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"En este libro, por supuesto, busco decir cuestiones relacionadas con su título. Así, me referiré a la regulación que tiene la colusión en Chile, lo que me llevará a tratar cuestiones como el bien jurídico protegido por la sanción de la colusión, los tipos de colusión que se sancionan, etc. Pero más allá de esto (que es de por sí muy importante), busco ofrecer un análisis que me gustaría llamar positivista. Esto, al menos en el sentido algo minimalista de que el positivismo se trata de poder identificar un dominio normativo específico, el jurídico, que es más pequeño, y distinguible del universo normativo entero, la moral, siendo aquí fundamental la distinción entre un dominio normativo con algunos bordes que constriñan la interpretación, y un dominio normativo que yace más allá de dichos bordes, que existe sin estos"
Resumen: El libro «Un análisis dogmático de la colusión dura en Chile» ofrece una profunda revisión de la doctrina y de la ley que regula el derecho de competencia, proponiendo un análisis dogmático penal desde una perspectiva positivista para delimitar el dominio normativo jurídico y reafirmar la legitimidad democrática del derecho de competencia. En su primera parte, titulada “Qué busco decir en este libro”, se exponen las tesis metodológicas, discutiendo la noción de antitrust tecnocrático, cómo se presenta en el discurso chileno y los riesgos que este enfoque conlleva para la sujeción del juez a la ley. En la segunda parte, titulada “Regla per se y regla de la razón”, se examina la distinción y aplicación de la regla per se y la regla de la razón en el artículo 3 del Decreto Ley 211 (DL 211) como modos de análisis de las conductas anticompetitivas. Se concluye, de manera contraria a la lectura mayoritaria, que la mayor parte de las conductas contenidas en el artículo 3 del DL 211 deben ser analizadas según la regla per se. La tercera Parte, titulada “Bien jurídico protegido”, critica el debate chileno sobre el bien jurídico protegido por desvincularse del derecho positivo y adoptar un canon argumentativo ajeno al derecho continental. Se propone una metodología alternativa basada en el análisis del DL 211 para identificar la naturaleza del bien jurídico protegido por la sanción de la colusión dura. La cuarta parte, titulada “Tipo objetivo”, analiza el tipo objetivo del delito de colusión. Entre otras cosas, se diferencia conceptualmente entre acuerdos y prácticas concertadas, distanciándose así de la jurisprudencia imperante. Además, se estudian el sujeto activo, verbos rectores, objetos y la modalidad de acción del ilícito de colusión. La quinta parte, titulada “Acuerdo único y continuo”, aborda el problema de la unificación de acciones en un esquema colusivo (mediante la figura de una single continuous infringement). El autor contrasta las figuras de asociación ilícita y delito continuado, concluyendo con la defensa de la unidad típica de acción como el criterio penal más riguroso para delimitar la realización del tipo de colusión”

"No comparto el diagnóstico sobre la actuación de los jueces, ni tampoco su conclusión de que, en materia de libre competencia, se desdeña el tenor literal de las normas. Me parece una generalización de la que no se ofrece prueba, y que no distingue entre tipos de reglas, y contextos en los que las mismas se aplican"
En su libro “Un análisis dogmático de la colusión en Chile (CeCo, 2025), Ignacio Peralta recoge un conjunto de trabajos de su autoría que tratan de materias de interés para la libre competencia.
En el primero de ellos, el autor se pregunta en general sobre el sistema de libre competencia, formulando una crítica desde el ideario de la separación de poderes. En el segundo, argumenta sobre la regla per se y la regla de la razón, postulando que la primera sería la aplicable en general en nuestro ordenamiento jurídico. En el tercer trabajo, desarrolla la cuestión referida al bien jurídico protegido en la legislación chilena de la libre competencia, particularmente en relación con el delito de colusión. En el cuarto, aborda el tipo de colusión en su dimensión objetiva, y en el quinto, caracteriza la colusión a la luz de algunas categorías penales.
Resulta de interés el trabajo, precisamente por su pretensión de abordar cuestiones que no atañen únicamente a la libre competencia ‒entendida como disciplina‒, sino que la vinculan con otros problemas de la teoría del derecho; y porque, al mismo tiempo, busca incidir en discusiones clásicas de esa área especializada a la luz de nuestras reglas internas. Es por ello que, a mi entender, el título no hace justicia al contenido del libro, en el que se encuentra más que un análisis dogmático del delito de colusión; y también menos, porque falta el examen de algunos aspectos de la figura penal, como sucede con su dimensión subjetiva, y otras cuestiones referidas a la antijuridicidad, culpabilidad y punibilidad.
Teniendo en cuenta la amplitud de temas tratados en la obra, en este comentario me centraré en el Capítulo I, y en la definición que el autor da a los acuerdos relevantes para el tipo penal de colusión del artículo 62 del Decreto Ley N°211.
En el capítulo I, el autor da cuenta de su pretensión de efectuar un análisis que se apegue al tenor literal de las normas de libre competencia chilenas, y que se opone a lo que considera un defecto de nuestra cultura jurídica, que se caracteriza no solo por un desprecio a las reglas positivas, sino por la insubordinación judicial que atentaría contra la legitimidad de las decisiones adoptadas por los órganos encargados de decir el derecho.
Estima el autor que el desapego al tenor literal de las normas es “preocupante” (p. 24), toda vez que pondría en riesgo la independencia judicial, en circunstancias que la única preocupación de los jueces debiera ser fallar de acuerdo con el tenor literal de las normas. Considera que, si bien parte de este fenómeno se explicaría en la propia regulación vigente, dado “lo parco del texto del Decreto Ley N°211” (p. 24), la explicación no se encontraría cabalmente allí, porque incluso cuando la ley es clara, se preferiría una interpretación más finalista de las reglas, en circunstancias que no existe claridad sobre lo protegido. Relaciona lo anterior con el auge del antitrust tecnocrático, y un populismo en las decisiones que se amparan en la técnica, sin poner de manifiesto su vertiente política (p. 27).
No comparto el diagnóstico sobre la actuación de los jueces, ni tampoco su conclusión de que, en materia de libre competencia, se desdeña el tenor literal de las normas. Me parece una generalización de la que no se ofrece prueba, y que no distingue entre tipos de reglas, y contextos en los que las mismas se aplican.
A lo señalado por el autor, me permito agregar dos consideraciones.
Primero, que los bienes jurídicos colectivos, si bien pueden estar delineados por las normas, no resultan definidos por estas ni delimitados, sino que únicamente regulados y ‒en muchos de esos casos‒ únicamente en aspectos generales o fragmentarios.
Podría pensarse que esa ausencia de definición deriva de un defecto, como hace el autor cuando lo califica como “un retroceso a formas premodernas de comprensión del derecho” (p. 26), o como atentatoria de la soberanía (p. 27) en la medida en que entrega su definición a los jueces. Estimo que esa valoración presupone la existencia de definiciones y consensos sociales en cuanto al alcance y extensión de tales bienes; de la misma manera que es posible e incluso deseable que ellos tengan lugar.
En relación con los bienes colectivos conviene recordar que son activos valiosos que hemos construido cultural e históricamente, habiendo evolucionado en el tiempo, de manera tal que no resulte extraño que, en su alcance, e incluso en su propia definición, medie desacuerdo. Entiendo por desacuerdo esa situación en que “uno de los interlocutores entiende y a la vez no entiende lo que dice el otro” y que no es fruto de ignorancia ni de error (Ranciere, Jacques, El desacuerdo. Política y Filosofía, traducción de Horacio Pons, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 1996, p. 8). Me refiero, así, a los contextos en que los interlocutores entienden y no entienden lo mismo, pero que no derivan de patologías o defectos del entendimiento o la comunicación, sino que de la propia naturaleza colectiva, histórica y cultural del objeto aludido.
