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En abril de este año, la plataforma especializada en derecho y economía de la competencia Concurrences, otorgó los “Antitrust Writing Awards” a los mejores artículos académicos sobre libre competencia publicados durante el año 2024. Esto, para distintas categorías de libre competencia, tales como general economics, prácticas concertadas, conductas unilaterales, fusiones, propiedad intelectual, enforcement privado, digital y transfronterizo.
En CeCo, con miras a difundir las discusiones y análisis que ofrecen estos artículos entre los practicantes y académicos de nuestra región, asumimos la tarea de revisar y resumir la mayoría de los artículos que fueron premiados, y que tienen o podrían tener un impacto en Latinoamérica.
Esta nota se refiere al artículo “Towards a progressive labor antitrust”, de la autora Hiba Hafiz. Este paper fue el ganador de la categoría “general antitrust” (el año pasado otro artículo referido a los mercados laborales fue premiado y cubierto por CeCo en la nota “Especial Concurrences Awards (2024): ¿Exención para la negociación colectiva de trabajadores? (Melamed y Salop)”).
El artículo parte de la premisa de que, durante décadas, los encargados del enforcement del derecho de antitrust en EE.UU. han ignorado sistemáticamente el poder de los empleadores en los mercados laborales. Esta omisión se habría sustentado en los supuestos de la economía neoclásica, la que parte de la idea de que los mercados laborales son competitivos y que los trabajadores que enfrentan salarios bajos o condiciones precarias pueden simplemente cambiar de empleo. En consecuencia, la política antitrust solo interviene cuando se puede demostrar una desviación clara respecto a un supuesto escenario de competencia perfecta, y únicamente considera como “daños” aquellos efectos que reducen la competencia entre empleadores.
Frente a ello, el artículo de Hafiz propone una relectura radical del derecho antitrust laboral, argumentando que la política actual contradice los principios originales consagrados en las leyes de libre competencia, especialmente las Clayton y Norris-LaGuardia Acts, las cuales buscaban explícitamente proteger la autodeterminación colectiva de los trabajadores.
Para entender el argumento de Habiz, vale la pena hacer algo de historia institucional respecto de la tensa relación entre el derecho de antirust y los trabajadores. Al respecto, la autora relata cómo, hacia fines del siglo XIX y principios del siglo XX, las cortes comenzaron a considerar – cada vez más – que las huelgas de los trabajadores constituían conspiraciones ilícitas en materia de libre competencia. Así, al clasificarse el trabajo como una “mercancía”, los acuerdos sobre su precio llevados a cabo por los trabajadores eran considerados colusiones ilícitas.
Las medidas recién descritas se basaban en el consenso judicial de que el trabajo era una “mercancía”, lo que hacía que la coordinación entre trabajadores y sus llamados a huelga pudiera ser sancionada por la normativa de antitrust. Dicho aquello, una de las cuestiones más debatidas a la época era si el trabajo y su valor debía ser entendido y tratado a través del intercambio de mercado y el mecanismo de oferta y demanda, es decir, como una mercancía, o bien mediante instituciones sociales. En el contexto de dicha disputa, los economistas progresistas e institucionalistas desafiaron directamente los preceptos de la economía política clásica, la economía neoclásica temprana y el pensamiento jurídico clásico, que concebían la relación laboral como el resultado de un contrato entre partes igualmente libres. Los institucionalistas rechazaron la visión reduccionista del trabajo como “mercancía”, ya que ésta ocultaba los desequilibrios sistémicos de poder entre empleadores y trabajadores. Estos desequilibrios hacían que las desviaciones respecto a la competencia perfecta en el mercado laboral fueran generalizadas y que los resultados salariales perjudiciales fueran inevitables.
En términos institucionales esto se manifestaban como un desacuerdo sobre si la intervención gubernamental debería fortalecer o no la libertad de los trabajadores de contratar individual o colectivamente, lo que decía relación con un eventual fortalecimiento o debilitamiento de los sindicatos. Aquí los bandos eran dos: por un lado, los economistas neoclásicos favorecían intervenciones promercado; por su parte, los economistas progresistas rechazaban la fijación de los salarios mediante las fuerzas de mercado, favoreciendo, antes bien, la fijación salarial mediante organizaciones laborales. Esta visión es la que prevaleció en la primera mitad del siglo XX, como se puede ver en las Clayton (1914) y Norris la Guardia Act (1932), que Habiz repasa en detalle.
