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La última edición de la Revista de Derecho Económico (Vol. 82 N°1, 2024) presenta tres artículos que exploran herramientas del derecho de la competencia. Estos se refieren a variados tópicos, a saber: el uso de inteligencia artificial para identificar tempranamente la colusión; la evolución histórica del artículo 3 del Decreto Ley 211 (DL 211); y cómo ha interpretado y debería interpretar la Fiscalía Nacional Económica (FNE) las cláusulas de resale price maintenance. A continuación, revisamos los principales puntos de dichos artículos.
IA y detección de la colusión
En su artículo titulado “El uso de análisis predictivo con IA para la detección temprana y prevención de prácticas colusorias”, Catalina Sierpe y Cristóbal Ureta examinan el potencial de la IA como herramienta para fortalecer el enforcement contra conductas colusorias.
Los autores parten constatando que las herramientas tradicionales de las agencias para detectar la colusión (como la delación compensada) han sido efectivas para desbaratar carteles en plena ejecución, pero no para detectar colusiones tácitas, o bien, explícitas pero incipientes. Además, la IA y la transparencia de los mercados digitales han permitido que la colusión (expresa y tácita) se viabilice no solo en mercados oligopólicos, sino también en mercados con varios competidores.
En este contexto, los autores argumentan que la IA y su capacidad para trabajar con grandes volúmenes de datos puede servir a la autoridad para enfrentar la colusión de manera proactiva y oportuna, al permitirle generar evidencia indirecta (incluso en tiempo real) (ver nota CeCo “Inteligencia Artificial en Competencia: ¿Herramienta o Riesgo?”).
Los autores proponen acudir al análisis predictivo, apoyado en técnicas de machine learning o deep learning, los cuales permiten procesar grandes volúmenes de datos estructurados y no estructurados para identificar, de forma temprana, patrones de coordinación entre competidores. Estas técnicas se pueden entrenar y aplicar con información histórica de precios, volúmenes de producción, cuotas de mercado y otras variables relevantes (ver investigación CeCo, El machine learning en el modelo de detección de cárteles en licitación pública de Bajari y Summers)
Para realizar este tipo de análisis, los autores destacan cinco herramientas clave: (i) regresiones lineales y logísticas, útiles para identificar correlaciones inusuales entre precios y demanda que sugieran coordinación, (ii) redes neuronales, capaces de modelar relaciones complejas y no lineales entre variables de mercado, (iii) clustering, que agrupa a competidores con comportamientos similares, revelando posibles núcleos de coordinación, (iv) análisis de series temporales, para detectar aumentos simultáneos de precios o ajustes de producción no explicables por la demanda, y (v) árboles de decisión y bosques aleatorios, que segmentan grandes conjuntos de datos para aislar comportamientos atípicos.
Experiencias recientes muestran que estas metodologías no son meras proyecciones teóricas. De hecho, la OCDE ha documentado casos en Brasil, Colombia, Singapur, España y Suiza donde herramientas de screening digital se utilizan para identificar riesgos de colusión en licitaciones, sectores regulados y mercados de alta frecuencia de interacción entre competidores. Estos modelos permiten a la autoridad priorizar investigaciones y concentrar recursos en focos de riesgo (ver nota CeCo, Computational Antitrust 2025: Nuevos avances del uso de IA en el enforcement).
El uso de esta herramienta puede traer varios beneficios, tales como: (i) monitoreo en tiempo real de múltiples mercados y actores, (ii) reducción de la dependencia de evidencia directa (la que en hipótesis de colusión tácita suele ser inexistente), y (iii) proyección de impactos futuros, permitiendo actuar antes de que el daño económico sea irreversible.
Sin embargo, su implementación presenta exigencias considerables para la autoridad: acceso a datos precisos y actualizados, infraestructura tecnológica robusta, capacitación técnica de los equipos, acuerdos interinstitucionales para el intercambio de información y cumplimiento estricto de marcos de protección de datos personales (ver columna de E. Ruiz-Tagle, ‘Orden’ y ‘Estabilidad’: ¿Positivo o negativo? Clasificación de texto en sede libre competencia).
Los autores también plantean algunos desafíos normativos y éticos para la autoridad: (i) transparencia algorítmica, para que las partes entiendan cómo se llegó a una conclusión y puedan replicar el análisis, (ii) prevención de sesgos en la selección y procesamiento de datos, y (iii) mitigación de falsos positivos, evitando que un patrón legítimo sea interpretado como colusorio.