Pienso que ello sucede con la libre competencia. Precisamente por el carácter común y dinámico de lo nombrado, y particularmente porque no existe un hecho bruto que la muestre, puede que no sea posible, ni tampoco deseable que todos estemos de acuerdo en su precisa delimitación. Pues pretender capturar su carácter o agotarlo en una definición, conllevaría preferir una de las visiones o posturas acerca de la misma, en circunstancias en que la indeterminación del concepto, y la racionalidad del desacuerdo que la caracterizan, hace posible que se mantenga y evolucione en el tiempo, conforme con el desarrollo de la sociedad.
Lo anterior determina, en mi entender, que cuando hablamos de libre competencia, y cuando lo hemos hecho en el pasado, no necesariamente hablamos todos de lo mismo. Sin duda estamos de acuerdo en los márgenes, y en ciertos contenidos mínimos, pero no de manera clara ni exhaustiva.
Por ello tiene sentido que la delimitación de este bien jurídico se realice de manera negativa, consagrando las conductas respecto de las que tenemos una certidumbre estable que lo lesionan o ponen en peligro, pero no de manera positiva. La misma situación vuelve deseable que la enumeración de las infracciones sea ejemplar, dejando espacio para nuevas formas, no tan visibles ni tan asentadas, o incluso novedosas, de ella, siempre que se respeten esos márgenes.
Por eso me permito disentir con el autor acerca de la necesidad de definir el bien jurídico de la libre competencia, así como de la afirmación de que solo una vez que se alcance esa definición, el sistema funcionará correctamente (p. 24). Lo anterior me parece, por lo demás, contrario a los hechos, pues como él mismo reconoce, pese a esas discrepancias, nuestro sistema ha resultado exitoso.
Considera el autor que los técnicos solo pueden entrar a cumplir su labor de delimitar los mejores medios para alcanzar un objetivo una vez que, y solo si, conocen cuál es el objeto que están llamados a perseguir (p. 28), porque de lo contrario estarían incidiendo en cuestiones políticas, que debieran ser definidas de manera soberana (p. 28).
No comparto esa definición estática de roles, porque el propio diseño de competencias que el sistema jurídico confiere presupone una cierta flexibilidad entre estos a diversos niveles. Solo como muestra: el encargado de aplicar la norma debe delimitar con precisión, y en específico para el caso concreto que se somete a su conocimiento, cuál sea el sentido y alcance de ella. Esa intervención de los jueces se amplía en espacios en que las normas son más abiertas, como sucede con algunas en libre competencia y en todo el ámbito administrativo sancionador, en que abundan reglas que orientan el obrar en base a fines, pero sin ordenar formas concretas de actuación.
No se trata, a mi entender, de una pugna entre tecnócratas y ciudadanos, como denuncia el autor (p. 29), sino más bien una distribución de funciones que si bien difumina en parte los roles tradicionalmente fijados por el imperativo de la separación de poderes, no los traiciona del todo. Pues la competencia de los órganos técnicos para aplicar las reglas en concreto se sustenta en un conjunto de fuentes y de reglas procedimentales, que delimitan de manera más o menos precisa el marco dentro del cual esa decisión puede ser adoptada y estimarse conforme a derecho.
Del mismo modo, el autor pone acento en el tenor literal de la norma, estimado que es el apego a este el que asegura que el intérprete respete el ejercicio de sus funciones. Me parece que esa opinión obvia que la interpretación se realiza dentro del sistema jurídico, acudiendo al conjunto de normas y principios que lo integran, de manera tal que existen otros cánones interpretativos de relevancia, como son la historia, el sentido, y la forma en que esa regla se inserta en las demás normas y principios vigentes, como reconoce el propio Código Civil en sus artículos 19 y siguientes.
Con lo que digo, no pretendo desdeñar la importancia de esfuerzos como el que el mismo autor emprende para definir la libre competencia, ni la necesidad de que se explicite en qué sentido se habla de ella cuando se argumenta. Ese esfuerzo es importante y necesario; aunque no conclusivo, ni estrictamente indispensable para que las reglas operen y sean aplicadas racionalmente.
La segunda de las cuestiones que me gustaría comentar es la definición de acuerdo que el autor propone en la cuarta parte de su trabajo, Como allí señala, este se caracteriza como aquel surgido por el intercambio de una oferta y una aceptación, y cuya ejecución conlleva la realización del contenido de ese acuerdo.
Me parece que esa definición recoge la exigencia de una voluntad colectiva, aunque presupone una cierta “forma” específica en que se materializa temporalmente, la que no creo necesaria.
Comparto con el autor que lo que caracteriza el acuerdo es el concierto, la concurrencia de voluntades, que se materializa y expresa en alguna forma de actuación interdependiente en el mercado.
Por eso, no es acuerdo el simple despliegue de una práctica a partir del conocimiento de la forma en que otro agente económico operará, o de la inducción ‒a partir de ciertos indicios‒ de cuál sea su estrategia, sino que una conjunción o confluencia de voluntades que antecede o que es coetánea al despliegue de la actuación idéntica o distribuida, y que hace que pueda concluirse perteneciente de manera colectiva a todos ellos.
De esta manera, tiene una estructura diversa de las prácticas concertadas que, como su nombre indica, dan cuenta de prácticas interdependientes de los agentes económicos, aunque no expresivas de una confluencia de voluntades.
Lo anterior no descarta que, en ciertos casos, la ausencia de prueba sobre el acuerdo mismo ‒pues el concierto de voluntades, inaccesible por su carácter secreto, a quienes no pertenecen a él‒ puede inducirse de la práctica; o que la práctica sostenida y ordenada en el tiempo resulte indiciaria de un acuerdo. Tampoco a que, por razones estratégicas, se prefiera acudir a la imputación de una práctica concertada, ‒en los casos en que ella sea suficiente para configurar la tipicidad objetiva‒, para rebajar la carga probatoria de quien acusa.
Pese a la potencial cercanía de ambas figuras, en mi entender, no se confunden. Es posible un acuerdo jamás se convierta en práctica; y prácticas que revisten ese carácter interdependiente, pero que no son fruto del acuerdo, lo que da cuenta que‒ al menos teóricamente ‒ nos encontramos frente a dos hipótesis diversas.
De esta manera, si bien no comparto una definición “probatoria” entre acuerdo y práctica concertada, sí me parece que tiene un correlato probatorio que no es solucionado por el artículo 22 del Decreto Ley N°211, disposición que consagra el sistema probatorio vigente en materia de libre competencia: la sana crítica, además de una regla sobre libertad de prueba. Ambas normas le dicen al juez que puede admitir cualquier clase de antecedente que sirva para demostrar los hechos infractores, y que deberá valorarlos con libertad, sin contradecir los principios de la lógica, las máximas de la experiencia y los conocimientos científicos afianzados. Pero nada le dicen sobre el objeto de la prueba de los acuerdos y las prácticas concertadas, cuestión que deberá establecerse a nivel de definiciones.

"considero que no hay que engañarse. Incluso si nuestra jurisprudencia distinguiera conceptualmente entre acuerdos y prácticas concertadas, a mi parecer, la ambigüedad y vaguedad respecto a las formas en que se puede llevar a cabo la colusión se mantendría"
En su libro sobre análisis dogmático de la colusión dura en Chile, Peralta lleva a cabo un asertivo análisis sobre una discusión que la jurisprudencia del H. Tribunal de Defensa de la Libre Competencia (“TDLC”) y la Excma. Corte Suprema han dado por “superada”: la distinción entre acuerdos y prácticas concertadas presente en la tipificación del ilícito (administrativo) de colusión.