Respecto de la Clayton Act, en ésta se consagró una nueva política federal laboral y salarial de antitrust. Ésta, entre varias otras cosas, eximía a la acción colectiva de los trabajadores de las reglas del antitrust. Por ello, dicha ley establecía que “el empleo de una persona no es una mercancía [commodity] ni un bien de comercio”. La selección del término mercancía no fue casual, sino que se sustentaba en una tradición según la cual el trabajo no era un bien de consumo más, y que rechazaba que el valor del trabajo fuera determinado según las fuerzas de la competencia. Por contraste, la visión que subyacía a esta ley sostenía que el valor del trabajo se debía fijar a partir de la creación de poder colectivo de los trabajadores que se enfrentara al poder de los empleadores.
Esto no sería el fin del asunto, pues dicha ley, según Habiz, habría sido desafiada, pues las cortes interpretaron restrictivamente la exención de la aplicación de las normas de antitrust a los trabajadores. Para enfrentar esto, el congreso promulgó, en 1932, la Norris-LaGuardia Act, donde buscó reasentar que los trabajadores debían tener plena libertad de asociación, organización y designación de sus representantes para negociar salarios justos con los empleadores (entre otras cosas, se prohibieron los contratos “yellow-dog”, que prohibían a los empleados unirse a un sindicato).
Así, en sus raíces, la política laboral y salarial del derecho de antitrust reconocía fuentes del poder negocial de los empleadores tanto de índole económica como legal.
Gran parte del artículo de Habiz se centra en reprochar que la prohibición legal de tratar el trabajo como una mercancía contrasta con el actual enfoque que tiene el derecho de competencia sobre el asunto (sobre lo que ha ocurrido en ésta línea en EE.UU., ver nota CeCo “La visión anglosajona sobre la libre competencia y los mercados laborales”).
Según la autora, al enfocarse en restaurar condiciones de competencia como único objetivo, el enforcement actual del antitrust traiciona la orientación normativa original de las leyes antes descritas. Así, la autora señala que, a pesar de que la administración del ex Presidente J. Biden promovió un giro hacia una política antitrust más agresiva e intervencionista —designando figuras como Lina Khan, Tim Wu y Jonathan Kanter—, la implementación del llamado “Nuevo Antitrust Laboral” sigue estando limitada por los marcos analíticos heredados de la economía neoclásica.
Lo anterior sería problemático, pues la economía neoclásica solo se enfoca en promover la competencia en los mercados laborales. Esta lógica ignora el contexto normativo, es decir, el marco legal más amplio que la Clayton Act y la Norris-LaGuardia Act consagran, bajo el cual la intervención estatal es legítima para proteger la organización colectiva del trabajo. Así, el enfoque neoclásico no asume, como exigen las dos leyes ya mencionadas, que los empleadores poseen (presuntivamente) poder de compra, ni que el perjuicio al poder negocial de contrapeso de los trabajadores constituye una preocupación central de política pública. En cambio, el razonamiento de la economía neoclásica, al partir del supuesto de competencia perfecta en los mercados laborales, obliga a las autoridades de competencia, en todos los casos que no impliquen acuerdos evidentes de fijación de precios o reparto de mercados, a demostrar el poder del empleador y los daños derivados de una disminución de la competencia para que se configure responsabilidad.
Basada en estas críticas, Hafiz propone un enfoque normativo y metodológico distinto, que reemplace la evaluación exclusivamente basada en competencia, por un marco más amplio de análisis institucional.
Dicho lo anterior, la autora propone algunos cambios para implementar lo que, a su juicio, sería una lectura más acertada de las leyes de competencia. Primero, las autoridades de competencia deberían partir el análisis de los mercados laborales utilizando un modelo de competencia imperfecta, trasladando a los empleadores la carga de probar lo contrario en los procedimientos de fiscalización.
Segundo, las autoridades no deberían medir el poder del empleador ni sus efectos únicamente mediante modelos basados en la competencia, sino también considerando las violaciones a la política pública establecida en la Ley Norris-LaGuardia: esto es, los perjuicios a la plena libertad de asociación, autoorganización y representación y negociación colectiva de las condiciones de empleo. En tal medida, el nuevo antitrust laboral debería centrarse en fortalecer el poder de los trabajadores y su capacidad de negociación, mediante el refuerzo de las instituciones del mercado laboral, la facilitación de la negociación colectiva y la medición de los daños con base en la compensación y las condiciones laborales que habrían prevalecido si los trabajadores hubieran sido verdaderamente libres de coordinarse y exigir colectivamente mejoras en sus términos y condiciones de empleo (sobre cómo la fuerza sindical mejora los salarios de los trabajadores, ver nota CeCo “La visión de las autoridades nórdicas sobre mercados laborales y libre competencia”).
Al respecto, cabría agregar que, si bien no es el foco del artículo, esta discusión también podría darse respecto de los trabajadores por cuenta propia, los que podrían ver su situación mejorada si es que pudieran negociar colectivamente (un caso en que se discutió esto de manera concreta fue cubierto por una nota CeCo “La ley Uber Chile y desafíos en libre competencia”).
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