En esta línea, para abordar estos desafíos, Sierpe y Ureta subrayan la importancia de realizar auditorías periódicas y técnicas para asegurar que los modelos no favorezcan ni perjudiquen a ciertos actores sin justificación. Esto pues la discriminación algorítmica, producto de variables mal calibradas o bases de datos incompletas, puede erosionar la legitimidad del enforcement.
La vigencia de la historia del artículo 3 del DL 211
En su publicación titulada “El artículo 3 del Decreto Ley 211 en la historia del derecho de la competencia de Chile y Argentina”, Manuel Abarca explica que el diseño de dicho artículo no es producto de una construcción local aislada, sino de una importación legislativa temprana.
El primer proyecto de ley de competencia en Chile, presentado en 1937 por el Partido Radical, se inspiró en gran parte de la Ley 11.210 de 1923 de Argentina. Esto es importante pues, tanto la ley chilena como la de Argentina, comparten la misma estructura: una prohibición general de realizar actos anticompetitivos acompañada de un listado de prohibiciones específicas. Y, en esa línea, en ambos países se ha discutido sobre si la realización de los actos específicamente prohibidos puede ser sancionada con independencia de si se cumple o no la hipótesis prohibitiva general.
Abarca destaca que esta pregunta tiene consecuencias prácticas relevantes, pues surgirían dos posiciones. En la postura “accesoria” (aquella según la cual la aplicación de la prohibición específica debe estar acompañada de la aplicación de la prohibición general), incluso los carteles duros requerirían prueba de efectos o riesgos anticompetitivos, mientras que la postura “autónoma” permite sancionarlos directamente, en línea con la lógica de las reglas per se.
Yendo al ejercicio historiográfico de Abarca, este último señala que en el caso argentino la estructura del ilícito respondía a un diagnóstico concreto. La Comisión Investigadora de los Trusts (1918–1919) recorrió provincias, tomó testimonios y detectó prácticas que afectaban gravemente la competencia: desde el derramamiento concertado de vino en Mendoza para sostener precios, hasta repartos territoriales en el mercado de la carne o fijaciones de precios de reventa por parte de proveedores de combustible. Estas experiencias fueron codificadas en un catálogo de prohibiciones específicas, no solo como ejemplos ilustrativos, sino como infracciones que, por su historial, merecían sanción directa. Así, la ley de competencia argentina contenía una hipótesis general de prohibición de actos anticompetitivos y, seguido a aquella, tenía un catálogo de conductas anticompetitivas específicas.
En Argentina, esta técnica legislativa dio lugar a un intenso debate. Parte de la doctrina asumió la tesis “accesoria” y defendió la “unidad conceptual” de la ley: las conductas específicas del artículo 2 solo serían sancionables si cumplían, además, los requisitos del artículo 1 (la prohibición general). Otra corriente, en cambio, sostuvo la tesis “autónoma”, arguyendo que las prohibiciones específicas eran “delitos formales” que se bastaban por sí mismos, sin necesidad de acreditar elementos adicionales. Las primeras sentencias que aplicaron la Ley 11.210 en Argentina se inclinaron por la autonomía, como en el caso Unión de Cigarreros Mayoristas (1935), donde se sancionó a distribuidores que obligaban a no comprar a un competidor.
En su artículo, Abarca sigue el rastro de esta técnica legislativa en todos los hitos de la historia chilena de la libre competencia. La Ley 13.305 de 1959 mantuvo la fórmula “prohibición general + catálogo específico” en un único artículo. El DL 211 de 1973 la replicó casi intacta, modificando sobre todo la institucionalidad. Y las reformas posteriores —Ley 19.911 de 2003, Ley 20.945 de 2016— modernizaron el lenguaje y tipificaron nuevas figuras, pero preservaron la misma lógica (sobre el impacto que tuvo la última reforma en este debate, ver artículo de J. Grunberg: “Regla per se para carteles duros y acuerdos de colaboración entre competidores: un problema regulatorio aparente”).
Así, si bien la ley de competencia de Chile heredó la estructura de la normativa argentina, no heredó el consenso que allí se creó en torno a su interpretación. Desde el proyecto de 1937, pasando por la Ley 13.305 de 1959 y el DL 211 de 1973, el pleito se ha repetido: ¿son las letras del inciso segundo meros ejemplos sujetos a la regla general, o son tipos autónomos? Aún más, en el último tiempo la incorporación de la regla per se para carteles duros reavivó la controversia. En efecto, en fallos sobre colusión como Buses y Casinos, y en casos de interlocking como Juan José Hurtado o Hernán Büchi, la mayoría adoptó la tesis de la autonomía, mientras opiniones minoritarias defendieron la accesoriedad (ver nota CeCo, Colusión de buses en Temuco y debates sobre la “regla per se”)
Para Abarca, la clave está en volver al origen. Si el catálogo de conductas nació de la constatación empírica de que ciertos comportamientos dañaban invariablemente la competencia, imponerles hoy el requisito de probar efectos sería contradecir esa lógica fundacional.