Digo asertivo, porque no es común encontrar en nuestra doctrina de libre competencia opiniones que contrasten de forma tan frontal con nuestra jurisprudencia. En efecto, y siguiendo el tenor literal de la ley, el autor plantea retomar la distinción entre ambos conceptos, que nuestros tribunales estarían dejando —al menos temporalmente— de lado en favor de un concepto unitario de acuerdo, esto es, que comprenda no solo acuerdos expresos y tácitos, sino que también la elusiva noción de prácticas concertadas.
Para ello, el autor toma como punto de partida para su análisis, las sentencias del H. TDLC y Excma. Corte Suprema dictadas en el denominado “Caso Supermercados”. La primera de éstas califica la distinción presente en el tenor legal como “injustificada y superada”, criterio que, sin ocupar el mismo lenguaje, es confirmado por la Excma. Corte Suprema.
Dentro de las razones que fundamentan su discrepancia con el criterio jurisprudencial en cuestión, Peralta menciona, entre otras, el principio de que el legislador es racional y no redundante, y por algo distinguió los conceptos; y la limitación del tipo penal de colusión únicamente a acuerdos —dejando deliberadamente fuera las prácticas concertadas, lo que permitiría deducir que los conceptos son efectivamente distintos. A estas razones le agregaría la constancia del legislador, que frente a los cambios normativos de los que ha sido objeto la colusión se ha mantenido en el tipo la distinción entre acuerdos y prácticas concertadas; y que, por lo demás, resulta contraintuitivo que, frente a una norma sustantiva tan escueta —o parca, siguiendo la nomenclatura de Correa en la presentación del libro o del propio Peralta— se pretenda reducir aún más su contenido normativo meramente por consideraciones prácticas.
Por otro lado, el autor hace un análisis crítico sobre cierta doctrina que sí distingue entre un acuerdo y una práctica concertada, y que considera a esta última como una conducta que implica necesariamente su ejecución práctica para configurarse, mientras que el acuerdo puede ejecutarse o no, siendo en ambos casos ilícito, atendido el carácter de “mera actividad” de la infracción. Para el autor, esta postura no se condeciría con un análisis sistemático de la norma, que en su vertiente administrativa contempla la sanción a acuerdos —ejecutados o no— y prácticas concertadas, mientras que en su vertiente penal, se sancionan acuerdos ejecutados y no ejecutados. De esta manera, si conforme a la interpretación jurisprudencial y doctrinaria el concepto de práctica concertada coincide con el de acuerdo, estaríamos ampliando necesariamente el tipo penal, incluyendo las prácticas concertadas dentro de los acuerdos ejecutados. Lo anterior, atendida la secuencialidad de la acción penal con respecto a la administrativa, no le daría mucho margen al sentenciador penal para hacer una interpretación del tipo distinta a la realizada en la etapa judicial previa ante el TDLC.
Concuerdo con Peralta en cuanto a la relevancia de esta distinción, que es mucho más que semántica. Frente a una norma de textura abierta, y que de suyo da lugar a incertidumbre jurídica sobre su alcance, no parece conveniente hacer más ambiguo su contenido; tanto por el fin disuasivo que se persigue con la tipificación de la colusión, lo que para ser efectivo presupone una adecuada comprensión de la norma; como por la sanción penal que ésta conlleva, que hace aún más relevante reducir al máximo la incertidumbre conceptual del tipo. En palabras de Peralta, “si tenemos mayor claridad respecto del contenido de las figuras de acuerdo y de práctica concertada, tendremos a su vez mayor claridad respecto de qué no incluye la sanción penal de la colusión”.
De todas formas, considero que no hay que engañarse. Incluso si nuestra jurisprudencia distinguiera conceptualmente entre acuerdos y prácticas concertadas, a mi parecer, la ambigüedad y vaguedad respecto a las formas en que se puede llevar a cabo la colusión se mantendría. La conciencia social-colectiva de ilicitud, —incluso entre académicos— parece limitada solo a casos ya sancionados, quedando el futuro alcance del concepto sujeto a especulación y a la observación de casos sancionados en otras jurisdicciones, a la espera de que se sancionen en Chile para ampliar la conciencia de ilicitud a hipótesis distintas de las ya conocidas y que se asocian generalmente a casos paradigmáticos. Sin embargo, una redacción más exhaustiva del tipo nunca sería suficiente, toda vez que, como advirtió Hart, el “paraíso formalista” es tan irrealizable como poco práctico: “los legisladores humanos no pueden tener tal conocimiento de todas las posibles combinaciones de circunstancias que el futuro puede deparar”. Por lo tanto, si bien debemos convivir con cierto nivel de tolerancia frente a la incerteza jurídica que puede generar nuestra normativa infraccional de libre competencia, considero que todo aporte doctrinario que busque aclarar su sentido debe ser celebrado y promovido.
Peralta critica la tesis preponderante sobre la no distinción entre acuerdos y prácticas concertadas, que ponen el foco en la realidad procesal por sobre la realidad fáctica. En efecto, conforme al autor, para una parte importante de la doctrina, “la distinción se basaría en si acaso se prueba el acuerdo directa o indirectamente” encontrándonos en el primer caso frente a un acuerdo y en el segundo frente a una práctica concertada.
Las críticas de Peralta a esta postura mayoritaria están una vez más ancladas en el análisis positivo de la norma: (i) el artículo 22 del DL 211 admite prueba indiciaria, y ordena al TDLC apreciar la prueba conforme a las normas de la sana crítica, lo que aplica también para la colusión, por lo que una distinción entre acuerdos y prácticas concertadas por consideraciones probatorias sería “legislativamente redundante” por encontrarse ya cubiertas estas consideraciones probatorias; y (ii) siguiendo a Black, y en mi opinión el argumento más convincente, esta tesis implicaría una suerte de confusión entre lo que debiese ser una norma sustantiva —el artículo 3 del DL 211— con lo que no cabe sino calificar como una norma procesal de índole probatoria.
Con respecto a este segundo punto, es cierto que en todo procedimiento solo cabe aspirar a la “verdad procesal”. Y también es cierto que muchas veces dicha verdad procesal puede resultar hasta diametralmente opuesta a la verdad fáctica. Pero esta tensión entre verdades no debiese trasladarse a la tipificación de ilícitos de competencia, por la sencilla razón de que los supuestos de hecho a los que se les asigna una consecuencia jurídica —especialmente en hipótesis per se, como la colusión— se hace para evitar la comisión misma del hecho, con independencia de los rastros o evidencia que se generen de éste. Lo contrario sería mezclar la conducta misma con su carácter subrepticio o los resguardos que se toman para no dejar evidencia de aquella. A lo sumo, si el legislador quisiera hacer una distinción en base a la factibilidad de la prueba de la colusión, existen otras técnicas normativas para ello, que no implicarían una distinción en la descripción típica de la conducta, como podría ser la incorporación de presunciones legales o disposiciones sobre carga dinámica de la prueba, factibilidad y eficacia de las cuales no me referiré, por exceder el propósito de esta columna.
En definitiva, las prácticas concertadas no pueden seguir siendo el “convidado de piedra” de la colusión. Si la ley las distingue, ignorarlas o relegarlas equivale a vaciar de contenido la norma y dejar en manos de la intuición lo que debería estar definido jurídica o al menos jurisprudencialmente. Darles un lugar propio y dotarlas de contenido no es un lujo dogmático, sino que una condición mínima para que aumente la conciencia de ilicitud respecto a las distintas formas de llevar a cabo los distintos tipos de colusión, y se logre una efectiva disuasión de este actuar anticompetitivo.
Abogada Pontificia Universidad Católica de Chile (2017), LLM en London School of Economics and Political Science (2022), Profesora Derecho Económico I y II, Facultad de Derecho Pontificia Universidad Católica de Chile, Asociada Senior de Libre Competencia y Regulación Económica en Bofill Mir Abogados.
