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En su reciente artículo “Feminist Competition Law”, la profesora Kati Cseres (profesora de la U. de Ámsterdam) provee un análisis desde el feminismo acerca de cómo el derecho de competencia podría adoptar un enfoque de género. Esto, con el fin de generar modelos, normas y políticas públicas más inclusivas respecto a las mujeres y otros grupos menos privilegiados.
En este análisis, Cseres considera el rol del derecho de la competencia como modelador de los mercados. En efecto, dado que los mercados son en gran medida un constructo legal (en forma similar al género como constructo social y legal) el derecho de competencia tiene un rol determinante a la hora de influenciar quiénes tienen acceso y bajo qué condiciones a los bienes y servicios, y quiénes pueden participar en el mercado (ver investigación de Ana María Montoya y Raimundo Undurraga: Discriminación de género en el mercado de créditos de consumo).
Esto posiciona a la disciplina como un posible agente de importantes cambios sociales, en la medida que se cuestione la supuesta neutralidad de sus paradigmas, permitiendo que se releven los sesgos de género que permean a sus normas, conceptos y prácticas de enforcement.
En su propuesta, Cseres se refiere al feminismo como un movimiento social, académico y cultural, de carácter multifacético y multidisciplinario. Esto implica que hay diversas formas de llegar a un mismo objetivo, que es desafiar las desigualdades de género en el derecho y en la sociedad.
En ese sentido, el artículo se refiere a los enfoques de la teoría feminista que resultan más pertinentes para el marco de análisis de la libre competencia y los mercados.
Se trata de un campo que explica cómo la ley, en su rol de modelador de sociedades y estructuras de poder, ha sido históricamente un factor que enmascara y promueve la subordinación de las mujeres y minorías sexuales en una sociedad manejada por hombres.
Asimismo, esta disciplina examina las oportunidades de la ley para construir una sociedad más equitativa. Para lograr dicho objetivo, específicamente en cuanto a equidad de género, las normas deberían recoger las experiencias y puntos de vista de las mujeres, incorporando las diferencias que existan.
Así, señala tres técnicas (women question, contextual reasoning y conciousness raising) que buscan levantar el velo de la neutralidad de género y determinar si efectivamente las normas están diseñadas tomando en cuenta la realidad de todos los miembros de una sociedad (o solo de un grupo de ellos). Esto es relevante pues permite esclarecer cuáles son las consecuencias de excluir el punto de vista de las mujeres y minorías sexuales de las políticas públicas, para luego buscar la forma de corregir dicha omisión (ver columna CeCo: Neutralidad competitiva y nueva constitución).
Este cuestionamiento se ha levantado en diversos ordenamientos jurídicos, lo que ha llevado al desarrollo de políticas que apuntan a reducir los sesgos de género y contribuir a la igualdad, como es el caso de la Canadá y la elaboración del “Gender Inclusive Competition Toolkit” por parte de la Canadian Competition Bureau en conjunto con la OCDE.
Posteriormente, la autora se refiere a la política económica feminista, campo que realiza un examen del capitalismo y explora la relación entre la inequidad de género y los procesos de acumulación de capital.
A través de este enfoque, se realiza una crítica al modelo económico neoclásico y a la utilización de modelos como el “hombre económicamente racional” (homos economicus), que no consideran las perspectivas ni realidades de las mujeres.
Para ejemplificar lo anterior, la autora se refiere a la existencia de una “segunda economía” (Marcal, 2012), que se construye fuera de los mercados y que abarca, entre otros elementos, el trabajo no remunerado realizado por las mujeres. Este trabajo, pese a ser un sustento de la economía visible en los mercados, para el capitalismo -en general- resulta usualmente invisible, pues aparece como desconectado de la idea de productividad económica (ver nota “Mazzucato en Chile: ¿cuál es el capitalismo que deseamos?”).
Por último, la autora se refiere a la economía feminista, como una subdisciplina que critica los sesgos de género presentes en la investigación económica, y la omisión de la heterogeneidad que existe entre las personas y sus experiencias.
Asimismo, se hace una crítica a la idea de bienestar del consumidor (lograda a través de la eficiencia de los mercados) como el centro de la protección del derecho de competencia. Lo anterior, ya que históricamente el bienestar del consumidor se ha caracterizado en términos esencialmente cuantitativos, con indicadores como el precio, el excedente del consumidor, o el producto interno bruto per cápita. Sin embargo, a juicio de Cseres, todos estos índices fallan en reflejar a cabalidad el bienestar de la sociedad en su conjunto, pues se centran en el crecimiento económico y dejan de lado otros factores relevantes como la calidad de vida o la sustentabilidad medioambiental (ver nota “Una revisión crítica e histórica al estándar de Bienestar del Consumidor”).
