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De manera general, la historia del derecho de la competencia (en adelante DeComp) en América Latina y en Colombia se cuenta como una historia de progreso que se narra así: venimos de un pasado oscuro, en el que la protección de la libre competencia no era una prioridad para el Estado, los gobiernos y la sociedad. Si bien hubo unas normas promulgadas a lo largo del siglo XX, las autoridades a cargo no velaban activamente por su cumplimiento o su actividad era mínima. Ello se debía a que las políticas económicas vigentes durante este siglo eran hostiles a los mercados y la libre competencia. Todo esto cambió con la década de 1990, ya que en ese momento toda la región adoptó una nueva perspectiva política y económica que fue mucho más favorable hacia los mercados y la libre competencia. A partir de dicha década, varios países de la región adoptaron nuevos regímenes de DeComp o modificaron sustancialmente los ya existentes, y crearon nuevas autoridades que han sido más proactivas vigilando el cumplimiento de estos campos del derecho. Desde entonces, varios regímenes han sufrido cambios incrementales que buscan hacerlos más efectivos en la prevención y sanción de conductas anticompetitivas. Hoy en día los regímenes en América Latina se encuentran alineados con los principales regímenes de DeComp del mundo – Estados Unidos y la Unión Europea (pero no China) – y si bien todavía pueden mejorar mucho, son regímenes aceptables.
La historia del DeComp colombiano que comúnmente se cuenta sigue esta narrativa. La libre competencia hasta 1959 solo recibió un tratamiento legislativo expreso con la Ley 155 de ese año. Muchos autores señalan que esta norma no se aplicó o se aplicó solo de manera limitada, lo cual llevó a que durante décadas la protección de la libre competencia no fuera importante. Esto cambió con la Constitución Política de 1992, la cual consagró en su artículo 333 la libre competencia como un derecho y con la promulgación del Decreto 2153 de 1992. Este último modificó la estructura de la autoridad de competencia – la Superintendencia de Industria y Comercio, o SIC – e incluyó normas sustantivas nuevas cuya vigilancia ha sido el foco de la actividad de dicha entidad. El DeComp colombiano sufrió cambios importantes con la Ley 1340 de 2009, como la creación del Programa de Beneficios por Colaboración. Hoy, la SIC vigila el cumplimiento de estas normas, y aunque hay espacio para mejorar, las normas aplicables estan más o menos alineadas con las principales jurisdicciones del mundo.
«La historia del DeComp sirve para controvertir las narrativas que hoy tenemos sobre este campo del derecho. En particular, un uso de la historia del DeComp debería ser precisamente el de generar ideas críticas sobre los regimenes hoy vigentes y buscar alternativas distintas a copiar instituciones foraneas. La historia nos debería brindar, por lo menos, cierta libertad para pensar nuestros regímenes hoy.»
Esta forma de narrar la historia del DeComp es problemática. Primero, es una narrativa que riñe con la evidencia histórica que hay disponible. En el caso de América Latina, hay mucha evidencia que muestra que países como Mexico y Chile han aplicado de manera consistente su derecho de la competencia desde la promulgación de sus primeras normas. Para Colombia, no hay estudios rigurosos que indiquen con certeza cuantas decisiones se profieron desde la promulgación de la Ley 155 de 1959 hasta el año 1990. El único estudio del tema referencia más de 20 resoluciones sobre lo que hoy llamamos prácticas restrictivas de la competencia e integraciones empresariales proferidas entre 1961 y 1968. Dicho estudio tambien cuenta de un decreto con fuerza de ley que creó un régimen de DeComp anterior a 1959 – el Decreto 2160 de 1957. Visto así, la falta de estudios rigurosos lleva a varios autores a confundir la “ausencia de evidencia” sobre investigaciones por violaciones al régimen de prácticas restrictivas y solicitudes de integraciones empresariales con la “evidencia de la ausencia” de dichas investigaciones y solicitudes.