Sentencia TDLC N°167-2019, considerando 31°.
Sentencia TDLC N°167-2019, considerando 31°.
Sentencia Corte Suprema Rol N°9361-2019, considerando 8°.
Correa, J. (2025). Un análisis dogmático de la colusión dura en Chile, Santiago, p. 14.
Peralta, I. (2025). Un análisis dogmático de la colusión dura en Chile, Santiago, p. 24.
Peralta, I. (2025). Un análisis dogmático de la colusión dura en Chile, Santiago, p.103.
Hart, H.L.A. (1961). El Concepto de Derecho, Ed. Abeledo-Perrot S.A., Buenos Aires, p. 160.
Peralta, I. (2025). Un análisis dogmático de la colusión dura en Chile, Santiago, p. 105.
Peralta, I. (2025). Un análisis dogmático de la colusión dura en Chile, Santiago, p. 106.

"La secuencialidad del régimen de acción penal de la colusión es expresiva del mantenimiento del cierre cultural que producía la descriminalización, solo que ahora escondida por una configuración institucional más compleja. Frente al reclamo del “mundo de la libre competencia” de operar de forma autónoma, la secuencialidad permite mantener esta configuración y, al mismo tiempo, afirmar que la colusión está formalmente criminalizada"
Hay pocas disputas tan visibles político-institucionalmente en el derecho de la libre competencia como aquella que afecta a la criminalización de la colusión y el régimen de persecución asociado a ésta. La historia es conocida: si bien en la versión original del Decreto Ley 211 que se constituyó en pieza central del derecho de la libre competencia en Chile la colusión se encontraba criminalizada, con la creación de una institucionalidad completa de persecución judicial autónoma este delito se descriminalizó. La opción legislativa se tomó bajo la idea inicial de que la nueva institucionalidad de persecución sería más eficaz, ya que la colusión no había sido perseguida penalmente. Con el tiempo, otro motivo de eficacia práctica pasó a constituirse en piedra angular de la defensa de la descriminalización de la colusión: la forma primaria de descubrir y conseguir prueba suficiente para sancionar carteles sería la delación compensada (véase la propia descripción de la Fiscalía Nacional Económica (s.f.) de la delación compensada: “ha demostrado ser en Chile y en el mundo el mecanismo más efectivo para detectar, sancionar y disuadir la colusión”). La falta de certeza otorgada por la inclusión de sanciones penales podría atentar contra su uso, por lo que la criminalización sería indeseable (así, por ejemplo, Pellegrini (2015), p. 4. Algo más lejos Nehme y Gorab (2015), p. 12). La mayor eficacia relativa del sistema administrativo de persecución y litigación en torno a ilícitos anticompetitivos – mediada o no por el cuidado de la delación compensada – pasó a constituirse en un argumento casi unificado de los actores legales y expertos del ámbito específico de la libre competencia que se oponían a la criminalización de la colusión. A esto le voy a llamar el frente unificado contra la criminalización.
A medida que escándalos mayores de colusión se fueron produciendo a fines de los 2000s y principios de los 2010s, el frente unificado contra la criminalización de la colusión se vio sujeto crecientemente a presiones. Políticamente, escándalos mayores llaman a la generación de señales de reacción enérgica y no hay reacción más simple de producir que criminalizar conductas o aumentar penas. La re-criminalización de la colusión se convirtió tal vez en el primer tópico de discusión de la ronda de modernización del derecho penal económico que se abrió con la década de los escándalos (en detalle sobre los focos argumentales en el proceso de recriminalización de la colusión, Walker (2020) pp. 134ss.). Políticos, apoyados por algunos actores y expertos del derecho penal, intentaron así avanzar hacia una recriminalización de la colusión, alegando que la decisión de 2003 había sido tomada de forma apresurada. Instrumentalmente, la expectativa de cárcel tal vez sería necesaria para aumentar el poder disuasorio del derecho frente a la colusión (por referencia a la historia de la Ley 20.945, Belmonte (2022); Agostini (2015), p. 3). Retributivamente, sería necesario remarcar el carácter grave de la conducta mediante el poder expresivo del derecho penal (Artaza (2017), 359; Mañalich (2015), pp. 6s.).
En la disputa entre quienes abogaban por la re-criminalización de la colusión y el frente unificado contra la criminalización, el legislador tomó el año 2016, a través de la Ley 20.945, una solución de compromiso. Si bien se marcó la casilla de que la colusión había sido recriminalizada, ella se sujetó a un extraordinariamente estricto proceso de ejercicio de la acción penal para posibilitar la persecución. Con el objetivo de evitar poner en riesgo la eficacia de la delación compensada – a lo que se agregó con el tiempo la confianza de los actores empresariales en la confidencialidad en el procesamiento de información comercialmente sensible – la acción penal se sujetó no solo a que la Fiscalía Nacional Económica (“FNE”) se querellara, sino a que hubiera condena judicial firme por el sistema de libre competencia. Esto es lo que se ha pasado a conocer como el régimen de la secuencialidad: la persecución penal de la colusión supone que exista decisión judicial de existencia de la colusión y una decisión posterior de la FNE de que, pese a ello, es necesario todavía imponer penas. La secuencialidad puede ser leída así como una decisión por la criminalización formal de la colusión y por el mantenimiento de la descriminalización sustantiva de ésta (entiendo por criminalización formal el acto legislativo de declarar que una conducta es penalmente relevante, típicamente por medio de la creación de un delito; criminalización sustantiva es, en cambio, el resultado de las prácticas de persecución conducente a que acciones determinadas sean efectivamente objeto de sanciones penales. La distinción proviene de Lacey (2009), p. 942).
Como parte de la invitación a comentar su libro, Ignacio Peralta me solicitó centrarme en esta discusión. ¿Qué perspectivas abre la muy elocuente investigación de Ignacio Peralta en la comprensión y/o crítica de la configuración legal de las relaciones entre el sistema específico de protección de la libre competencia y el sistema penal? ¿Qué podemos aprender del libro de Ignacio sobre el tema?
En lo que sigue, voy a exponer tres tesis. La primera tesis encuentra reflejo en las investigaciones de Ignacio. Siguiendo su libro, voy a argumentar que la secuencialidad es ante todo una consecuencia de percepciones de incompatibilidad y desconfianza cultural desde el sistema de libre competencia hacia el sistema penal (explícito, por ejemplo, Krause (2021), pp. 6s.). Al mismo tiempo, voy a argumentar, en una segunda parte, que la defensa del positivismo como eje de análisis de problemas institucionales realizada por Ignacio Peralta tiene poco que decir en la valoración del problema y de la solución ofrecida por la Ley 20.945. Visto desde el punto de vista del problema de fondo al que se refiere la polémica por la criminalización de la colusión – cómo se coordinan agencias estatales con configuraciones y objetivos distintos – el libro de Ignacio Peralta resalta más bien los límites del positivismo.
El punto de partida de prácticamente todas las tesis del libro de Ignacio Peralta se encuentra en una de las más llamativas características del derecho de la libre competencia chileno, a saber, que funciona bajo importación no solo de reglas sino de un sistema conceptual y de una cultura completa de discusión de origen norteamericano. En buena medida, el libro puede ser leído como una cruzada contra los efectos de esta característica.
