Newsletter
Suscríbete a nuestro Newsletter y entérate de las últimas novedades.
En una nueva y provocativa obra sobre la transformación neoliberal de Chile durante los últimos 50 años, The Chile Project: The Story of the Chicago Boys and the Downfall of Neoliberalism, el destacado economista Sebastián Edwards, se propone comprender lo que él denomina “la paradoja de Chile”—eso es, ¿por qué ocurrió una revuelta importante y violenta en la economía más exitosa de América Latina?
Al analizar esta pregunta, Edwards relata la historia del Proyecto Chile (the Chile Project) y el desarrollo de las reformas económicas y sociales orientadas al mercado desarrolladas por los llamados “Chicago Boys”, desde el golpe de estado en septiembre de 1973. Si bien el modelo neoliberal originalmente se impuso en Chile durante la dictadura de Augusto Pinochet, se continuó y se profundizó de varias maneras durante los gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia o “Concertación” (coalición de centroizquierda), después de la transición a la democracia en 1990. Gracias al manejo de la economía en esas décadas, Chile logró saltar desde la mitad de la tabla del grupo de países latinoamericanos (en 1970), hasta ser el más rico de la región, medido por PIB per cápita. De hecho, esta era la posición en la que se encontraba cuando ocurrió el estallido social, en octubre del 2019.
El proyecto neoliberal en Chile, de acuerdo al relato de Edwards, se ha caracterizado por un gran éxito en términos de generar un rápido crecimiento y reducir drásticamente la pobreza, especialmente en el período posterior al retorno a la democracia. Sin embargo, el proyecto también habría estado marcado por lo que el autor llama el “abandono” de las élites políticas y económicas de la nación. El área más visible de este abandono fue la desigualdad y la distribución del ingreso que, según Edwards, “es políticamente importante, incluso en sociedades con muy baja incidencia de pobreza” (pág. 270). Adicionalmente, como indica Edwards, una sucesión de abusos y depredaciones que salieron a la luz en las últimas décadas, incluidos varios casos de colusión de alto perfil a partir de 2007 en mercados que afectaron a amplios segmentos de la población chilena, cimentaron aún más la idea entre muchos de que el modelo socioeconómico chileno durante la época neoliberal era injusto.
«Si bien el antitrust solo aparece brevemente en The Chile Project, una de las tesis centrales de Edwards—que el proyecto neoliberal puede caracterizarse no solarmente por el éxito sino también por el “abandono”—lleva a una conclusión inequívoca: si uno favorece una economía basada en el mercado (en Chile o donde sea), debe apoyar medidas firmes para proteger a los consumidores de los abusos de los actores económicos, ya sea a través de una conducta unilateral o colusoria«.
Esta no es una reseña del libro The Chile Project en el sentido tradicional. Más bien, su objetivo es proporcionar un resumen de alto nivel del libro, al mismo tiempo que ofrecer algunas reflexiones sobre el trabajo de Edwards desde la perspectiva de un especialista en derecho de la competencia.
Si bien el antitrust solo aparece brevemente en The Chile Project, una de las tesis centrales de Edwards—que el proyecto neoliberal puede caracterizarse no solarmente por el éxito sino también por el “abandono”—lleva a una conclusión inequívoca: si uno favorece una economía basada en el mercado (en Chile o donde sea), debe apoyar medidas firmes para proteger a los consumidores de los abusos de los actores económicos, ya sea a través de una conducta unilateral o colusoria. Asimismo, debe apoyar los mecanismos que permitan a los consumidores pedir una indemnización efectiva cuando ocurran esos abusos.
La historia que relata Edwards en su libro sobre el proyecto neoliberal chileno comienza en junio de 1955, con la llegada a Chile de Theodore Schultz, catedrático del departamento de economía de la Universidad de Chicago. Esto, con el fin de negociar un convenio con la P. Universidad Católica, para modernizar la enseñanza de la economía en Chile y América Latina (aunque, en realidad, comienza un poco antes, con un poco de contexto adicional, pero eso es para otra revisión). La idea detrás de este convenio, que había sido promovido por el Departamento de Estado de los Estados Unidos durante la Guerra Fría y la feroz competencia global entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, era capacitar a economistas en la élite de las universidades norteamericanas para que, una vez graduados, se afiliaran a las instituciones locales para enseñar. Los estudiantes capacitados localmente por los graduados de los programas en EE.UU. luego ayudarían a diseñar políticas económicas en sus países de origen que respaldaran políticas pro-mercado.
Los primeros Chicago Boys regresaron a Santiago a mediados de 1958 y, según Edwards, “revolucionaron de inmediato la enseñanza de la economía en la Católica” con un pensamiento fuertemente influenciado por el price theory de Milton Friedman y los Principios de Economía de Alfred Marshall. Como explica el autor: “De repente, había dos campos económicos distintos y una naciente guerra de ideas en Chile, una competencia por la influencia que se extendería lentamente a otros países de la región. Un campo estaba representado por la Universidad de Chile, con su cuerpo docente (en su mayoría) estructuralista, keynesiano y marxista, y el otro estaba representado por la P. Universidad Católica y los recién creados Chicago Boys” (pág. 38).