Así como con el derecho, no reconocer los sesgos presentes en el análisis económico actual, desconoce el rol de la economía como elemento determinante del poder, y, consecuentemente, de la posición que las mujeres ostentan en dicho escenario.
Ahora bien, en lo que respecta al rol específico del derecho de competencia, la autora menciona las consecuencias que las diferencias de género tienen en el análisis competitivo (por ejemplo, en la definición de mercado relevante a partir del ejercicio de sustituibilidad de productos a partir de preferencias que sin duda varían según el género).
En ese sentido, Cseres propone algunas líneas de cambio, destacando la necesidad de incorporar al estándar de bienestar un enfoque de género. Es decir, si bien se ha entendido en forma generalizada que el bienestar del consumidor es el principal fin del derecho de competencia, cabe hacerse la pregunta sobre quién es tal consumidor, y cuáles son sus características.
Así, se reprocha que históricamente se haya considerado como sujeto de protección al consumidor sólo en la medida que éste se encuentre dentro del mercado, dejando de lado todos aquellos sujetos fuera de las dinámicas mercantiles, como ocurre con las mujeres que se encuentran activas en labores no remuneradas ni reconocidas por la economía tradicional. Esto conduciría a un approach reduccionista, pues ignora factores relevantes como la edad, género, etnia, ubicación física y social, nivel de ingresos, etc. (ver investigación de Elisa Elgueta y Trinidad Puga: “Libre competencia y género: algunas reflexiones acerca de la inclusión de consideraciones de género en el derecho de la libre competencia”)
En este contexto, la autora destaca los intentos de algunas autoridades de competencia para incorporar dichos elementos en sus políticas de competencia, fomentando la participación de todos los segmentos de la sociedad, especialmente aquellos históricamente más segregados. Así, además del ejemplo de Canadá, se mencionan los casos de la CMA de Reino Unido y el de la ACM de Países Bajos, quienes adoptaron en 2023 nuevos principios de priorización de causas que promuevan la inclusión en la libre competencia y que, para el caso de Reino Unido, incorpora la noción de un “consumidor vulnerable”.
La adopción de estas medidas busca implementar un nuevo estándar de bienestar que refleje de forma más fidedigna el desarrollo de un país, por sobre el mero crecimiento económico. En esta se rescatan elementos relacionados con la calidad de vida, la sustentabilidad y la repartición equitativa de los recursos y oportunidades.
Para Cseres, una de las claves radica en abrazar la diversidad humana, superando la idea de un consumidor uniforme, racional, maximizador de utilidades y de género neutro. Esto, pues la idea del homo economicus está construida en función de aspiraciones ideológicas de un consumidor “ideal” y no sobre la base de las reales complejidades de los comportamientos e identidades de las personas.
Dado lo expuesto a lo largo de su artículo, la autora propone líneas de investigación que podrían contribuir a superar los sesgos y puntos ciegos del derecho de la competencia, en lo tocante a género y otras fuentes de desigualdades. Dichas líneas de investigación se vinculan con, por ejemplo, modificar el concepto de poder de mercado y reconocer que éste es un reflejo de las desigualdades sociales estructurales; o la implementación de mecanismos para fomentar la participación del público, especialmente de grupos menos privilegiados, aumentando la democratización de la libre competencia.
De cara a un nuevo 8M, resulta interesante el planteamiento de Kati Cseres, pues contribuye a (re)examinar las premisas y herramientas que el derecho de competencia ha aplicado tradicionalmente (p. ej., forma de definir el mercado relevante o el alcance del estándar de bienestar del consumidor), con el fin de determinar si acaso éstas se ven afectadas -y en qué grado- por los sesgos de género que existen en la sociedad.
Además, hay que tener presente que la libre competencia se aplica no sólo a los países con economías desarrolladas y sociedades avanzadas, sino que se enfrenta a una multiplicidad de realidades económicas, políticas, sociales y culturales. Por supuesto, incorporar esta diversidad de realidades en los sistemas legales presenta desafíos metodológicos relevantes (cuantitativos y cualitativos). Con todo, al menos en lo que respecta a la brecha de género, cada vez existen más estudios empíricos que podrían contribuir a guiar la discusión, sino en lo que se refiere a la libre competencia, al menos en lo que toca a otras áreas del derecho o de política pública (por ejemplo, ver libro “Disparidad Bajo la Lupa: Una radiografía a las brechas de género en Chile”, editado por R. Vergara y S. Eyzaguirre, CEP Chile; y estudio del Banco Mundial “Woman, Business and the Law”, 2024).