La tendencia de los expertos en libre competencia en torno a razonar bajo ese marco es descrita en distintos momentos como insubordinación judicial o como expresión de tecnocracia. Ella se opondría a una comprensión legítima del derecho moderno bajo el paradigma de la sujeción judicial a la toma de decisiones políticamente mediadas por organismos con representación. Este paradigma se expresaría, al menos en la tradición del derecho continental, en una forma de legalismo formal. El derecho de la libre competencia tendría, en cambio, formas pre-modernas. Los distintos capítulos del libro critican varias consecuencias de esta característica: el aparato conceptual utilizado para leer las distintas hipótesis del artículo 3 del DL 211, el contenido de las reglas en cuestión, etc., serían consecuencias de esta configuración problemática de origen del derecho de la libre competencia.
El punto de partida de este pequeño ensayo es que el autor tiene, indudablemente, razón en que el derecho de la libre competencia muestra marcos especialmente intensos de trasplante. No pretendo dedicarle mayor tiempo a justificar esta tesis: para cualquier observador mínimamente atento, la tendencia al uso de conceptos importados de la tradición norteamericana de antitrust es evidente. Esto es evidente no solo en el lenguaje de los abogados y expertos jurídicos en la materia, sino también en su contrapartida técnica, a saber, los informes y opiniones económicas sobre los que se paran buena parte de las discusiones. Aunque parte de los usos conceptuales previstos por la ley se han ido adecuando a los conceptos importados de la tradición norteamericana, es obvio que la práctica de defensa de la libre competencia opera todavía con un espacio importante de importación conceptual sin respaldo directo en el texto de la legislación.
Como el libro nunca tematiza la configuración institucional de la criminalización de la colusión, no realiza el punto que sigue, pero cuya pertinencia me parece evidente: hay espacios importantes de incompatibilidad conceptual entre el derecho de la libre competencia y el derecho penal; tanto el frente unificado ante la criminalización de la colusión como el régimen de secuencialidad introducido por la Ley 20.945 pueden leerse como formas de inmunización de la cultura del derecho de la libre competencia. Bajo esta lectura, los argumentos citados de efectos problemáticos de la criminalización de la colusión (dificultad de mantener la confidencialidad de la investigación en el Ministerio Público, fragilidad de la garantía de inmunidad o de lenidad en situaciones de delación compensada) serían epifenómenos frente a la causa de fondo del rechazo a la criminalización, a saber, la percepción de desconfianza e incompatibilidad de una rama del derecho con una configuración cultural fuertemente distinta a aquella del sistema que rechaza.
Esa percepción se ha expresado ante todo por referencia a consecuencias específicas. Las dos consecuencias más citadas en la discusión para oponerse a una configuración de la colusión que haga mínimamente real su criminalización son la puesta en jaque de las garantías asociadas a la delación compensada y el temor ante filtraciones de antecedentes comerciales reservados (Así, por ejemplo, Bascuñán (2015), p. 7.). Los dos argumentos tienen distinto peso.
Por una parte, el derecho penal formal no tenía, hasta la Ley de Delitos Económicos y luego hasta la Ley 21.694 que generalizó la regulación de la cooperación eficaz, reconocimiento formal de acuerdos vinculantes para favorecer la delación y otras formas de cooperación. Pero desde ambas leyes, el argumento debiera haber dejado de tener peso: el derecho penal reconoce explícitamente la posibilidad de generar acuerdos vinculantes y obliga a reconocer el efecto de aquellos que hayan sido adoptados bajo otras regulaciones (como, ante todo, el DL 211) (véase el artículo 63 de la Ley 21.595 y los artículos 228 bis A y siguientes del Código Procesal Penal).
Por otra parte, la realidad muestra que el temor ante la dificultad del Ministerio Público para controlar el manejo de la información resguardada tiene fundamentos muy intensos. Al mismo tiempo, si se tratara simplemente de proteger información asociada a procesos que se hayan iniciado ante la FNE, no debiera ser especialmente complejo legislativamente generar una regulación que dé mayorías garantías. El legislador podría establecer explícitamente arreglos tales como la revisión solo in situ de la carpeta investigativa en casos de colusión – siendo pocos casos, ello probablemente no generaría problemas operativos mayores. Una regulación de esta clase podría ampliarse a otros casos de derecho penal económico iniciados por actores institucionales (CMF y SMA, por ejemplo). Que ni siquiera se haya planteado esta opción muestra que la falta de voluntad de criminalizar realmente la colusión es expresiva de percepciones mucho más profundas de incompatibilidad o desconfianza antes que el resultado solo de los efectos asociados a estos problemas discretos.
La secuencialidad del régimen de acción penal de la colusión es expresiva del mantenimiento del cierre cultural que producía la descriminalización, solo que ahora escondida por una configuración institucional más compleja. Frente al reclamo del “mundo de la libre competencia” de operar de forma autónoma, la secuencialidad permite mantener esta configuración y, al mismo tiempo, afirmar que la colusión está formalmente criminalizada.
Por supuesto, la pregunta fundamental que plantea esta configuración es por su justificación. Del mismo modo en que el libro de Ignacio Peralta intenta preguntarse por la adecuación de la configuración del derecho de la libre competencia bajo importación conceptual norteamericana, la pregunta central que hay que formular es si el cierre cultural del derecho de la libre competencia se deja justificar.
El libro de Ignacio ofrece un marco de respuesta a esto. En su etiquetamiento, ese marco sería ante todo “positivista”. La cuestión de la adecuación, o no, de configuraciones institucionales debiera juzgarse por su nivel de compatibilidad con el ideal de toma de decisión legislativa y la sujeción judicial a esas decisiones. Curiosamente, sin embargo, en el ámbito específico de la criminalización de la colusión, la decisión legislativa es precisamente por el cierre cultural: el legislador decidió criminalizar la colusión de un modo que haga extremadamente improbable que tenga efectos relevantes, buscando conservar la autonomía operativa del sistema de la libre competencia.
El positivismo defendido en el libro tiene poco que decir ante esta realidad. En principio, seguramente conduce a afirmar que la secuencialidad es una mala decisión. Hay dos aspectos que puedan llevar a esta conclusión. El primero está mucho más desarrollado en el libro: porque la decisión favorece la primacía, en el ámbito de la regulación de la libre competencia, de una configuración tomada de una cultura jurídica ajena y distinta de la “tradición del derecho continental”. El segundo es el trasfondo de teoría del derecho del libro: los arreglos jurídico-institucionales son más adecuados en la medida en que permitan generar marcos de decisión reconducibles a decisiones legislativas. La secuencialidad es ambigua, sin embargo, frente a ese marco. Ella es claramente expresiva de una decisión de criminalización solo aparente. Como arreglo paradigmáticamente gatopardista, su valoración democrática puede ser puesta en duda: el legislador conscientemente genera un efecto solo aparente.
Dejemos por ahora de lado la crítica la gatopardismo de la decisión legislativa. Es difícil discutir que la decisión de generar apariencias de cambio allí donde hay una decisión de conservación es problemática. Es al menos más transparente explicitar el statu quo de la descriminalización de la colusión.
Pero la cuestión central se encuentra en el primer eje de discusión: ¿tiene razón el legislador al querer proteger la especificidad institucional del derecho de la libre competencia frente al potencial de desfiguración que introduce el sistema penal?
Dado que el funcionamiento mismo del sistema de la libre competencia está constituido sobre el trasfondo de esa cultura parcialmente importada, mi impresión es que la pretensión de contar con configuraciones institucionales que lo protejan tiene valor. El “positivismo” del autor ofrece algunos puntos en contra, pero no me parecen especialmente elocuentes. La idea de que la configuración del ámbito de la libre competencia es problemática por construirse sobre una cultura ajena es emblemática. Por supuesto, el autor tiene toda la razón en señalar que el trasplante del derecho de la libre competencia genera errores de traducción, ante todo porque no opera sobre un sistema de precedente como el norteamericano. Pero esa es una crítica que afecta a todas las formas de trasplante. Piénsese en el propio caso del derecho penal. Su contenido fue en su origen trasplantado en buena medida del derecho penal francés y belga; durante el siglo XX fue objeto de una relectura que produjo una verdadera sustitución del trasplante por categorías tomadas del derecho penal alemán y que son, ante todo, de desarrollo de la cultura académica alemana. Aunque la cultura jurídica alemana asuma grosso modo una configuración similar asociada al ideal de la codificación, la forma en que llena los conceptos e introducen razonamientos sustantivos foráneos no es radicalmente distinta de lo que tiene lugar en el derecho de la libre competencia. Si algo, dado que el trasplante tiene lugar aquí desde un idioma manejado por una minoría mucho más reducida, ella produce más problemas de traducción y más ventajas a una pequeña comunidad que lo que sucede en relación con el derecho norteamericano.
