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Imagínese que hoy despierta con un arranque de orden, y decide revisar y poner al día los documentos que acreditan la propiedad de su vivienda. Para su sorpresa, descubre que ya no figura a su nombre. Desconcertado, contacta de inmediato a su abogado, pese a ser domingo. Tras investigar, el abogado le informa que una persona —bajo su nombre— firmó tiempo atrás una escritura pública ante un notario, cediendo la propiedad a alguien desconocido. O bien, que otra persona, que no ha visto ni en pelea de perros, realizó ese traspaso, valiéndose de un poder que usted jamás otorgó. Me imagino su angustia ante este despojo, en el que usted no tuvo ni pudo tener responsabilidad alguna.
La suplantación de identidades no es novedad; existe desde tiempos remotos, porque siempre han existido personas dispuestas a defraudar. Lo inquietante es que, pese al avance tecnológico, este tipo de engaños sigan produciéndose, aunque sean muy infrecuentes. Recientemente se han reportado en la prensa fraudes de esta naturaleza, y es probable que su número aumente por la sofisticación del crimen organizado.
“A mi parecer, esta reforma legislativa no constituye un verdadero avance. Se desaprovechó la oportunidad de modernizar el sistema. Ese resultado podría explicarse por las redes que han ido construyendo los notarios, tanto con el mundo político como con el Poder Judicial”.
Acreditar la propia identidad nunca ha sido trivial, más aún cuando la verificación recae en alguien desconocido, como un notario. En el antiguo Egipto y Roma, se usaban sellos y anillos como signos de autenticidad; en China se empleaban huellas de manos en los contratos. Desde el siglo XIX, los avances en antropometría y el registro de huellas dactilares marcaron un hito en la identificación. Ya en el siglo XXI, la biometría digital —reconocimiento de huellas, iris, voz— se ha ido masificando, y los progresos en inteligencia artificial han ido revolucionando el reconocimiento biométrico a pasos agigantados.
Actualmente, los sistemas de verificación digital superan a los tradicionales en precisión, precio, velocidad, escalabilidad y capacidad de detectar fraudes, siempre que las condiciones sean óptimas y controladas. Sin embargo, presentan riesgos adicionales para la privacidad y suelen ser más costosos de implementar.
Desde el 2018, el Congreso ha estado discutiendo modificaciones a la regulación notarial, tras un informe de la FNE. El proyecto de ley ya está aprobado y a punto de promulgarse e incluye avances como la elección de notarios a través de la ADP y la digitalización de documentos. Otra reciente ley ha eliminado ciertos trámites notariales, alivianándonos la obligación de asistir recurrentemente en forma presencial a las notarías. Sin embargo, el Senado excluyó la figura del fedatario —quien podría certificar actos mecánicos que no requieren ninguna sofisticación jurídica, como finiquitos laborales o copias autorizadas— y frustró la autorización del uso de firma electrónica avanzada en escrituras públicas, medida que ya había sido aprobada por la Cámara de Diputados. Así, la ley pasa a consagrar un apagón digital: las escrituras sólo pueden extenderse en papel, estampando la firma y la impresión del pulgar entintado. Además, no se incrementó la responsabilidad de los notarios frente a la suplantación de identidad ni se les exigió adoptar las mejores herramientas tecnológicas para prevenir estos fraudes.
Actualmente, la verificación de identidad por parte del notariado se basa en la presencialidad y en la cédula. El notario debiera contrastar la fotografía y la firma de la cédula con usted o la persona que dice ser usted, a pesar de carecer de experticia pericial. Debería, además, examinar la cédula bajo luz ultravioleta y usar el enlace del QR para verificar la vigencia del documento y contar con un software especializado con IA que coteje la huella almacenada en el chip de la cédula con la de la persona presente. En el pasado, existía un convenio para cotejar huellas en línea con el Registro Civil. Recientemente, la Corte de Apelaciones de Santiago sugirió a los notarios reactivar ese acuerdo.
A mi parecer, esta reforma legislativa no constituye un verdadero avance. Se desaprovechó la oportunidad de modernizar el sistema. Ese resultado podría explicarse por las redes que han ido construyendo los notarios, tanto con el mundo político como con el Poder Judicial. Si es así, sería conveniente estudiar el lobby notarial profundamente -constituido por menos de 400 notarios-, como un caso exitoso de capitalismo clientelar.
Esta realidad se desnuda en una cándida conversación entre dos reconocidos notarios: “Creo que (…) la firma electrónica avanzada (…) se va a masificar muchísimo, de hecho con la biometría avanzada eso va a ser muy barato, y los notarios no se van a necesitar”, agregando que “lo único que nos salva es la presencialidad” (Ciper, 19/02).
Tendremos que esperar a ver cómo se aplica la nueva reforma (la virtud de las leyes, como las longanizas, se prueban por su sabor y no por su proceso de fabricación), tanto en disminuir las veces que tenemos que ir al notario, el precio que se nos cobra (que tendrá que ser determinado por el Ejecutivo), como en la seguridad empleada para evitar fraudes como los descritos.
Me temo que mi pronóstico no es prometedor. La artesanía notarial tiene sus días contados y a la vuelta de la esquina debieran ser reemplazados por empresas que tengan escala para invertir en tecnología de última generación. Espero que esta transición no lleve a los políticos a redimir sus culpas proponiendo la estatización del negocio de certificación de la fe púbica en servicios ineficientes como el Registro Civil. Y espero que los tribunales asienten una jurisprudencia estricta de la responsabilidad de los notarios ante escándalos de suplantación de identidades.
*Columna publicada originalmente en El Mercurio (10 agosto 2025)