Segundo, es una narrativa profundamente ideológica, en el sentido en el que las ideas fundamentales del DeComp en esta región en los últimos 30 años son correctas, y las ideas anteriores que fundaron los primeros regímenes son equivocadas. En este sentido, estas narrativas parten del supuesto de que los fundamentos de la libre competencia de los últimos 30 años siempre han sido “ciertos”, y es la torpeza, la ignorancia o la pura maldad de los regímenes políticos lo que los ha llevado a ignorarlos. Y ahí radica el error: no advierten el caracter contingente de las ideas sobre libre competencia, ni la manera en la que estas circulan y se convierten en el “sentido común” en un campo del derecho. La apreciación del pasado es tan ideológicamente cargada que impide explicar hechos históricos. Si durante buena parte del siglo XX prevaleció la hostilidad hacia la libre competencia en Colombia ¿cómo explicar la promulgación del Decreto 2061 de 1955 y la Ley 155 de 1959, cuyo objetivo central es la protección de la libre competencia?
En tercer lugar, es una narrativa instrumental para distintos actores, pero en particular para la demanda de servicios de abogados, consultores, y gobernantes que se benefician del cambio (incluyendo a este autor). La idea de que el pasado fue terrible vende muy bien; sirve para vender un sentido de que es indispensable hacer cambios en el derecho hoy para que el futuro sea mejor. Estos cambios, dicho sea de paso, son los que promueven nuestros amigos, asesores y clientes en jurisdicciones como los Estados Unidos y la Unión Europea promoviendo sus propios intereses. Esta narrativa sirve para vender la idea de que necesitamos técnicos y no políticos que sí sepan sobre cómo funcionan los mercados y el mundo de los negocios. Entre abogados y economistas compartimos esos conocimientos especializados; ejemplo de ellos es la discusión de que, contrario al texto legal (tanto en Estados Unidos como en Colombia), las prácticas restrictivas de la competencia deben analizarse a partir de sus consecuencias desde la perspectiva del “bienestar del consumidor”. Finalmente, sirve para vender la erronea idea de que hay jurisdicciones que son “más avanzadas”, porque en ellas los actores relevantes – autoridades, jueces y empresarios – (supuestamente) sí se toman en serio la libre competencia. Gracias a ella, se mercadea con exito los programas de beneficios por colaboración y su contraparte empresarial, los programas de cumplimiento. Asi pues, no es una narrativa inocente; claramente promueve muchos intereses particulares, aunque lo hace en el nombre del bien público – “libre competencia”.
La historia del DeComp sirve para controvertir las narrativas que hoy tenemos sobre este campo del derecho. En particular, un uso de la historia del DeComp debería ser precisamente el de generar ideas críticas sobre los regimenes hoy vigentes y buscar alternativas distintas a copiar instituciones foraneas. La historia nos debería brindar, por lo menos, cierta libertad para pensar nuestros regímenes hoy.
Nuestras teorías locales del DeComp suelen partir de ideas tomadas de los Estados Unidos y la Unión Europea respecto a la importancia y la necesidad de la protección de la competencia. Muy poca atención se le presta a la historia de las discusiones legislativas a la materia. En el caso colombiano, no conozco el primer texto academico que se refiera a los debates que llevaron a la promulgación de la Ley 155 de 1959 (tanto el Decreto 2061 de 1955 como el Decreto 2153 de 1992 carecen de motivación), pero en cambio varios textos se refieren a la Sherman Act de los Estados Unidos. Esto sugiere que el DeComp colombiano se encuentra teóricamente huerfano; es hora de entender qué significaba en 1959 proteger la libre competencia, y cual es el mérito hoy de esas ideas.
Así mismo, una apreciación histórica de nuestro DeComp nos debería llevar a afinar los argumentos que con frecuencia se esgrimen cuando se discute el contenido de nuestras normas. Propongo que pensemos el DeComp desde la noción de Estado de Derecho y en particular desde el Principio de Legalidad para evaluar si nuestro DeComp (o el estadounidense, el chileno, o el argentino) se ajusta a nociones ampliamente aceptadas sobre el funcionamiento del derecho en democracias como las nuestras. En el caso colombiano, la doctrina de la “regla de la razón” carece de fundamento, pues nuestra autoridad de competencia no tiene la misma independencia que la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos. Tampoco parece respetuoso con el legislador (ni con los ciudadanos) acotar el sentido natural y obvio de las palabras en la legislación como lo hizo dicha Corte a comienzos del siglo XX cuando se inventó esa doctrina. Así, los actores que más pueden aprovechar la historia del DeComp son los jueces que revisan las decisiones de nuestras autoridades, ya que en el ejercicio de sus funciones pueden con toda legitimidad y validez descartar argumentos que carecen de fundamento y que son violentos con la historia. Se trata, después de todo, de su rol en un Estado de Derecho.