El derecho de la libre competencia se ha constituido y ha operado ya por varias décadas en el marco de la importación de origen sobre la que se construyó. Dado que el sistema opera sobre ese trasfondo y muestra expresiones de eficacia, la pretensión de reconfiguración que le subyace al libro es poco realista y, en sus efectos, probablemente contraproducente. Es poco probable que el sistema penal, con todos sus defectos, sea un sustituto que tenga perspectivas de éxito para el derecho de la libre competencia. Si éste puede tener algún espacio como complemento en la persecución de los carteles más duros, parece razonable esperar que opere con algún grado de accesoriedad al aparato conceptual que se ha constituido en este ámbito y bajo formas de protección que eviten que se produzcan efectos disfuncionales. Sujeto al sistema general de tratamiento de la información y de litigación que muestra el derecho penal económico actualmente, eso no parece posible.
Agostini, Claudio (2015), “¿Cárcel para la colusión? Seis opiniones”, en: Puntos de Referencia (CEP) N° 409, pp. 2-3. Disponible en: https://www.cepchile.cl/investigacion/carcel-para-la-colusion-seis-opiniones/
Artaza, Osvaldo (2017), “La colusión como forma de agresión a intereses dignos de protección por el Derecho Penal: Primera aproximación”. En: Rev. derecho (Valdivia) Vol.30, n.2, pp.339-366. Disponible en: https://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0718-09502017000200015
Bascuñán, Antonio (2015), “¿Cárcel para la colusión? Seis opiniones”, en: Puntos de Referencia (CEP) N° 409, pp. 7-9. Disponible en: https://www.cepchile.cl/investigacion/carcel-para-la-colusion-seis-opiniones/
Belmonte, Matías (2022), El delito de colusión (II), en https://centrocompetencia.com/belmonte-el-delito-de-colusion-iii-secuencialidad-titularidad-accion-penal/
Fiscalía Nacional Económica (s.f), “Qué hacemos”. Última visita: 03-12-2025. Disponible en: https://www.fne.gob.cl/delacion-compensada/que-hacemos/
Gorab, Daniela y Nehme, Nicole (2015), “¿Cárcel para la colusión? Seis opiniones”, en: Puntos de Referencia (CEP) N° 409, pp. 11-13. Disponible en: https://www.cepchile.cl/investigacion/carcel-para-la-colusion-seis-opiniones/
Krause (2021), Desafíos para el Sistema Infraccional de la Libre Competencia a raíz de la Penalización de la Colusión, pp. 6s., en https://centrocompetencia.com/wp-content/uploads/2021/10/Krause-Desafios-Sistema-Infraccional-Penalizacion-Colusion_oct_2021.pdf.
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Mañalich, Juan Pablo (2015), “¿Cárcel para la colusión? Seis opiniones”, en: Puntos de Referencia (CEP) N° 409, pp. 5-7. Disponible en: https://www.cepchile.cl/investigacion/carcel-para-la-colusion-seis-opiniones/
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"Y es aquí donde cabe relevar una diferencia entre la interdependencia oligopólica y la colusión algorítmica. La segunda no necesariamente implica la primera. Si su diseño (programación) y su capacidad de cómputo lo permite, los algoritmos bien podrían llevar a un resultado colusorio fuera de un mercado oligopólico".
Tal vez lo primero que se puede decir sobre el libro de Ignacio Peralta, “Un análisis dogmático de la colusión dura en Chile”, es que el título, a pesar de lo ambicioso, se queda corto. Desde luego, el libro cumple con ofrecer un interesante análisis dogmático del art. 3 letra ‘a’ del DL 211, mostrando una interesante disputa entre una corriente antiliteralista-premoderna (pro regla de la razón) y otra literalista-democrática (pro regla per se), y tomando un decidido partido por esta última. Pero el libro no se queda solo ahí. Su contenido se expande a otras áreas distintas a la libre competencia, pero inevitablemente conectadas con ella, como la filosofía política y el derecho penal. Además, Peralta logra un virtuoso equilibrio entre conversación y confrontación, procurando ser fiel con el sentido de los argumentos de los autores con los que dialoga, pero sin evitar la oposición frontal cuando la claridad de las ideas así lo exige.
«Y es aquí donde cabe relevar una diferencia entre la interdependencia oligopólica y la colusión algorítmica. La segunda no necesariamente implica la primera. Si su diseño (programación) y su capacidad de cómputo lo permite, los algoritmos bien podrían llevar a un resultado colusorio fuera de un mercado oligopólico»
En lo que sigue, me enfocaré en rescatar solo una de las ideas del libro: caracterizar sustantivamente el concepto de práctica concertada, como una forma de colusión diferente al acuerdo, con el fin de evaluar el potencial de esta caracterización para capturar la colusión algorítmica.
En la Cuarta Parte del libro (pp. 100 y sgtes.), el autor aborda el siempre problemático asunto sobre cuál es la diferencia entre la colusión con forma de acuerdo y la colusión con forma de práctica concertada. Como sabemos, en el caso Supermercados (2019), el TDLC dio esta distinción por “injustificada y superada”, en atención a la amplitud del concepto de acuerdo, entendido como “la supresión de la voluntad individual de dos o más agentes competidores y su cambio por una voluntad colectiva unificadora de sus decisiones” (C. 34). Este criterio se repitió en el caso Helicópteros (2023, C. 54).
En base a la relevancia disuasiva de delimitar con claridad el tipo de conductas que son sancionadas, y teniendo en cuenta la exclusión del concepto de práctica concertada del tipo penal de la colusión (art. 62 del DL 211), Peralta opta por acoger un criterio sustantivo -y no meramente probatorio- de distinción entre acuerdo y práctica concertada. Siguiendo a Black (y Page), Peralta restringe el concepto de acuerdo al esquema civilista “oferta + aceptación” (sea o no ejecutado), mientras que amplía el concepto de práctica concertada a un esquema más ambiguo de “comunicación previa + mutual reliance + acción conjunta”. Si bien desde ya se podría objetar la oscuridad de esta formulación, al menos ella no es más elusiva que la ya famosa definición de práctica concertada del TJUE: “forma de coordinación entre empresas que, sin llegar a que se celebre un convenio propiamente dicho, sustituye los riesgos de la competencia por una cooperación práctica entre ellas” (Imperial Chemical, párr. 64).
La pregunta que quiero abordar entonces es si la formulación de práctica concertada planteada por Peralta permitiría o no capturar al menos algunos tipos de colusión algorítmica. Doy por descontado el caso en el cual el algoritmo es adoptado para facilitar la ejecución de un acuerdo colusorio ya formado, que sin duda es un caso de acuerdo en donde el algoritmo es una mera herramienta. Los casos que interesan, por su dificultad, son: (i) el escenario en que un algoritmo es ofrecido por un proveedor de servicios de recomendación de precios a varios competidores o “revenue management”, en un esquema hub & spoke (como el caso RealPage), y (ii) el escenario en que cada empresa adopta, de forma independiente, su propio algoritmo, programado para maximizar sus ganancias.
