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En una nueva edición del Desayuno Virtual de ForoCompetencia, el profesor Aurelien Portuese, director fundador del Competition & Innovation Lab de la Universidad George Washington, presentó las tesis centrales de su reciente libro “The Battle for the Future of Antitrust”. En un escenario marcado por cambios políticos en EE.UU. y por la revisión de las guías de fusiones en Europa, Portuese ofreció una lectura histórica y conceptual de la encrucijada actual del derecho de la competencia, proponiendo superar la dicotomía entre eficiencia técnica y populismo mediante un enfoque centrado en la innovación.
Portuese contextualiza su propuesta en un doble frente: la reconfiguración política estadounidense, incluida la nueva administración Trump, y las transformaciones regulatorias en Europa, donde la Comisión Europea revisa sus Merger Guidelines en un entorno dominado por plataformas digitales y la expansión de la inteligencia artificial. A su juicio, “estamos en una encrucijada”, y comprender el futuro del antitrust requiere mirar hacia atrás y examinar las ideas que han guiado su diseño institucional. De ahí su pregunta central: “cómo el pasado del antitrust puede iluminar su futuro y hacia dónde avanzar”.
Esta reflexión opera en dos niveles. El primero es técnico, centrado en herramientas económicas, presunciones, umbrales y análisis caso a caso. El segundo es conceptual y remite a las corrientes intelectuales que han definido qué se entiende por “competencia” y cuáles son los objetivos legítimos del enforcement.
Portuese escoge tres figuras para organizar ese mapa: Louis Brandeis, como símbolo de la tradición anti-monopolio; Robert Bork, como rostro del estándar de bienestar del consumidor; y Joseph Schumpeter, cuya teoría de la destrucción creativa inspira un enfoque centrado en la innovación, aun sin haber formulado una doctrina antitrust propiamente tal (ver Diálogo CeCo “Libre Competencia: Orígenes, Historia y Fundamentos”).
Portuese inicia con el Borkian antitrust, enfoque minimalista de la Chicago School que privilegia la intervención limitada y el análisis costo-beneficio. Este paradigma consolidó el consumer welfare standard y marcó de manera transversal el antitrust estadounidense e incluso parte del europeo. Durante décadas, el consenso tecnocrático pareció estable: la post-Chicago refinó presunciones, pero sin alterar la arquitectura general.
Ese consenso, sin embargo, comenzó a erosionarse por un patrón histórico recurrente: cada ola de innovación trae consigo una reacción populista. La destrucción creativa genera ganadores y perdedores visibles, alimentando críticas a la concentración económica vinculada a la globalización y la digitalización. Así, el estándar de bienestar del consumidor volvió a ser un blanco político, asociado a la centralización del poder corporativo y al deterioro de empleos locales. Para Portuese, esta presión populista, sumada a la velocidad de la disrupción tecnológica, condujo inevitablemente al desgaste del paradigma borkiano.
El segundo polo es el Brandeisian antitrust, que busca revertir medio siglo de hegemonía chicagoana y reinstalar la descentralización económica como principio rector. Este enfoque opera desde una lógica deontológica que entiende que “descentralizar es lo correcto”, incluso cuando ello implique sacrificar eficiencia económica. En esta mirada, el análisis del poder estructural prevalece frente a métricas tradicionales como precios o cuotas de mercado (ver nota CeCo “ForoCompetencia: Efectos del movimiento neobrandeisiano en EE.UU. y Latinoamérica”).
Portuese interpreta su auge reciente como una reacción política a la disrupción de las grandes plataformas digitales. Aunque esta corriente visibilizó problemas reales, sus vertientes más radicales tendieron a igualar “big is bad” y a ignorar beneficios de escala relevantes. Ese impulso, afirma, fue intenso pero breve: en el escenario actual, que describe como post-Brandeisian, persisten algunas intuiciones, pero sin la ambición de desmantelar por completo la herencia de la Chicago School (ver investigación CeCo “¿Requiem para los neobrandesianos? Sobre la lucha de trincheras de la libre competencia”).
Frente a estos dos extremos, Portuese propone avanzar hacia un Schumpeterian antitrust, centrado en la competencia dinámica que surge de la destrucción creativa. En esta visión, las firmas no conquistan mercados mediante mejoras incrementales, sino desplazando por completo a incumbentes con innovaciones radicales. La competencia relevante en tecnología sería entonces “diagonal”: nuevos modelos de negocio y tecnologías que redefinen mercados enteros.
Ello exige, sostiene, privilegiar la eficiencia dinámica sobre la estática y mirar más allá de precios o índices de concentración, hacia capacidades R&D, pipelines de innovación, potenciales entrantes y ritmo del progreso tecnológico. En un entorno marcado por la inteligencia artificial, la computación cuántica y disrupciones sucesivas, el toolkit regulatorio debe adaptarse para identificar dónde puede surgir la próxima ola de innovación (ver nota CeCo “Destrucción Creativa y Competencia: Claves del Nobel de Economía 2025”).
En la ronda de preguntas, Portuese situó el enfoque europeo dentro de lo que denomina precautionary antitrust, caracterizado por el principio de precaución y una preferencia sistemática por la regulación ex ante. Instrumentos como la Digital Markets Act reflejan un modelo de innovación “permissioned”, que privilegia avances graduales pero observa con cautela disrupciones que puedan afectar empleos o industrias tradicionales. Este enfoque prioriza la competencia entre actores establecidos por sobre la entrada de innovaciones radicales y se ha proyectado globalmente a través del Brussels Effect. Sin embargo, Portuese advierte que minimizar los daños asociados a la innovación implica necesariamente limitar su alcance y velocidad.
Consultado sobre si un énfasis en la innovación podría otorgar “carta blanca” a las grandes tecnológicas, Portuese fue claro: el enfoque schumpeteriano no implica inmunidad. Las empresas deben poder capturar “rentas de innovación” temporales para recuperar inversiones, pero ello no justifica prácticas anticompetitivas. Conductas como la exclusión de competidores, la negativa injustificada a interoperar o las killer acquisitions deben investigarse y sancionarse cuando corresponda. La clave es distinguir entre poder de mercado ganado legítimamente por innovación y poder mantenido mediante barreras artificiales (ver nota CeCo “Adquisiciones en mercados digitales: ¿Killer acquisitions o Innovation acquisitions?”).
Sobre la proyección internacional del debate, Portuese señaló que el giro New Brandeisian debilitó la capacidad de EE.UU. para exportar un mensaje claro, debido a la autocrítica al modelo que sus propias agencias habían promovido por décadas. Europa, en contraste, ofreció un marco coherente y replicable percibido como menos politizado y más tecnocrático. Esta combinación intensificó el Brussels Effect, situando a la UE como referencia para múltiples jurisdicciones que buscan responder al poder de las grandes plataformas.
Finalmente, Portuese vinculó el auge del populismo, las tensiones geopolíticas y las nuevas políticas industriales con un debilitamiento del marco multilateral en competencia. A partir de debates recientes en la OMC, advirtió que el malestar frente a la globalización y el resurgimiento del proteccionismo están empujando al antitrust hacia objetivos ajenos a su diseño original: proteger campeones nacionales, respaldar estrategias comerciales o convertirse en herramienta en disputas entre potencias. El resultado sería un entorno con más barreras y menor competencia internacional efectiva, reduciendo, en última instancia, la innovación global.
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