienes jurídicos, la pluralidad irrumpe y las jurisdicciones pioneras diseñan estrategias para adaptar sus herramientas a los nuevos tiempos: si acaso las reglas que se han elaborado a partir de los fallos son las adecuadas, si es necesario endurecer la aplicación del derecho de competencia o si es preciso dibujar otros arreglos institucionales para el futuro –ojalá más plásticos y ágiles que aquellos que se impusieron en siglo XX– para lidiar con un líquido e impredecible siglo XXI.
Ya hay voces que claman por el regreso de las reglas estructurales en las áreas de fusiones y abusos de posición dominante, por ejemplo, con mayor preponderancia del análisis de cuotas de mercado y cambios en la carga de la prueba en los procesos seguidos ante la autoridad. Asimismo, se avizora un mayor celo respecto al daño a la innovación, a las fusiones de potenciales competidores y a la eficiencia dinámica.
En definitiva, ante prácticas complejas y de pronóstico incierto, se estaría más dispuesto condenar conductas –a riesgo de sobredimensionar sus daños– que a tolerar su incierta lesividad. O como diría un economista: a preferir incurrir en un “falso positivo” (castigar a un inocente), a un “falso negativo” (exonerar a un infractor). Además, sobre todo para las industrias digitales, donde han surgido buena parte de los cuestionamientos contemporáneos, habrá mayor espacio para la regulación, en complemento –o retroceso– de la aplicación más reactiva del derecho de competencia tradicional.
En Latinoamérica y en Chile solemos observar estas jurisdicciones del hemisferio norte como guía para nuestros diseños y buenas prácticas locales (¡enhorabuena!). Chile, en particular, ha evolucionado hacia un modelo híbrido, con impronta estadounidense en su política anti-carteles y un sello europeizante en abusos, fusiones y estudios de mercado.
A mi juicio, la institucionalidad chilena está preparada para enfrentar –o más bien, recibir– esos nuevos vientos que soplan en Europa y ahora en Estados Unidos. Chile ha logrado construir en 60 años un sólido buque para surcar las nuevas aguas. Hay buenas reglas. Buena cultura jurídica y, un factor no menos relevante, buenos capitanes y tripulación, con visión y firmeza en el timón, tanto en el Tribunal de Defensa de la Competencia como en la Fiscalía Nacional Económica. Habrá, eso sí, que estar vigilantes ante los nuevos nombramientos que se vienen para el 2022, tanto del presidente del tribunal como del jefe de la fiscalía.