La principal objeción contra el tratamiento de la colusión algorítmica como una conducta ilegal se funda en su concepción como un tipo de “colusión tácita” (o “interdependencia oligpolística”, o “paralelismo consciente”). En la colusión tácita, el resultado colusorio (i.e. precios supra-competitivos) proviene de la estructura del mercado y no de una coordinación acordada entre las partes. El ejemplo paradigmático es el de las dos estaciones de servicio de bencina, ubicadas una frente a la otra, con sus respectivos “tótems” de precios visibles para el público. En este juego dinámico, es probable que, aún sin la necesidad de conversar, estos dos agentes opten por subir sus precios (tal vez uno siguiendo al otro) por sobre el nivel competitivo, sabiendo que, si uno optase por bajar su precio para capturar toda la demanda en el corto plazo, será prontamente castigado por el otro en un espiral de reducción de precios o “race to the bottom”, en perjuicio de ambos en el mediano plazo. Cada uno toma una decisión individual que, desde el punto de vista económico, es racional, pues tiene por finalidad maximizar sus ganancias (i.e., subir los precios para ganar más y, a la vez, evitar una guerra de precios). Así, ante una eventual demanda de la autoridad por colusión ilegal, los dueños de las bencineras bien podrían responder: “no fuimos nosotros, fue la estructura del mercado”.
En base al mismo razonamiento, se podría argüir que la decisión -también individual- de una empresa de contratar los servicios de recomendación de precios de un tercero, o bien, de adoptar un algoritmo desarrollado in-house para maximizar sus ganancias, es un caso de colusión tácita. Ante una eventual demanda de la autoridad, las empresas en cuestión podrían alegar: “no fuimos nosotros, fueron los algoritmos”. Y es aquí donde cabe relevar una diferencia entre la interdependencia oligopólica y la colusión algorítmica. La segunda no necesariamente implica la primera. Si su diseño (programación) y su capacidad de cómputo lo permite, los algoritmos bien podrían llevar a un resultado colusorio fuera de un mercado oligopólico. En este sentido, la respuesta de la empresa se revela, en realidad, un tanto más compleja: “no fuimos nosotros, y tampoco fue la estructura del mercado, sino que fueron nuestras decisiones (individuales pero simultáneas) de fijar nuestros precios de forma algorítmica”.
Por ejemplo, en el caso RealPage, bajo la tesis del DoJ (EE.UU.), la colusión algorítmica se habría producido en un mercado en el cual 5 agentes (los landlords más grandes) concentraban el 50% de la oferta de inmuebles, esto es, un mercado que si bien es algo concentrado difícilmente podría ser catalogado como oligopólico. Por otro lado, algunas investigaciones basadas en simulaciones computacionales, sugieren que los algoritmos de fijación de precios basados en modelos de IA de aprendizaje por refuerzo (como Q-learning) pueden converger en un resultado colusorio aún en escenarios no duopólicos, con empresas con costos asimétricos, con una demanda inestable (fijada de forma estocástica) y con una estructura de mercado dinámica (es decir, con entradas y salidas inesperadas). Al respecto, ver simulación de Calvano et al. (2020) para una dinámica de competencia en precios, y de simulación de Karanam et al. (2024) para una dinámica de competencia vía subastas. Cabe advertir que estos experimentos requieren: (i) muchos episodios de iteraciones entre los algoritmos para que converjan en un resultado colusorio, y (ii) una alta transparencia en precios (como la habría, por ejemplo, en un marketplace o plataforma de e-commerce). Además de estas simulaciones computacionales, hay algunos estudios empíricos que testean la hipótesis de colusión algorítmica, en distintos mercados (Assad et al. 2020 para dos gasolineras; y Brown y MacKay 2023 para cinco vendedores de medicamentos).
Dicho lo anterior, cabe advertir que también hay trabajos cuyos resultados aminoran el riesgo de colusión algorítmica. Por ejemplo, ver Schinkel et al. (2024), que controvierte los hallazgos de la simulación de Calvano et al. Por su parte, para un análisis empírico en el mercado de agencias de viajes online, detectando que las recomendaciones algorítmicas no estarían causalmente relacionadas con alzas de precios (sino que incluso los bajarían), ver estudio de mercado de hospedaje de la FNE (2023, pp. 155 y sgtes.).
Naturalmente, mientras más competidores existan y más “desordenado” sea el mercado, más se demorarían los algoritmos en converger en precios supra-competitivos, pues dichos factores complejizan la matriz de estados que debe explorar el algoritmo y la función de utilidad-recompensa que debe aprender (generando un problema de “explosión combinatoria”). Pero el punto relevante es que, al menos en ciertos escenarios, para esta convergencia de precios se podría predicar el mismo refrán que para la justicia: “tarda pero llega”.
Volvamos a la fórmula de práctica concertada propuesta por Peralta: “comunicación previa + mutual reliance + acción conjunta”. La acción conjunta sería el resultado colusorio, que al menos de acuerdo a cierta literatura experimental, sería un resultado probable. La cuestión que está por verse es si se verifican o no los otros dos elementos: comunicación y confianza mutua entre competidores. A mí entender esto es una cuestión empírica, que dependerá, entre otras cosas, de cómo esté programado el algoritmo, el origen de los datos que el algoritmo ocupe y el marco en el cual interactúen los competidores (a este tipo de elementos le podríamos llamar “plus factors algorítmicos”). Dependiendo de estos elementos de hecho, habría casos de colusión algorítmica que podrían ser buenos candidatos para ser calificados como prácticas concertadas (y otros que no).
En términos generales, respecto al elemento de confianza mutua, el algoritmo puede estar programado de una manera tal que genere, artificialmente, este tipo de relación entre competidores que ni siquiera se conocen. Si bien Peralta, al explicar la tesis de Black, no define exactamente lo que entiende por confianza, es razonable suponer que ella también captura escenarios de expectativas recíprocas entre competidores que no se fundan en los lazos personales entre ejecutivos, sino solo en incentivos económicos. Y esta es la gracia de los algoritmos: la automatización de la detección de desvíos y el mecanismo de recompensa-castigo —aprendido por el algoritmo— permitiría a las personas naturales a cargo de tomar las decisiones de precios de las empresas confiar en que (el algoritmo de) su competidor se comportará de una cierta manera (i.e., “seguirá el alza de mi precio” o “no se bajará del precio supra-competitivo que tenemos actualmente”). En estos términos, los algoritmos podrían inyectar confianza allí donde antes reinaba la incertidumbre, alterando una premisa esencial del mercado (a saber, la incertidumbre acerca del comportamiento del rival; Kuenzler 2025).
Por otro lado, respecto a la comunicación previa (entendida como intercambio de información), me parece que se abren tres caminos distintos, y con distintos puntos de llegada. El primero es requerir, como plus factor, que se verifique un intercambio de información entre competidores que exceda y complemente la mecánica del algoritmo (p. ej., que uno le comunique al otro que utilizará un algoritmo de fijación de precios X, con los datos Z). El segundo es entender que las decisiones de diseño/programación de un algoritmo pueden tener significancia comunicativa, especialmente en un esquema de colusión algorítmica tipo hub & spoke (p. ej., prohibir, por código, la realización de descuentos). El tercer camino es descartar de plano la exigencia de comunicación, por considerar que esta solo tendría sentido en la colusión orquestada por humanos y no en la orquestada por “robots”. Este es en parte el punto de Harrington et al. (2017), cuando sugiere que, a diferencia de los humanos, “sí es posible meterse ‘en la mente’ del agente fijador de precios” (p. 48). Así, mientras la evidencia de instancias de comunicación previa es útil para explicar las estrategias de precio de humanos en casos que, “por fuera”, solo se ven como una colusión tácita, ella no sería necesaria con la colusión algorítmica: bastaría examinar el código del algoritmo y la forma en que este procesa los datos que se le suministran (pero ojo: los algoritmos de IA -como los de redes neuronales- pueden tener cajas negras que impiden trazar la secuencia de operaciones en base a las cuales arriban a un resultado; Nazzini y Henderson, 2024).