En materia de carteles duros, este razonamiento se alinea con la experiencia comparada: acuerdos de fijación de precios o reparto de mercado no generan eficiencias y, por tanto, justifican una regla de sanción automática. En palabras del autor, los mismos argumentos que sustentaron la Ley 11.210 argentina hace cien años siguen siendo útiles para interpretar el DL 211 vigente.
La FNE y la fijación de precios de reventa
Nicole Nehme y Benjamín Mordoj, en su artículo titulado “Análisis de los criterios de la Fiscalía Nacional Económica sobre fijación de precios de reventa a la luz del estándar actual en el derecho europeo”, repasan el estándar que recientemente ha adoptado la FNE respecto de la fijación de precios de reventa, y lo analizan a la luz del reciente caso Super Bock del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE). Este caso, explican los autores, suavizó un estándar de casi cuatro décadas que trataba los precios de reventa mínimos o fijos como inherentemente anticompetitivos.
Los autores parten delimitando el concepto de restricciones verticales, entendidas como mecanismos de operación entre agentes económicos independientes situados en diferentes niveles de una cadena de producción (estructura vertical). A través de estos mecanismos se regulan las condiciones con que las empresas compran, venden o revenden ciertos productos o servicios. Dentro de ellas, la fijación de precios de reventa (“RPM”, por el término original en inglés, resale price maintenance) se presenta como un caso particular: el proveedor limita la capacidad del distribuidor de fijar libremente el precio de reventa.
En derecho comparado, los RPM han sido históricamente tratados como restricciones particularmente graves, sobre todo en su modalidad de fijación de precio mínimo, al reducir la competencia intra-marca y, en ocasiones, facilitar la coordinación colusoria. No obstante, también se han reconocido posibles justificaciones, como resolver problemas de free riding, incentivar inversiones en servicio o corregir la doble marginalización.
Históricamente, en Europa los RPM han sido tratados como conductas especialmente graves, calificadas como restricciones a la competencia “por el objeto”. Esta categoría supone que, por su naturaleza, se presumen ilícitos salvo que se acrediten eficiencias.
En Europa, el caso Binon (Tribunal de Justicia de la Unión Europea, 1985) consolidó este criterio, el cual luego fue recogido en el Reglamento 2022/720 y en las Directrices sobre restricciones verticales de 2022, que mantuvieron un enfoque que, en palabras de los autores, es “formalista”. No obstante, el fallo Super Bock (2023) introdujo un matiz relevante: sin apartarse de la calificación por objeto, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea examinó la conducta considerando de manera más sustantiva su contexto y posibles justificaciones, aproximándola al tratamiento de otras restricciones verticales. Este ajuste no supone presumir la licitud de los RPM, pero sí aleja la práctica de una proscripción casi automática y abre espacio a un análisis más matizado.
En el plano nacional, el TDLC y la FNE han seguido caminos parcialmente divergentes. El fallo Terminales Móviles del TDLC abordó los RPM bajo un enfoque más sustantivo, considerando el contexto económico y la evidencia disponible para determinar si la conducta era o no anticompetitiva.
Por su parte, la FNE, aunque en su Guía para el análisis de restricciones verticales (2014) ya señalaba un tratamiento diferenciado para los RPM respecto de otras restricciones verticales, no había desarrollado criterios específicos hasta su reciente jurisprudencia administrativa. En efecto, desde 2023, cuatro casos ilustran esta línea: Alimento para mascotas, GLP, Mantenciones de Vehículos y Ropa deportiva. En ellos, la Fiscalía aplicó un análisis más cercano al estándar europeo previo a Super Bock, manteniendo una aproximación predominantemente formalista.
Para Nehme y Mordoj, la experiencia europea sugiere que Chile debiera avanzar hacia un enfoque similar al de Super Bock, donde el análisis de los RPM considere el contexto y los efectos, y no solo su tipificación formal. Según los autores, la aproximación actual de la FNE refleja la visión tradicional del derecho comunitario europeo previa a 2023, mientras que el criterio del TDLC en Terminales Móviles ofrece una base más adecuada para evolucionar hacia una revisión sustantiva.
En esa línea, Nehme y Mordoj proponen que la interpretación del art. 3 del DL 211 por parte de la FNE incorpore este estándar matizado, reconociendo que no todos los RPM generan el mismo riesgo competitivo y que, en determinados contextos, podrían incluso producir eficiencias que justifiquen su autorización.