Durante la presidencia de Salvador Allende, un grupo de Chicago Boys preparó un anteproyecto de reforma económica que se conoció como “El Ladrillo” (por el tamaño físico del documento) y que serviría de base para el programa pro-mercado impuesto eventualmente durante la dictadura. Edwards argumenta que, desde la perspectiva actual, la mayoría de “las sugerencias de política en El Ladrillo parecen moderadas y bastante corrientes. No hay nada radical en ellos, y la mayoría de los cambios propuestos (…) se leen como una colección de políticas socialdemócratas” (pág. 80). Reformas más profundas—incluidas las llamadas “siete modernizaciones” que buscaban expandir las relaciones de mercado en toda la sociedad chilena—sólo llegaron más tarde cuando se hacía evidente que Pinochet les había dado a los Chicago Boys una gran libertad para avanzar aún más. La reducción de la desigualdad no era una preocupación de los Chicago Boys, y las políticas que implementaron, como señala repetidamente Edwards a lo largo de su libro, se centraron en cambio en la reducción de la pobreza extrema.
En su conjunto el desempeño económico chileno durante los diecisiete años de Pinochet no fue impresionante, con un crecimiento promedio de sólo el 1,7 por ciento anual. Sin embargo, Edwards distingue entre la primera década de la dictadura—que culminó con un desastroso colapso del peso chileno en 1982—y lo que denomina el “neoliberalismo pragmático”, que caracterizó a la segunda ronda de reformas de 1983-1990. Ese segundo período vió una marcada diferencia en el crecimiento, con un promedio del 4,7 por ciento anual.
La sociedad neoliberal creada durante la dictadura, por supuesto, no terminó con la época de Pinochet. De hecho, los economistas de centroizquierda—empezando por Alejandro Foxley (quien había sido crítico de los Chicago Boys) durante la presidencia de Patricio Aylwin— continuaron e incluso profundizaron algunas de las reformas pro-mercados que se habían implementado durante la dictadura. Los enfoques seguidos por los sucesivos gobiernos de centroizquierda de la Concertación fueron ciertamente más inclusivos que los anteriores, pero Chile siguió siendo neoliberal. “Convencer a sus rivales de toda la vida de preservar el modelo, aunque con algunos ajustes, fue un gran logro de los Chicago Boys”, escribe Edwards. “Pinochet perdió la batalla electoral, pero los Chicago Boys ganaron la ‘guerra de las ideas’” (pág. 179).
Sin embargo, a pesar del crecimiento económico continuo, e incluso acelerado, experimentado por el país durante los siguientes veinticinco años, surgieron grietas en el “edificio neoliberal” que, según Edwards, fueron ignoradas por la élite “que siguió viviendo en un burbuja social y cultural”. Además del rápido crecimiento y la rápida reducción de la pobreza experimentada por el país, también se notan áreas críticas de abandono como una parte importante para comprender la “paradoja chilena”. Edwards se concentra en la desigualdad de ingresos; sin embargo, también aborda otras áreas de preocupación, y algunas de ellas tienen implicaciones importantes para la política de libre competencia.
El Ladrillo incluyó propuestas de política relacionadas con los precios, los cuales—deberían controlarse sólo para los monopolios. Las prácticas monopolísticas y de colusión, según el documento, deben ser sancionadas con severidad. Sin embargo, las iniciativas de privatización emprendidas durante la dictadura probablemente socavaron la competencia en importantes mercados internos. Esas políticas, señala Edwards, llevaron a la creación de los “grupos” construidos alrededor de bancos recién privatizados que operaban de manera similar a los chaebols coreanos. Los Chicago Boys generalmente no se preocuparon por la creciente concentración del poder económico. Tendían a creer que abrir la economía chilena al comercio internacional introdujera competencia extranjera y, por lo tanto, impusiera una disciplina de mercado a las empresas nacionales, independientemente de su tamaño. “Lo que se perdieron”, señala Edwards, “fue que muchas de las grandes empresas crearon filiales comerciales que tenían contratos exclusivos con marcas extranjeras para vender esos productos en Chile” (pág. 120). Los consumidores de Chile, en resumen, no recibieron los beneficios de la competencia que de otro modo podrían tener.