El ejemplo de RealPage, que recientemente terminó en un acuerdo, es útil para aterrizar algunas de estas ideas. El DoJ detectó que los algoritmos de RealPage tenían ciertas decisiones de diseño (concretadas en reglas programadas en su código) para facilitar el resultado colusorio, tales como: (i) un esquema de banda de precios “hard floor & soft ceiling”, que hacía más improbable bajar el precio y más fácil subirlo, (ii) una modalidad de “revenue protection”, para reducir artificialmente la oferta de propiedades para presionar al alza del precio, (iii) una modalidad “the governor”, para controlar los cambios diarios de los precios, dificultando su rebaja aun cuando ello era esperable ante una baja de la demanda. En términos computacionales, estas decisiones de programación limitan el espacio de exploración del agente algorítmico para determinar el precio a recomendar, conduciéndolo hacia un resultado de precio supra-competitivo. En esta línea, cabe notar que uno de los puntos del settlement de RealPage es la inspección futura, por parte de la División de Competencia del DoJ, de los códigos y pseudo-códigos de los algoritmos de revenue magement de la empresa.
Es interesante preguntarse si acaso estas decisiones de programación tienen una significancia comunicativa para los usuarios/competidores de estos algoritmos, significancia que iría adquiriendo más relevancia en la medida en que las empresas se mantengan usando los algoritmos durante el tiempo y se “concienticen” acerca de su funcionamiento y del hecho de que sus competidores también los usan (cuestión que sería materia de prueba). De todas formas, se debe tener presente que en el caso RealPage el DoJ también alegó la existencia de reuniones periódicas entre los landlords que contaría como formas tradicionales —no algorítmicas— de intercambio de información.
Otro caso interesante es el E-Turas (2016), que involucró a una empresa operadora de una plataforma de reserva de viajes (E-Turas), y a varias agencias de viaje usuarias de dicha plataforma (pudiendo ser un esquema hub & spoke). E-Turas envió un mensaje a las agencias de viaje, a través de la plataforma, informando que se restringiría, por código informático, la posibilidad de hacer descuentos (hasta un 3%). Una corte de Lituania le preguntó al TJUE si la situación anterior, sumada al hecho de que ninguna agencia se opuso a la nueva configuración de la plataforma, podía contar como una práctica concertada sancionable vía art. 101 TFUE. El TJUE respondió que ello, en principio, sí era posible.
De acuerdo a Kuenzler (2025), el tipo de razonamiento del TJUE en el caso E-Turas podría reflejar un giro en la comprensión del derecho de competencia, transitando desde un paradigma de responsabilidad infraccional “intent-based” hacia uno “awareness-based”. A su vez, este nuevo paradigma podría exigir formas de “public distancing” propiamente algorítmicas, tales como reprogramar el algoritmo luego de que se detecte que este interactuó de forma colusoria con los otros agentes económicos (p. ej., insertando, por código, mecanismos que fuercen a romper el equilibrio colusorio), o derechamente terminar el contrato con el prestador de servicios de fijación de precios (si se trata de un esquema hub & spoke). En este sentido, es pertinente recordar las palabras del Fiscal Nacional Económico en el Día de la Competencia de 2024: “La defensa de que no fue un ejecutivo de la empresa quien celebró o ejecutó un acuerdo o una práctica concertada, sino que fue un software propio o de un tercero quien lo propició, no será aceptada como una excusa legítima”.
Considerando todo lo anterior, parecen existir razones que invitan a diferenciar entre la tradicional “colusión tácita” (lícita) y, al menos, algunos casos de colusión algorítmica. En estos casos, la respuesta no es tan simple como “no fuimos nosotros, fue la estructura del mercado”. En efecto, después de todo lo ya visto, la respuesta sería algo como: “no fuimos nosotros, y tampoco fue la estructura del mercado, sino que fueron nuestras decisiones (simultáneas) de fijar nuestros precios de forma algorítmica, que a su vez operan en base a ciertas decisiones de programación que facilitan el alza de precios, y que no fueron revocadas luego de que detectáramos el resultado colusorio”. Esta explicación podría estar más encaminada hacia la “caja” de la práctica concertada que a la de interdependencia oligopólica. Por supuesto, todo dependerá de los hechos del caso.
Por último, y retomando el comentario al libro de Peralta, no hay duda de que una colusión algorítmica que pueda ser calificada como práctica concertada, y que recaiga sobre alguna de las cuatro variables competitivas de la primera parte del art. 3 letra ‘a’ del DL 211, deberá ser sometida al escrutinio de la regla per se. Sin embargo, me parece relevante notar que, por la naturaleza de la colusión algorítmica, probablemente será necesario observar y probar los efectos en el mercado. Esto pues, a diferencia de un acuerdo en el sentido de Black (oferta + aceptación), los tipos de colusión algorítmica a los que se refiere esta columna, en general, solo podrán ser descubiertos -por la autoridad- constatando los efectos que los algoritmos producen en el mercado (como un alza sostenida en los precios no relacionada a los costos o a la demanda). Al respecto, sobre las herramientas de detección de patrones colusorios, ver trabajos de Sierpe y Ureta (2025) y de Nazzini y Henderson (2024). Con todo, la diferencia con la regla de la razón es que no se requeriría que, una vez acreditada la colusión algorítmica, se realice un ejercicio de “balanceo” entre los efectos anticompetitivos versus eficiencias, como sí lo exige el art. 101.3 del TFUE.
Por último, me parece que la regla de la razón no ha tenido un mal desempeño en Chile. Esto, a diferencia del panorama que describe Peralta sobre la situación en EE.UU., en donde la regla de la razón ha sido calificada como “inmanejable” y, en la práctica, como un instrumento para declarar legales los acuerdos entre competidores.
Si se consideran los casos de colusión anteriores a la reforma del 2016 (que según la doctrina tradicional habría implementado la regla per se), en el 80% se condenó (27 de 34 casos). En materia de abuso —donde rige la regla de la razón— sí se observa una tasa de condena más baja, de 30% (41 de 138). Sin embargo, esto último se podría explicar por existir una mayor dispersión en el nivel de preparación y fundamento de la acción deducida, especialmente considerando el alto número de demandas de particulares. En efecto, si solo se consideran los requerimientos de la FNE en abuso, la tasa de condena sube a 65% (15 de 23 casos [Esto en base a estadísticas internas de CeCo, de 2004 a 2024]).
Entonces, más allá del argumento textualista-democrático del libro, que me parece valioso y consistente en su propio mérito, desde una perspectiva de política de competencia, se podría disputar la asociación que sugiere el autor entre regla de la razón y una suerte de antiformalismo laissez faire. La versión “Chicago” de la regla de la razón no es su única versión, pues también admitiría una versión pro-enforcement, que permite capturar y sancionar comportamientos de mercado cuya naturaleza es difusa, y que la regla per se probablemente evadiría, pues el problema operativo de la regla per se es que le exige al juzgador un mayor nivel de claridad sobre la conducta. Sí estoy de acuerdo con Peralta en que el enfoque que se adopte dependerá del criterio del adjudicador.
*Como complemento a esta columna, sugiero ver el panel de colusión algorítmica y discurso inaugural de N. Rojas (actual Presidente del TDLC) en la misma conferencia de la conferencia internacional de libre competencia organizada por CeCo-UAI, USC e ISCI el 2025.