La economía chilena, según Edwards, además se ha caracterizado por la conducta abusiva de algunas de sus empresas más grandes e importantes orientadas al consumidor, la cual se manifestó incluso en casos masivos de colusión que salieron a la luz a partir de 2007 (el primero fue caso farmacias). A esto le siguió en 2011 el cartel pollos, que afectó la principal fuente proteica de la dieta chilena, y el caso papel tissue en 2015. Sobre este último caso, Edwards sugiere que: “El hecho de que la empresa dominante fuera parte del Grupo Matte, un conglomerado controlado por una de las familias más antiguas y tradicionales del país, fue particularmente impactante” (pág. 213). En esta línea, el autor concluye que estos casos “se suman a la noción de que el ‘modelo neoliberal’ estaba al servicio de las personas ‘reales’ poderosas e ignoradas” (pág. 213).
Si bien algunos podrían argumentar que la detección y la persecución de estos cárteles demostraron que el sistema estaba funcionando, es difícil argumentar eso dadas las limitaciones de la ley de competencia chilena vigente en ese momento. En pollos, por ejemplo, un economista de la Universidad de Chile estimó que los imputados se habían beneficiado del orden de USD 1.500 millones (33.294.403 UF) durante el tiempo que duró la conspiración. Sin embargo, la multa máxima permitida para un acusado individual en ese momento era sólo de alrededor de USD 30 millones (30.000 UTA). Y no fue sino hasta enero de 2023 que uno de los demandados, Ariztía, finalmente accedió a pagar una cantidad como parte de un acuerdo “cy pres” (ver nota CeCo: “Conciliación en caso pollos”). En resumen, la colusión—otra forma de decir, el “robo” a los consumidores chilenos—era un negocio rentable. Ese no es un escenario saludable para mantener la fe en un modelo neoliberal organizado en torno a los mercados.
Las reformas promulgadas desde que estos carteles fueron expuestos sin duda han mejorado la capacidad de Chile para proteger a sus ciudadanos de las depredaciones de los monopolistas y cartelistas. La legislación actualmente vigente, por ejemplo, permite multas de hasta el 30% de las ventas del producto o servicio en cuestión durante la existencia del cartel, o hasta el doble del beneficio económico recibido como consecuencia de la infracción. Aunque esta aún pueda ser subóptimo en términos de disuadir la conducta abusiva de los cárteles (vea Lande et al, Benefits from Private Antitrust Enforcement: An Analysis of Forty Cases, 2008), ciertamente representa una mejora, especialmente cuando se combina con la capacidad de enjuiciar penalmente la conducta de los cárteles (aunque ese es otro comentario que espera ser escrito).
Quizás lo que terminará siendo una reforma más importante en última instancia fue la promulgación en 2016 de una norma que permite a las asociaciones de consumidores iniciar acciones colectivas ante el Tribunal de Defensa de la Competencia (TDLC) para recuperar daños y perjuicios después de que se haya establecido una infracción (antes solo podían iniciar acciones ante tribunales ordinarios). En otras palabras, es un mecanismo para que los consumidores chilenos soliciten la recuperación lo que les ha sido sustraído a través de conductas ilícitas, ante el mismo tribunal que condenó el ilícito (el TDLC) y sin tener que volver a rendir prueba para acreditar los hechos ya probados en el juicio infraccional. Así, da poder a las víctimas para perseguir a sus abusadores económicos. Ahora bien, “el jurado aún está deliberando”—para tomar prestada una expresión de los Estados Unido—sobre cuán efectivo será el sistema actual en relación a los casos de indemnizaciones. Hasta la fecha, se han presentado un puñado de casos de daños particulares, y el TDLC ha emitido sólo una resolución de término (la aprobación del acuerdo conciliatorio en el caso pollos), lo que deja muchas preguntas importantes aún sin respuesta. Sin embargo, la mera promulgación de una norma que permite llevar casos colectivos de consumidores como esta fue un comienzo alentador desde mi perspectiva.
El antitrust es más que un ejercicio tecnocrático. Es—o al menos debería ser—un proyecto democrático que implica el ejercicio del control político sobre el poder económico (ver First & Waller, Antitrust’s Democracy Deficit, Fordham Law Journal 2013). En última instancia, considero que la tesis de Edwards de que la crisis actual en el orden económico y político de Chile puede atribuirse a la negligencia o el “abandono”—que incluía no resolver temas de abusos y depredaciones por parte de unas de las empresas chilenas más importantes y dominantes—es bastante persuasiva. La ley de antitrust es una de las muchas herramientas de política que se pueden implementar para abordar algunas de las fallas que identifica Edwards.
En los Estados Unidos, al menos, las demandas colectivas de los consumidores generalmente no son populares entre el lobby empresarial. Sin embargo, si usted es partidario de una economía de mercado (en Chile o en cualquier otro lugar), también debería aplaudir los esfuerzos que ha hecho el legislador chileno y alentar cualquier reforma adicional que pueda ser necesaria para permitir que los consumidores tengan fe en que no están siendo abusados, o que si lo llegan a ser, el sistema trabajará para corregir eso. Eso no es decir que no haya espacio para debatir los detalles de cómo proteger mejor a los consumidores. Pero sí es imprescindible que la protección a los consumidores sea un foco central de la ley de antitrust.